La soledad, la indiferencia, la resignación, la ruptura vincular, la alienación explícita o soterrada y la demoledora culpa por observar pasivamente un conflicto fratricida y asumir una actitud prescindente, son los seis ejes temáticos que desarrolla “Los espíritus de la isla”, el removedor largometraje del realizador y guionista británico Martin McDonagh, que indaga en los siempre complejas intersticios de la conducta humana.
Esta coproducción británico- estadounidense, que estuvo nominada al Oscar como Mejor Película, es un retrato psicológico ciertamente contundente por su extrema dimensión dramática, que narra la historia de seres humanos que parecen vivir escindidos de la coyuntura histórica de su presente.
No en vano, conviven en una pequeña isla situada frente a Irlanda, país recurrentemente desangrado por cruentos conflictos políticos y bélicos. En este caso, el relato –que está ambientado a comienzos de la década del veinte del siglo pasado, coincide con una despiadada guerra civil entre facciones rivales. Previamente, se había dirimido la confrontación armada independentista anglo-irlandesa, que culminó con el establecimiento del denominado Estado Libre de Irlanda, bajo la égida de la corona británica.
Sin embargo, esta solución, que se acordó luego de un armisticio entre los bandos beligerantes, no zanjó las diferencias entre facciones antagónicas, lo cual desembocó en una dolorosa contienda fratricida, que se dirimió entre 1922 y 1923.
La confrontación tuvo como protagonistas al gobierno provisional que rubricó el tratado y al IRA (Ejército Republicano Irlandés), que proclamaba la independencia total de país y una ruptura con el imperialismo británico.
Luego, la historia es conocida. Esta organización guerrillera de extracción católica se mantuvo militarmente activa contra Inglaterra hasta la primera década del siglo XXI, cuando fueron rubricados los denominados Acuerdos de Viernes Santo del 28 de julio de 2005, que determinaron el cese del fuego definitivo.
Empero, la guerra entre irlandeses de comienzos de la década del veinte dejó sus secuelas, sus odios, sus traumas y sus rencores e impacto psicológicamente tanto a los contendientes como a los compatriotas que no participaron directamente en el enfrentamiento.
Es en esa compleja escenografía histórica que se inscribe el denso relato, poblado más de silencios que de palabras, de enojos, desencuentros y hastíos por vidas grises, rutinarias y carentes de proyectos y futuro.
En cierta medida, el argumento extrapola estas exacerbadas tensiones con la peripecia de los propios personajes, por la insularidad que supone la sorpresiva ruptura y distanciamiento entre dos viejos amigos, quienes, de un día para otro, se transforman en extraños.
En este caso, los protagonistas de la narración son Padric (memorable Colin Farreel), un humilde pastor que mora en una vivienda precaria junto a su hermana Siobhán (Kerry Condon), y Colm (Brendan Gleeson), un violinista ya viejo, viudo, cansado y solitario que habita una humilde casa en la costa y tiene la íntima convicción que su ciclo vital se está extinguiendo lenta pero inexorablemente.
Aunque son radicalmente diferentes, ambos amigos comparten diariamente rondas de ingesta de alcohol en el único bar disponible del pueblo, pero, abruptamente y sin razones que los justifiquen, el taciturno Colm decide dar por concluida la relación. Súbitamente, toda la escenografía se transforma en un misterio no exento de enojos y discusiones, por una decisión que a priori carece de todo asidero y provoca una lógica tensión entre ambos hombres.
En ese contexto, el maravilloso paisaje de esa isla ficticia o tal vez imaginaria, que podría simbolizar la ruptura entre los unionistas y los republicanos que luchan denodadamente en la desgarrada Irlanda, puede extrapolarse con el sorpresivo epílogo de la amistad entre los dos protagonistas.
Ahora, lo que antes eran rostros amables y que trasuntaban paz, se transforma en expresiones de enojo y de radical repudio, como si algo se hubiera roto en el interior del violinista, quien, pese a rechazar a su amigo, sigue animando las veladas nocturnas en la posada del poblado.
Esa inquietud se traslada al hogar del campesino y de su hastiada hermana, entre quienes existe una suerte de extraña relación muy similar a la de una madre con su hijo.
Se trata de dos seres humanos también solitarios y exentos de toda complejidad, que transitan su vida casi por inercia junto a una burra y un caballo, que por la noche duermen bajo techo como si se tratara de dos miembros más de la familia.
Otros dos personajes de esta puesta que tiene un formato cuasi teatral aunque transcurra en un inmenso paisaje verde pero a la vez rocoso, son Dominic Kearney (Barry Keoghan), un joven minusválido mental pero muy simpático y su padre Peador (Garry Lydon), que es el policía del pueblo y casi un dictador, quien le propiana permanentes malos tratos a su vástago.
Aunque estas dos personas no son parte del misterioso conflicto que separa a los dos amigos, igualmente alimentan esa suerte de realismo mágico que envuelve la trama dramática.
Mientras en la relación entre este chico tonto y su progenitor subyace la violencia física, el maltrato y el abuso contra un indefenso débil mental, la ruptura entre los protagonistas representa la violencia emocional.
Sin embargo, tal vez el personaje que ostenta una carga más simbólica y relevante sea la Señora McCormick (Sheila Flitton).
una extraña anciana que tiene mucho de bruja agorera, quien pronostica muertes y otras tragedias.
