CINE: “Yo, Daniel Blake”: El perverso darwinismo social

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Los devastadores consecuencias del neoliberalismo en su más cruda expresión constituyen el reflexivo disparador de “Yo, Daniel Blake”, el nuevo film ganador de la Palma de Oro del Festival de Cannes, del siempre iconoclasta realizador británico Ken Loach, uno de los creadores más críticos e ideológicamente comprometidos del presente.

Heredero del denominado “realismo social británico”, el octogenario director ha construido una sólida reputación en el cine de denuncia. En ese contexto, sus títulos más referentes son “Agenda oculta” (1990), “Riff Raff” (1991), “Lloviendo piedras” (1993), “Tierra y libertad” (1995), “La cuadrilla” (2001) y “El viento de que agita el prado” (2006), entre otros.

En esta oportunidad, el cineasta retoma la temática relacionada con la deprimida clase obrera de su país, en una película que desnuda todas las perversidades de un sistema que expulsa literalmente a los estratos más vulnerables de la sociedad.

Como otros films de su vasta producción, esta obra reafirma que las miserias del capitalismo no sólo impactan en los países periféricos como el nuestro, sino también en las eufemísticamente denominadas naciones desarrolladas.

En este caso, la víctima es Daniel Blake (Dave Johns), un carpintero sexagenario oriundo de Newcastle que padece una grave afección cardiaca, la cual, según prescripción médica, le impide seguir desempeñando trabajos pesados.

Sin embargo, el burocrático Estado contradice el diagnóstico y le ordena volver a trabajar, bajo la amenaza de suspenderle el subsidio por enfermedad. Incluso, para mantener ese beneficio debe dedicar treinta y seis horas semanales a buscar una nueva ocupación. De lo contrario, será sancionado con la retención del irrisorio estipendio que percibe.

La segunda exigencia es que debe documentar esa actividad, pese a que no posee manejo de herramientas tecnológicas, lo cual le imposibilita, además, gestionar un eventual empleo a través de las plataformas informáticas.

Su condición de “analfabeto digital”, como él mismo se define, lo expone al escarnio, la burla y naturalmente la marginación, a lo cual se suma su frágil estado de salud y su edad.

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Por Hugo Acevedo

En la mayoría de sus visitas a las oficinas estatales es sistemáticamente maltratado y hostigado, como si fuera un producto residual de una sociedad de mercado donde los obreros son meros engranajes del aparato productivo.

Esa es la compleja contingencia del protagonista, quien, pese a su ignorancia y escasa educación, tiene muy claro el concepto de la solidaridad de clase.

En ese marco, apoya a Katie (Hayley Squires), una mujer soltera con dos hijos de diferentes parejas, que está desempleada y requiere de los servicios de protección social para alimentar a su familia.

La relación entre ambos, que naturalmente no trascenderá a lo sentimental, se transformará en una suerte de epopeya compartida de lucha por la vida y la supervivencia en condiciones adversas. Es tan extrema la situación de estas dos víctimas de tan perverso modelo, que la mujer suele pasar hambre para seguir alimentado a sus hijos, como si se tratara de un país latinoamericano o africano.
Incluso, tampoco desestima la posibilidad de robar en un supermercado y hasta de degradarse en su dignidad, con tal de asegurar el indispensable sustento de sus vástagos.

Los dos protagonistas de esta peripecia existencial son desoladores ejemplos de una sociedad asimétrica y de una suerte de darwinismo social que condena a los desclasados a la miseria. La habitualmente soberbia Gran Bretaña con sus subyacentes ínfulas de imperio en decadencia y su rancia realeza de estirpe aristocrático, se derrumba bajo el demoledor alegato de un Ken Loach que sigue siendo implacable.

El propio título del film, “Yo, Daniel Blake”, es una suerte de metáfora de ese cuadro de marginación. En tal sentido, tan vez el más potente testimonio de la rebeldía del hombre es ese graffiti que pinta en el frente de la oficina pública que lo ha transformado en conejillo de Indias de prácticas realmente inhumanas.

Otra secuencia realmente patética es la clase de instrucción para la confección de un currículum a la cual asiste compulsivamente el hombre luego de vanos intentos de volver a trabajar, casi siempre en labores que exceden sus conocimientos y su capacitación.

La película convoca a múltiples reflexiones sobre las disfuncionalidades de una sociedad que se suele proclamar como modélica, en la cual parece una quimera la obtención de una pensión por invalidez.

Aunque pueda parecer paradójico, este beneficio si puede ser obtenido en nuestro país, que, pese a su condición de periférico, ostenta actualmente una legislación tal vez más avanzada que algunas naciones desarrolladas.

“Yo, Daniel Blake” es un testimonio realmente demoledor, que denuncia sin ambages la creciente deshumanización del mercado laboral y a los estados funcionales al poder hegemónico. Obviamente, la película corrobora también que el “paraíso” capitalista es una mera utopía y una falacia que nos venden las grandes agencias internacionales, que sólo aspiran a replicar modos de producción y hábitos de desenfrenado consumo en sus colonias económicas.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

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