El llanto de Julito se mezclaba con palabras que no parecían tener sentido.

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Julito entró como una tromba. La puerta metálica de la cocina acentuó el trueno de su grito-llanto. Nos despertó. Despertó toda la casa recién amanecida. Los 8 años de Julito gritaban su desconsuelo.

Teresa, su mamá no estaba.
No había venido a trabajar, no se habían escuchado los sonidos del trajinar de ollas ni el cálido repicar en la tabla de la verdura, ni los aromas a hervores y horneadas.
Ni siquiera el obligado hervor del tacho de leche que en la madrugada dejaba el lechero de siempre y con el cual, generalmente, mis hermanos y yo, despertamos.

El primero en reaccionar fue el menor, Tabaré, de su misma edad.
-«¿Y eso?»- dijo y se sentó en la cama.

El llanto de Julito se mezclaba con palabras que no parecían tener sentido.
No tenían sentido.
Aún hoy no tienen sentido.

Bajamos, los gurises, las escaleras primero, en calzoncillos, así como estábamos.
Nuestra madre, aferrándose una salida de cama a la altura del pecho, apuró adelantándonos.
Pronto ahogó aquel manojo de incomprensión, abrazándolo en su regazo.

-¡¿Qué pasó?! ¡¿Qué te pasó Julito?!- preguntábamos todos, rodeándolo.

Hipando, tartamudeando, venciendo aquello inconcebible para su corta edad que le oprimía la garganta y el pecho y todas las ideas que hasta hacía instantes estaban en orden, en una cocina fría y desierta de su madre pero cargada de la contención que su instinto sabía seguro con esta su segunda familia, fué desgranando lo terrible.

-¡Mi tío! ¡Mi tío! ¡El Nucho, mi tío!

Era el 25 de mayo de 1972 y en la otra cuadra la familia Batalla, una familia de albañiles, velaba al tío de Julito.

Yo tenía 16 años y desde ese día vivo con el desconsuelo de ese niño.
Y el mío propio.

Por Fernando Gallardo

 

 

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