En este año electoral, algunas campañas plantean no solamente problemas éticos, en cuanto a la mendacidad, la mala fe o la falta de idoneidad moral, sino verdaderos problemas técnicos que no son imputables únicamente a los publicistas y los asesores de imagen. Se trata de problemas políticos que tal vez dejen a sus creadores y fogoneros con las manos vacías e inevitablemente salpicados cuando salgan por la culata los tiros mediáticos que han efectuado.
No nos estamos refiriendo a los trucos de imagen tan comunes en los spots publicitarios en donde los candidatos aparecen arengando actos multitudinarios que en realidad han sido “fabricados”. En efecto ya nadie se engaña en cuanto a que con determinado manejo de cámaras (planos cerrados y apuntados de arriba abajo), proliferación bien regimentada de banderas y carteles (que ocultan el “horizonte” y crean un conveniente movimiento para animar una escenografía estática), luces estroboscópicas, bengalas, bombas de brillantina y papel picado, consiguen multiplicar unas pocas docenas de asistentes hasta hacerlos parecer muchos cientos o miles de entusiastas (las cámaras siempre picadas pero de abajo a arriba). Por último queda el recurso, más costoso pero también más frecuente de lo que se piensa, mediante el cual se multiplican los seguidores y se desarrollan verdaderas explosiones visuales, al estilo de James Cameron en Avatar empleando buenos programas de “image enhancement”.
Hace muchos años, cuando las posibilidades de manipulación digital de la imagen era apenas una fantasía inimaginable, existían en el campo de la publicidad especialistas artesanales de la imagen. Un ejemplo era el de cierto tipo de técnicos cuyo arte consistía en crear imágenes apetitosas para la publicidad de alimentos y gastronomía. Ni que decir que para crear el registro de colores y texturas requeridos no se empleaban verdaderos comestibles sino sustancias diversas, incluso tóxicas. En estas esculturas gastronómicas, un pavo trufado o una ensalada eran esculturas muy coloridas pero incomibles. Se cumplía el objetivo de engañar al ojo y sobre todo al ojo de las cámaras que suele ser mucho menos complaciente que el ojo humano.
En estas trasmutaciones un enduido acrílico fungía de crema pastelera, la espuma de afeitar como merengue y plásticos diversos como frutos o vegetales que resistían horas de luces enceguecedoras sin marchitarse y producían avisos tentadores que los espectadores jamás serían capaces de reproducir en su cocina utilizando elementos naturales. Hasta aquí no hay misterio alguno y este “trompe l’oeil” puede ser tan antiguo como las pinturas rupestres o los murales de Pompeya. Siempre se trató de reforzar la relación que establece que lo que parece sabroso ha de ser sabroso.
La cosa cambia cuando el producto a vender es un candidato cuya apariencia debe ajustarse a un guión de campaña pero es todavía un recurso relativamente inocente. El “photoshop” plancha arrugas, borra manchas, multiplica el cabello, suaviza miradas. A veces se les va la mano. Precisamente ahora, cada vez que se navega en internet hay grandes posibilidades de encontrarse con estampitas de algunos candidatos que enristran sonrisas tan bondadosas que lindan la estulticia o bien parecen caricaturas pero esto es una cuestión de gustos.
Los publicistas se devanan el magín para producir spots que encubran la falta de propuestas serias o creíbles. Un precandidato presidencial de los blancos aparece corriendo una inane maratón por los campos y los parques con la cámara siguiéndole hacia un destino inexplicado. Su rival derramaba bondad y puericultura en muy ensayados y producidos diálogos con niños (aunque con argumentos hechos papilla para sus votantes adultos) hasta que alguien advirtió que el postulante hacía el ridículo y la pauta fue levantada.
Los estrategas de campañas duras manejan otro escalón temático: el catastrofismo. Todo está mal, inseguridad rampante, miseria y delincuencia, sistemático azuzamiento del miedo y el terror especialmente dirigido contra los jóvenes presuntamente perpetradores; miedo al futuro, crisis económica, debacle inflacionaria; crisis en la educación, educación pública en situación terminal; gobierno asistencialista que despilfarra dinero entre los atorrantes que no trabajan; salud ineficiente que abandona a los pacientes con enfermedades raras, etc.; oposición fundamentalista a cualquier obra de infraestructura o de largo aliento; ataque indiscriminado contra cualquier conquista social.
Esta estrategia (si es que se la puede denominar así) se apoya en la concepción que hacer oposición implica promover el “tanto peor, tanto mejor” para sus intereses. Este pesimismo, arraigado en el temor, es producto de la absoluta carencia de propuestas por parte de blancos y colorados. Nada tienen para ofrecer, o mejor dicho nada distinto que un retorno al pasado. Pintando el presente y el futuro con los colores más sombríos pretenden revivir el agónico remoquete: “todo tiempo pasado fue mejor”. Este desierto racional y emotivo, esta desesperación de los “contras”, no significa, necesariamente, que no puedan engañar a muchas personas.