Sin mucho esfuerzo, ese tenebroso personaje nos recuerda a la corporizada Muerte que juega simbólicamente al ajedrez en una playa desolada con un soldado que regresa de Las Cruzadas, en la memorable “El séptimo sello” (1957), una de la obras cumbre del excéntrico pero genial maestro sueco Ingmar Bergman.
En esta mujer, que es realmente enigmática y parece rescatada de un cuento fantástico, hay algo que espanta a los lugareños, quienes tiemblan de pies a cabeza cada vez que ella habla.
Obviamente, en los habitantes de esta isla hay una superstición realmente enfermiza, naturalmente alimentada por los ominosos anuncios de este auténtico personaje femenino de leyenda.
Aunque aparentemente la paz reina en el ambiente, esta sensación de distensión es puramente artificial. En efecto, en lo más íntimo de la mayoría de los personajes subyace una suerte de furia contenida a punto de estallar en cualquier momento.
Esta atmósfera bucólica y a la vez pueblerina es, en realidad, una pantalla que oculta miserias y frustraciones, como la del anciano artista que observa, con indisimulado estupor, cómo se le escapa la vida y se obsesiona por componer canciones que le permitan pervivir en la memoria de su compatriotas.
Otro caso es el del humilde campesino, cuya vida no parece tener un destino cierto y más aun el de su hermana, quien, abrumada por el aburrimiento y por la grisura del lugar, acepta una oferta de trabajo para trasladarse a Irlanda. Aunque naturalmente le pesa dejar a su hermano solo, tiene la convicción que desea desarrollarse y ser feliz, aunque no sea en su solar natal.
Aunque no todos lo perciban, la depresión se apropia del lugar, de las consciencias de los lugareños, del demoledor peso de las rutinas y del vacío existencial de los habitantes del poblado.
En esas circunstancias, afloran la melancolía, que, según la definición de la psicología, es una suerte de depresión grave y una patología psicosomática crónica, que, en muchos casos, deviene en la autoeliminación.
Un ejemplo concreto es nuestro país, que el año pasado batió un nuevo récord de la dramática estadística de suicidios. Muchos de esos episodios de autoeliminación suceden en localidades rurales, donde el vínculo interpersonal es prácticamente nulo.
En este caso, tal como lo pronosticó la agorera, hay una muerte inesperada: la del chico discapacitado mental, cuyo fallecimiento es todo un misterio. Empero, es claro que todos los indicios conducen a que tomó la decisión de quitarse la vida para despojarse definitivamente del pesado karma de seguir vegetando en condiciones tan miserables, ya que es segregado por sus problemas mentales y hasta debe soportar permanentes burlas.
Este personaje, que a priori no es protagónico pero si resulta crucial para analizar esta película, representa igualmente el prototipo de los oscuros habitantes de esa isla ignota, poblada –como lo explicita el título- de los espíritus de los ancestros pero también de los que ya no están pero igualmente habitan la memoria de los vivos.
Sin embargo, tal vez el eje temático vertebral de este film sin dudas inclasificable, sea la culpa por hacer la vista gorda y no tomar parte a un conflicto armado que se dirime muy cerca e involucra a compatriotas, al punto tal que en el horizonte se observan cotidianamente las explosiones que estremecen a lo lejos a la flagelada Irlanda, recurrentemente dividida por el odio y el fanatismo religioso.
Esta isla, que tiene algo de “Underground” (1995), del controvertido maestro serbio Emir Kusturica, dista ciertamente de la utopía del filósofo británico Tomás Moro, que, en la imaginación del ilustre pensador, era una tierra donde reinaba la justicia, la paz, la concordia y el bienestar, despojada de inequidades sociales y de modelos de convivencia autoritaria.
En su febril imaginación, Utopía es un paradigma de felicidad colectiva, contrariamente a lo que sucedía en su Inglaterra, gobernada con prepotencia por un rey, Enrique VIII, que destacó por su crueldad, su patología crónica y por su abierto desafío al Vaticano. No en vano, fue el fundador de la Iglesia Anglicana.
A diferencia de la Utopía de Moro, aquí lo insular es sinónimo de incomunicación, de alienación y de violencia, a menudo explícita y, en otros pasajes, radicalmente soterrada.
“Los espíritus de la isla” es una película de superlativa calidad artística, que destaca por un guión inteligente, una fotografía de ambientes naturales que impacta por su subyugante belleza no exenta de abrumadora desolación y por la singularidad de sus personajes –grandes actuaciones protagónicas Brendan Gleeson y Colin Farrell- algunos simples y otros complejos.
No faltan en este largometraje que mereció sin dudas mejor suerte en la ceremonia de entrega de los premios Oscar, algunos toques de humor bien negro de sesgo cuasi surrealista, que nutren la psicología del absurdo de seres radicalmente infelices, que no dudan en castigarse a sí mismos con el propósito de purgar sus culpas y espantar a sus demonios interiores.
FICHA TÉCNICA
Los espíritus de la Isla (The Banshees of Inisheri). Irlanda-Reino Unido-Estados Unidos 2022. Dirección y guión: Martin McDonagh. Fotografía: Ben Davis. Edición: Mikkel E.G. Nielsen. Música: Carter Burwell. Reparto: Brendan Gleeson, Colin Farrell, Barry Keoghan, Kerry Condon, Pat Shortt, Gary Lydon y Sheila Flitton.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
(Síganos en Twitter y Facebook)
INGRESE AQUÍ POR MÁS CONTENIDOS EN PORTADA
Las notas aquí firmadas reflejan exclusivamente la opinión de los autores.
Otros artículos del mismo autor: