CINE | “Días perfectos”: Una radical poética de la desolación

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La soledad, la rutina, el trabajo pesado y el conformismo son los cuatro desafiantes vectores temáticos de “Días perfectos”, el nuevo opus del referente cineasta germano Wim Wenders, que indaga en la intimidad de personas que habitan mundos clausurados por la indiferencia propia y por la de la sociedad en  la cual interactúan.

El aclamado realizador, que es una figura referente del “Nuevo cine alemán”, ha construido una sólida carrera artística, en el decurso de la cual ha plasmado, como pocos, los fenómenos del desarraigo y el exilio, que exceden largamente a las motivaciones políticas, en tanto pueden ser conjugadas en clave social. En ese contexto, ha incursionado con idéntica calidad y rigor tanto en el género de ficción como en el documental.

El director, escritor, actor, editor, productor, sonidista y fotógrafo ha cursado una carrera artística que abarca casi setenta títulos solamente como realizador, distribuidos a lo largo de más de medio siglo. Empero, en su filmografía, siempre insoslayable, destacan un puñado de obras maestras.
Al respecto, “El amigo americano” (1977), es un claro ejemplo de esa mixtura entre cine alemán y cine estadounidense, que rescata lo mejor de ambas escuelas narrativas. Este es un auténtico filme de culto, un neo noir pleno de crimen, suspenso y drama, en el que el autor hace gala de su gran sabiduría cinematográfica.

Este título corrobora sus múltiples influencias, desde el expresionismo hasta el policial negro clásico de los años cuarenta, todo impregnado de su singular impronta estilística.
En tanto, “El estado de las cosas” (1982) es una suerte de película dentro de otra película, que está concebida mediante un lenguaje experimental, pero no exento de un abordaje frontal e incisivo, que analiza la psicología de un grupo de personajes cautivos en un antiguo hotel abandonado, y de las tensiones que van surgiendo entre ellos mientras aguardan poder reanudar su trabajo.
Sin dudas, no le va en zaga “París, Texas” (1984), una auténtica obra maestra, fundamental para entender la visión del mundo del cineasta. Se trata de una historia conmovedora, visualmente bella y dramática, que, no obstante, no soslaya un mensaje esperanzador y compasivo, aunque se abstiene de toda postura complaciente.

Uno de los títulos realmente referentes de la extensa filmografía de Wenders es “El cielo sobre Berlín” (1987) , una fantasía alegórica protagonizada por un ángel, encarnado magistralmente por Bruno Ganz, que ensaya una mirada piadosa sobre el destino de la humanidad, mediante un formato visual poético, que impacta por su sublime belleza y su acento profundamente reflexivo. En este caso, no pasa inadvertida la ambientación en una ciudad que, en la década del cuarenta del siglo pasado, fue virtualmente demolida por los cañoneos del ejército ruso, en la última fase de la ofensiva bélica contra el nazismo.

En un recurso que no es nada casual, “Días perfectos”, film que estuvo nominado al Oscar que se otorga a la Mejor Película Internacional, categoría que ganó con absoluta justicia la monumental “Espacio de interés”, está ambientada en Tokío, otra urbe que fue arrasada por los bombardeos de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial, aunque corrió con mejor suerte que Hiroshima y Nagazaki, que fueron asoladas por el monstruo nuclear, en uno de los crímenes de guerra más perversos de la historia de la humanidad.

Empero, al igual que todo Japón, esta ciudad capital fue colonizada por los Estados Unidos, que, durante un tiempo, la sometió a una suerte de dominación imperialista y le trasfundió su cultura y su modelo de vida. No en vano, el otrora Imperio del Sol Naciente, más allá que conserve muchas de sus costumbres y tradicionales, es, en algunos aspectos, una réplica de la primera potencia económica y militar del planeta.

Empero, esa suerte de trasvase cultural no es perceptible en todas las generaciones, ya que primordialmente los japoneses mayores conservan mucho del legado de sus ancestros, que se resisten a la occidentalización compulsiva. En efecto, ni la irrupción de la tecnología de punta, que tiene en este caso el sello nipón, ha logrado desdibujar la identidad que un país que, hoy, en pleno siglo XXI, es una de las economías más fuertes del planeta.