El problema de los publicistas y políticos de la derecha es que no tienen alternativas. No pueden proponer un futuro distinto y las añejas promesas con que hacían política hasta fines del siglo pasado han perdido su dentadura postiza. Hay casos patéticos, por ejemplo el de los restos de las corrientes social cristianas decimonónicas que ahora, bajo el rótulo de “independientes”, no tienen otro motivo central para su campaña que evitar que el Frente Amplio alcance mayorías parlamentarias en las próximas elecciones nacionales. Su discurso tecnocrático está hueco y desolado porque ni sus publicistas confían en alcanzar una modesta masa crítica que les permita venderse al mejor postor como “el fiel de la balanza”.
Hasta aquí la peripecia de los comunicadores que tratan de ensayar el juego de la democracia con las armas propagandísticas clásicas: moldear y levantar la imagen de sus candidatos para darles credibilidad o atractivo; atacar al gobierno por todos los medios tanto por sus errores y limitaciones como por sus aciertos y sus avances, sobre todo por estos últimos. Esas son las recetas de la política que conocen y con las que han perdido dos elecciones pero nadie dice que no puedan darles resultado ahora si el partido de gobierno, sus actores, sus comunicadores, su militancia, sus simpatizantes, no aplican los antídotos oportunos en las dosis necesarias.
Sin embargo, hay otras líneas de acción que escapan a las reglas clásicas de la democracia y que tienen antecedentes muy oscuros y malignos. Se trata del ataque a ciertos valores fundamentales para la convivencia humana, entre ellos la solidaridad, la simpatía, la compasión. Desde la crápula de su despiadado egoísmo, Pedro Bordaberry o Jorge Batlle, lanzan sus críticas envenenadas contra dos iniciativas humanitarias del Presidente de la República: recibir a un puñado hombres liberados de terrible e ilícita prisión en Guantánamo y dar acogida a algún centenar de niños y familias sirias refugiadas de la guerra atroz que las ha expulsado de su país.
Estos políticos colorados han traspasado los límites éticos del “todo vale”. Contraponer agresivamente un gesto solidario que deberían tener todos los gobiernos del mundo con la atención de las propias miserias, con nuestros niños y familias sufrientes, es evidencia de la verdadera estatura moral de quienes profieren esas mezquindades. En realidad, estas iniciativas del Presidente de la República, les han servido a Bordaberry y Batlle para liberar todo su resentimiento, su rencor hacia lo que es diferente y para mostrar su verdadero ser. Nunca podrán entender la frugalidad de Mujica y es natural que sus impulsos nobles y solidarios sean interpretados por ellos como gestos calculados para conseguir un fin oculto, mezquino e inconfesable. Al fin es lo que ellos hacen.
El pueblo uruguayo, más allá de las diferencias que coexisten en su seno, parece haber mantenido uno de los valores que nos identifican: la solidaridad. Esto ha sucedido aún a pesar de las oleadas turbias del “hacé la tuya”, la maldición del egoísmo que derramó y derrama el capitalismo salvaje. Al fin se verá que esta faceta ruin del desprecio por los que sufren y el racismo que profesan estos capitostes es nada más que una de las caras, particularmente revulsiva, de un poliedro que contiene otras bajo el mismo signo: la baja de la edad de imputabilidad, la promoción de la impunidad a los perpetradores del terrorismo de Estado, la oposición a la despenalización del aborto, al matrimonio igualitario, al gasto social, a los impuestos redistributivos, a los que gravan las grandes superficies (impuesto de primaria a predios rurales), a la reglamentación de la marihuana, al MIDES, a los Consejos de Salarios, al SNIS, etc. etc.
Esa es la lógica que estos políticos practican. ¿Se les podría pedir otra cosa? Parece imposible. Estos lobos jamás se volverán vegetarianos. Ni siquiera pueden disimular su intolerancia, su desprecio por los derechos humanos, su ocultamiento del pasado en el que fueron actores responsables, su indiferencia hacia los sufrimientos que causa la pobreza, la indigencia, la violencia contra los más débiles, aquí o en cualquier lugar del mundo.
El sufrimiento no tiene fronteras, banderas, calles o barrios que lo contengan pero a personajes como estos, nacidos en cuna de oro, que nunca han conocido pobreza, desocupación, persecución, miserias de cualquier tipo, que nunca han sufrido preocupación económica alguna, que nunca han sentido temor sino tal vez de la justicia, criados entre guardaespaldas y capangas de la estancia, rodeados de adulones que rondaban aquellas presidencias y con sus familias y sus fortunas en mansiones exclusivas, se les ha embotado la sensibilidad si es que alguna vez la tuvieron.
Por el Lic. Fernando Britos V.
La ONDA digital Nº 673
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