El conteo primario de votos de la Corte Electoral se convirtió en una pesadilla para muchos. Y terminó, sin exagerar, en casi una catástrofe política. La verdad es que ningún blanco esperaba esas cifras.
¿Qué pasó? En realidad no pasó nada que no fuera perfectamente previsible. La distribución de preferencias políticas en el Uruguay está prácticamente congelada desde el primer triunfo frenteamplista hace diez años. Y un año atrás teníamos el convencimiento de que nos esperaba un nuevo período de gobierno frenteamplista.
Si en los meses previos y, más aún, en los días previos a la elección, nos llenamos de ilusiones fue porque cometimos el error colectivo de confiar en las empresas encuestadoras que nos vendieron un buzón.
Todas afirmaron que el FA ganaría la primera vuelta sin mayorías parlamentarias y que blancos y colorados sumaban más que el partido oficialista.
La primera conclusión, es que las encuestas –al menos en el Uruguay- son tan científicas como el horóscopo.
Como me sé todos los cuentos, también conozco hasta el cansancio el cuento de la foto y la película. La encuesta es la foto de un momento determinado y no un pronóstico de futuro. Jamás se podrá probar que la foto estaba bien sacada, porque la vida continúa y “ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo río”, según las palabras que Platón le adjudica a Heráclito de Éfeso.
Con la notoriedad mediática que han adquirido los gurúes de la politología, se les ha inflado de viento la camiseta hasta grados ridículos.
No se limitan a señalar una tendencia que hipotéticamente podría llegar a ser una aproximación al estado de la opinión pública de cara a una futura elección. Van más lejos y dicen: “si las elecciones fueran mañana las ganaría fulano y el resultado sería tal o cual.
Claro esa afirmación tampoco puede probarse, así como tampoco podrá probarse nunca que la afirmación era falsa, ya que las elecciones no serán mañana, y mucha agua correrá por debajo de los puentes aunque la instancia electoral esté muy cercana.
Las encuestas no tienen nada de científico, aunque en sus cálculos intervenga una ciencia tan dura como las matemáticas. Esas matemáticas están al servicio de un insumo básico totalmente subjetivo. Se alimentan de respuestas de personas que pueden estar mintiendo, escondiendo, fingiendo, ocultando o simplemente ignorando lo que realmente harán el día de las elecciones.
Por razones sociológicas que están fuera del alcance de mis pobres conocimientos, en algunas circunstancias la gente está menos proclive que en otras a revelar su preferencia o a anunciar su voto. Durante mucho tiempo, ese voto silencioso -que yo llamaría oculto y misterioso- era clásico de los votantes colorados. Esa situación cambió drásticamente y ahora el voto oculto -¿vergonzante?- es del FA.
Lo cierto, entonces, es que la encuesta no es una foto de nada, sino apenas un retrato al carbón, dibujado por un ciego que tantea con sus manos el rostro a retratar. Claro, un ciego que dibuja muy bien y tiene gran imaginación.
Disculpe querido lector si he ocupado tanto tiempo en hablar de las encuestas que no tienen la culpa de los resultados, pero explican una frustración de la cual nos habríamos librado si nos hubiéramos guiado exclusivamente por nuestro olfato.
Hay un fantasma que recorre América Latina y que no desaparecerá de un día para otro por arte de magia. Ese fantasma es el populismo, que no es una ideología, sino una metodología. No es de izquierda ni de derecha –categorías políticas que considero anacrónicas y vacías de todo contenido actual- sino que recoge lo peor de ambos extremos en cuanto a desprecio por las reglas básicas del Estado de Derecho, la separación de poderes y valores tan elementales como el de la libertad.
El populismo es lo más parecido al fascismo. Es un método de creación y acumulación de poder mediante la inteligente explotación de las necesidades humanas, el miedo, y el odio.
“El populismo ama tanto a los pobres que los multiplica” y los vuelve parásitos del Estado. Ama también a los empresarios “amigos” cuya rentabilidad pasa a depender del humor del gobernante, en un círculo perverso que termina inexorablemente en corrupción.
Ama a las corporaciones sindicales que hacen política a favor del oficialismo pero simulan hablar desde la sociedad. Son jugadores que se entreveran en la tribuna y gritan desde allí sus propios goles, alientan a su propio equipo y, sobre todo, desvalorizan al rival.
El populismo, al igual que el fascismo confunde el Estado con el gobierno y el gobierno con el partido. De esta manera, todo el poder y el dinero del Estado se movilizan a favor del partido dominante. Y el propio presidente de la República –es claro que estamos hablando en este caso de José Mujica- se mete hasta la cintura en el lodo de la política para favorecer a su partido.
El populismo, entonces, es un método que utiliza la democracia mientras le sirve para enmascarar su verdadera condición. Esa falta de escrúpulos lo convierte en un fenómeno imparable, como ocurre en Venezuela, Nicaragua, Ecuador y Argentina, donde ya llegó más lejos. Logró modificar constituciones para perpetuarse, y sancionar leyes que coartan la libertad de expresión.
Es importante comprender que el populismo, dada la tradicional parsimonia uruguaya, camina lento en nuestro país y no ha llegado aún a los extremos que sin duda llegará si no nos despertamos de este letargo.
Y si finalmente logra el domingo 30 hacerse del gobierno y, en consecuencia, de las mayorías parlamentarias absolutas, tendrá el camino expedito para llevar adelante negociados como el de Pluna, Asse, Ancap, sin permitir que funcionen comisiones investigadoras parlamentarias. Tendrá el camino expedito para seguir hipotecando el futuro del país, aumentando la deuda externa y el déficit fiscal, comprometiendo la soberanía nacional, o llevando adelante atentados ecológicos como el que propone la empresa “amiga” Aratirí.
El resultado del balotaje ya no podrá arreglar el desastre de la elección de octubre, pero al menos puede crear un dique de contención a la atropellada populista y restablecer un mínimo de espíritu republicano y de sensatez política.
Por Aníbal Steffen
Columnista del Semanario La Democracia
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