Ese es el caso de Hirayama (Koji Yakusho), el protagonista de esta historia mínima, que usa un celular de hace más de veinte años y una cámara fotográfica también muy antigua, porque se resiste a ingresar en la posmodernidad y conserva muchas costumbres de sus lejanos ancestros.

No en vano, al igual que sus antepasados, duerme en el piso sobre un mullido tutón, sus muebles son pequeños y las puertas de su vivienda son corredizas. Se trata de una persona rutinaria, que todos los días hace lo mismo cuando se levanta: se afeita, riega las plantas, compra una gaseosa en una máquina expendedora emplazada en la puerta de su casa y aborda su furgoneta, en la cual se trasladará al primer baño público que deberá limpiar.

En efecto, se trata de una persona humilde, cuya tarea es higienizar los gabinetes higiénicos distribuidos en toda la ciudad, tarea que hace con singular esmero y rigurosidad. Su único compañero es Takashi (Tokio Emoto), una persona bastante informal e irresponsable, que suele llegar tarde y casi nunca está donde debe estar. Sin embargo, el protagonista nunca pierde la paciencia y exhibe todos los días un talante amable.

En efecto, este hombre casi no habla como si fuera mudo e incluso vive solo y nadie lo visita, como si no tuviera ningún familiar ni vínculo amistoso.

Cuando termina su extenuante tarea, todos los días concurre a los mismos bares y restaurantes de siempre, come lo mismo sin modificar un ápice su menú y, en sus ratos libres, se dedica a la lectura de libros de  William Faulkner o Patricia Highsmith. Aunque como se advierte es una persona cultura, no comparte ni sus conocimientos ni su riqueza interior con nadie.

Obviamente, termina su jornada naturalmente en su casa, se acuesta y repite, un día tras otro, la rutina de siempre, como si su vida no tuviera ni el más mínimo sentido fuera del trabajo, la alimentación y la lectura.

Se trata de una persona amable pero poco expresiva, como si guardara dentro de sí un secreto que no es posible revelar. Incluso, casi no gesticula, a excepción de esa tímida sonrisa tatuada en su rostro, que sólo cambia su semblante cuando está sentado en un parque, donde siempre saca la misma foto, obviamente en blanco y negro.

Se trata de un ser humano tan enigmático como sus compatriotas, quienes entran y salen vertiginosamente los baños que el hombre limpia, sin saludarlo ni mirarlo, como si no existiera. Esa actitud de indiferencia tiene dos lecturas posibles. No lo miran porque lo desprecian por el trabajo de baja calificación que desarrolla o porque están demasiado apurados para detenerse. Evidentemente, hay falta de educación y de empatía.

Así se visualizan todos los habitantes de Tokio, que parecen vivir para trabajar, renunciando a la posibilidad de entablar un diálogo o un mero gesto amistoso, que, en este caso, no parece estar en el manual de convivencia de los japoneses.

Realmente, la repetición de la rutina, que no es sólo patrimonio del protagonista, es el recurso al cual apela Wenders para retratar la vida gris de este hombre agobiado por la soledad hasta que, inesperadamente, alguien  irrumpe en su vida: Niko (Arisa Nakano), la sobrina e hija de su hermana Keiko (Yumi Aso), una mujer de clase alta que tiene chofer privado. ¿Por qué tanta asimetría entre las dos situaciones? Evidentemente, por la particular visión que tiene el hombre de la vida y, por ende, de un día perfecto, como elocuentemente enfatiza el título.

Si bien la presencia de la joven parece bienvenida, las diferencias entre ambos se tornan notorias. En efecto, ¿cómo se puede entender una chica que lo tiene todo a un hombre maduro que parece vivir en otra época y con tal grado de austeridad, ya que no tiene ni la menor idea qué es un iPhone, escucha clásicos de Lou Reed, The Kinks, Patti Smith, Otis Redding y Van Morrison en cassettes, saca fotos en blanco y negro, revela los rollos y archiva las copias. ¿Puede haber un espécimen más extraño para una chica de veinte años?

