Si la campaña para las elecciones presidenciales estadounidenses le resulta desconcertante, probablemente la entiende mejor que quienes están dispuestos a predecir su resultado. A esta altura, cuando los dos grandes partidos se preparan para elegir sus candidatos en elecciones primarias al nivel estatal o asambleas partidarias, no es posible hacer predicciones, sino adivinar muy (o poco) informadamente.
La primera de las grandes contiendas, que será el 1 de febrero en Iowa, suele ser difícil de predecir, porque su resultado depende más de la destreza organizativa que de la popularidad. La principal cuestión, tanto en la competencia republicana como en la demócrata, es si los candidatos son capaces de convocar a suficientes partidarios a las asambleas partidarias: reuniones relativamente pequeñas que se llevan a cabo por la tarde en condiciones invernales.
Del lado republicano, la diferencia entre Ted Cruz y Donald Trump cae dentro del margen de error de las encuestas, tanto en Iowa como en Nuevo Hampshire, donde se vota ocho días después. Aunque Trump lidera las encuestas nacionales con un enorme margen, se desconoce la fortaleza de su organización en Iowa y lo que importa son los resultados a nivel estatal a medida que avanza el proceso de las designaciones. Su desafío es que muchos de sus partidarios nunca participaron en una elección.
El éxito de Trump hasta el momento refleja su sagacidad para leer el momento y complacer a la multitud (su reality televisivo, El aprendiz, le brindó una excelente práctica). El electorado está más enojado y temeroso que en las recientes contiendas presidenciales, y tanto Cruz como Trump lo están aprovechando. Ese sentimiento —producto de una lenta recuperación económica, la ampliación cada vez mayor de la desigualdad en salud y en los ingresos, y una sensación de inseguridad teñida de cuestiones raciales (especialmente entre los hombres blancos)— genera una política volátil.
Trump en particular está canalizando el mismo enojo populista por el derecho que alimentó el surgimiento del Tea Party en 2010, que se oponía tanto al rescate gubernamental de los bancos que causaron la crisis financiera de 2008 como al programa de salud del presidente Barack Obama. Pero los candidatos del Tea Party que arrasaron en el Congreso no lograron cumplir su promesa de revocar el «Obamacare» y recortar sustancialmente el gasto federal, enardeciendo aún más a la base republicana. La preferencia entonces de los posibles votantes republicanos ha sido por alguien que no esté «manchado» por «Washington».
Trump —de cuyos votantes aproximadamente la mitad solo cuenta con educación secundaria o menos— es particularmente diestro para reafirmar los prejuicios raciales y la hostilidad contra la inmigración. Y su supuesto éxito en los negocios (su historial en realidad es variado) convence a sus seguidores de que sabe cómo hacer las cosas, al tiempo que su enorme fortuna personal lo presenta como incorruptible.
Una consideración importante para recordar, sin embargo, es que Trump se ha beneficiado por el tamaño del campo de juego. Cuando otros candidatos desaparezcan, la situación podría ser muy diferente. La capacidad de una figura del «establishment» —alguien respaldado por los líderes del partido, como el exgobernador de Florida, Jeb Bush, o el gobernador de Nueva Jersey, Chris Christie— para captar a los votantes quedará más clara solo después de que Iowa y Nuevo Hampshire hayan votado.
Los cristianos conservadores fundamentalistas —tradicionalmente una fuerza poderosa en las asambleas republicanas de Iowa— han estado respaldando en gran medida a otro candidato opuesto al establishment, el renombrado neurocirujano Ben Carson. Pero, como la campaña de Carson colapsó bajo el peso de su desconsideración hacia la política, Cruz emergió como la principal amenaza para Trump en las primeras contiendas.
Senador por Texas en su primer período, Cruz es inteligente, serio y desagradable. En el actual clima político, porta el desprecio de sus colegas del Senado —casi la mayoría lo detesta— como una señal de honor. Ese enfoque, junto con sus antecedentes como el mayor enemigo en el Congreso del Obamacare, y sus muestras de religiosidad, claramente están funcionando a su favor.
Quienes supusieron —y muchos lo hicieron— que Bush se alzaría con la nominación republicana, no estaban interpretando correctamente el barómetro político. El apellido Bush ya no es mágico y Jeb estuvo alejado de la política durante ocho años antes de presentarse a esta contienda. Además, las presiones que enfrenta un candidato nacional son muy distintas —tanto en términos de magnitud como de imprecisión—de las que enfrenta un gobernador. Sin embargo, hay quienes creen que es demasiado pronto como para descartar a Bush.
Podría decirse que el senador Marco Rubio, de Florida —un supuesto candidato del «establishment» que viene en ascenso en las encuestas— puede ser la excepción a este patrón hasta el momento. Pero, según su historial en el Senado, la etiqueta de «establishment» es debatible. Rubio, la personificación de un joven apresurado, tomó posiciones —por ejemplo, sobre el acuerdo nuclear con Irán— que han indignado a los líderes republicanos en el Senado.
La ingeniosa oratoria de Rubio y sus orígenes hispanos ponen nerviosos a los demócratas. Pero está siendo puesto a prueba como nunca antes y ha cometido algunos errores (incluso algo tan tonto como mostrarse con botas con tacos «cubanos», que lo hacían parecer un poco ridículo).
Del lado de los demócratas, las enormes multitudes que se están volcando a Bernie Sanders, quien se describe a sí mismo como demócrata socialista, también están motivadas en gran medida por lo que se percibe como una injusticia económica (generando un posible solapamiento —que Sanders ha notado— con los partidarios de Trump). No debiera sorprendernos que Sanders —una persona de peso, auténtica y desinhibida en cuanto a la necesidad de aplacar a los distintos grupos de interés del partido— esté generando un desafío tan fuerte para Hillary Clinton, la supuesta candidata demócrata desde hace mucho tiempo. Lidera la mayor parte de las encuestas en Nuevo Hampshire, que linda con su estado natal de Vermont, pero también algunas en Iowa.
Sin embargo, considerando las ventajas organizativas de Clinton (especialmente el abrumador apoyo de otros funcionarios demócratas) solo un evento dramático e imprevisible podría bloquear su camino hacia la candidatura del partido. Su mayor desafío en las primarias, sino en la elección general, puede ser una falta de entusiasmo: el apoyo a su candidatura, aunque extenso, carece de intensidad. De hecho, debido a que no cuenta con la profunda conexión con los votantes necesaria para lograr que actúen si se da una contienda pareja, su situación como favorita podría, paradójicamente, convertirse en su mayor debilidad.
Por Elizabeth Drew
Colaborador habitual de The New York Review of Books, autora de Reporte de Watergate y la caída de Richard Nixon .
Traducción al español por Leopoldo Gurman.
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