Sin embargo, contrariamente a lo que se podría pensar, la convivencia entre ambos durante un tiempo se torna bastante amigable, más allá que el hombre sea un taciturno antisocial. Incluso, para no sentirse sola y entretenerse la joven acompaña a su tío a su trabajo, lo cual fortalece un buen relacionamiento.

Empero, la primavera afectiva del protagonista dura poco y todo regresa a su curso normal, tan aburrido como siempre.

¿Qué lecturas puede ensayar un cinéfilo de una película en la cual aparentemente no sucede nada y todas las escenas se reiteran hasta el hartazgo? Realmente, muchas. En efecto, la primera conclusión es que, como en todos los grandes centros urbanos, las personas protagonizan una suerte de experiencia insular. Obviamente, eso es más notorio en el caso de las personas que no comparten su vivienda con familiares y otros afectos. La segunda y más trascendente lectura es la indiferencia y el apuro, de un país que hace del trabajo y la economía el centro de su presente.

Por supuesto, aunque el cineasta seleccionó Tokio para ambientar este relato, estas reflexiones pueden ser perfectamente aplicables a cualquier sociedad con modelo capitalista, cuyos habitantes corren sin saber a dónde y sin saber por qué, para engordar cotidianamente la producción y el eventual liderazgo de su país como nación desarrollada.

Si bien este filme no apela a ninguna referencia política, es claro que la propia actitud de los japoneses denota la impronta de una comunidad cuyos pobladores son funcionales al modelo de mercado, en su versión más radical y desaforada.

Aunque aparentemente no existen conflictos, una lejana sirena que ulula permanentemente trasunta la idea que en otro lugar algo está sucediendo: una enfermedad de urgencia, un grave accidente o bien un delito. Por cierto, aunque Japón es un país bastante homogéneo en el cual aparentemente no hay grandes diferencias sociales, no hay rincón del mundo que esté exento de conflictos.

Una escena realmente sugestiva situada estratégicamente en el final de esta película, es el encuentro entre el protagonista y un desconocido, quien padece una patología incurable y se despide de su ex esposa como si se tratara de un vigente amor. El diálogo entre estos dos hombres –ambos solitarios- recrea el milagro de la comunicación en una urbe tan fría e indiferente. Luego de intercambiar algunas palabras y, en plena noche, ambos celebran un juego casi infantil midiendo la altura de sus respectivas sombras, que, cuando las figuras humanas se mueven, incluso se superponen. Tal vez esta secuencia sea una de las más significativa de una película sin dudas singular, que es una suerte de poética de la desolación y la grisura, amplificada, incluso, por un marginal que vegeta sin techo por las calles de la ciudad, quien no parece estar en sus cabales.

“Días perfectos” es una alegoría sobre la posmodernidad en las naciones altamente industrializadas, cuyos habitantes parecen no disfrutar de la vida, en su vorágine cotidiana de búsqueda del lucro, que es funcional a la producción y a un sistema económico regido por la oferta y la demanda, que suele vaciar interiormente a los seres humanos de sensibilidad.

En ese contexto, los días perfectos a los que alude el título de esta película, son precisamente los de este protagonista, quien, a su modo, es feliz con muy poco: su trabajo, sus libros y las fotos en blanco y negro de un parque o de un mero rayo de sol que ilumina sus vacíos existenciales. Empero, esa felicidad subyacente también está habitada por el dolor, lo cual queda retratado en ese rostro lloroso del epílogo.

Al frente de un reparto actoral de sobrio desempeño, sobresale la magistral actuación protagónica de Koji Yakusho, que encarna a un personaje aparentemente gris y taciturno, cuya mínima gestualidad trasunta todo lo que siente y también lo que ama.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

FICHA TÉCNICA

Días perfectos (Perfect Days) Japón – Alemania 2023.

Dirección: Wim Wenders. Guión: Wim Wenders y Takuma Takasaki. Fotografía: Franz Lustig. Edición: Toni Froschhammer. Reparto: Koji Yakusho, Tokio Emoto, Arisa Nakano, Aoi Yamada, Yumi Aso, Sayuri Ishikawa, Tomokazu Miura. 

 

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