Los estragos provocados por la guerra y el autoritarismo, la pobreza, la violencia patriarcal y el comienzo del épico proceso de emancipación femenina son los cuatro ejes temáticos de “Siempre habrá un mañana”, la formidable comedia dramática de la actriz, directora y guionista italiana Paola Cortellesi, que indaga, con acento crítico, en los patrones de convivencia de una sociedad gobernada por el machismo más radical y recalcitrante.
Este film, íntegramente rodado en blanco y negro y mediante una estética similar a la de producciones italianas de mediados del siglo pasado, está ambientado en 1946, un año después de la definitiva caída del fascismo y del epilogo de la Segunda Guerra Mundial, que asoló al Europa entre 1939 y 1945, y dejó un trágico saldo de sesenta millones de muertos, entre civiles y militares.
En el caso concreto de Italia, el estigma más severo fue la pesadilla del fascismo, que liderado por Benito Mussolini, sojuzgó a la población entre 1922 y 1943. Después, luego de la invasión de Alemania tras el derrocamiento del dictador, se instaló la denominada Republica de Saló, que también fue encabezada por Mussolini hasta 1945, aunque ya la guerra estaba perdida.
En ese contexto, los aliados que derrotaron al eje integrado por la Italia fascista, la Alemania nazi encabezada por el paranoico dictador Adolfo Hitler y el imperio Japonés, tomaron el control del país y se instalaron allí, a los efectos de administrar el proceso de reconstrucción y el tránsito hacia la democracia.
Por supuesto, por entonces esta nación europea –que soportó el autoritarismo de un régimen criminal y la tragedia de la guerra- padecía desgarradores cuadros de pobreza extrema y había un riguroso racionamiento de alimentos. Ese era el cuadro de situación de un país que, en el pasado, durante el auge del imperio romano, gobernó el mundo conocido en la antigüedad y que siempre ha destacado por la cultura en sus diversas expresiones: música, pintura, literatura escultura y, naturalmente, cine.
Durante la dictadura de Mussolini, al igual que en la Alemania nazi, todas las expresiones culturales estaban rígidamente controladas por el Estado. Sin embargo, en 1937, paradójicamente, en plena dictadura nació Cinecittá, un inmenso complejo de arte audiovisual proyectado por el arquitecto Gino Peressutti, que cuenta con 73 edificaciones, de las cuales 21 son estudios cinematográficos.
Por entonces, el cine italiano era un cine oficial, porque cualquier expresión independiente estaba rigurosamente prohibida. En ese contexto, más allá de su eventual calidad artística, todas las películas eran panfletarias y, por ende, idealizaban al régimen fascista, que a su vez abrevaba del glorioso pasado del imperio romano. El trabajo audiovisual de la época abundaba en apócrifos dramas de impronta nacionalista o en comedias meramente costumbristas, que jamás abordaban la problemática real de las personas.
Empero, esa suerte de mordaza que amputaba la creación desapareció con la caída del régimen y la instalación de la republica italiana, que restituyó el derecho de los italianos a ser dueños de su propio destino y el de los artistas a dar rienda suelta a su creatividad, sus inquietudes y sus ideas.
Eliminada la censura y la prohibición de abordar desde el punto de vista temático los problemas que aquejaban a la población, nació una corriente cinematográfica que escribió la mejor historia del cine italiano de posguerra: el neorrealismo.
Esta vertiente, que decantó rápidamente hacia un cine de denuncia, visibilizó particularmente las dramáticas secuelas de la dictadura y la guerra: la miseria social, la pobreza y el desempleo, entre otras lacras heredadas del período más oscuro que padecieron los italianos.
Los precursores y auténticas figuras señeras de esta escuela cinematográfica que con matices mantiene hasta hoy plena vigencia, fueron Roberto Rossellini, cuyo filme emblema, “Roma, ciudad abierta” se considera el primer exponente del movimiento, y otros paradigmáticos maestros de la talla de Vittorio De Sica, Federico Fellini y Luchino Visconti, por citar apenas cuatro de tantos realizadores referentes.
Aunque existe naturalmente una fuerte identificación entre la posguerra y este movimiento realmente revulsivo, que marcó su impronta y su cenit hasta entrada la década del sesenta del siglo pasado, varios cineasta posteriores recogieron el legado para seguir creando cine de calidad y de superlativo realismo, que reflejara, como en una suerte de espejo, los problemas cotidianos de la gente, con sus dramas, sus alegrías, sus desvelos y sus sueños.
Más allá de la auténtica invasión del cine de industria, con su parafernalia de acción desenfrenada, sus efectos especiales y su pesado bagaje de tecnología, que suele seducir a las audiencias, en particular a las más jóvenes, el cine con el sello del neorrealismo sobrevive felizmente hasta el presente.
Aunque a priori se podría afirmar que las producciones que van en esa línea están destinadas a paladares exigentes y cultos, aun hay un nicho, nada pequeño, que es receptivo a esta impronta artística sin dudas intransferible.
Un ejemplo muy reciente de esa vigencia es “Extrañeza” (2022), del realizador italiano Roberto Andó, que aborda las vicisitudes del célebre dramaturgo Luigi Pirandello, uno de los más célebres cultores del teatro realista, quien fue un innovador de la técnica escénica que, aunque pueda parecer paradójico, ignoró los cánones del propio realismo en su vasta producción.
La impronta teatral de esta película que yo reseñé hace dos años para este portal periodístico, está presente en “Siempre habrá un mañana”, de la actriz, autora, cantante y directora italiana Paola Cortellesi, quien en esta oportunidad debuta en la dirección y ciertamente de la mejor manera.
Sin dudas, uno de sus grandes méritos es desempeñar el doble rol de directora y actriz protagónica, en un relato rodado en riguroso blanco y negro, que recoge el mejor legado del neorrealismo puro, desde su estética visual hasta su ambientación en la década del cuarenta.
Obviamente, fiel a la premisa de perpetuar y hasta replicar la arquitectura creativa del neorrealismo italiano con todas sus singularidades, este largometraje mixtura el drama con la comedia más desenfadada.
La protagonista de esta historia de ficción ambientada en 1946 en una Roma ocupada por tropas norteamericanas, es Delia, una mujer abnegada y trabajadora, que está casada con un hombre rústico y violento y tiene tres hijos, uno de los cuales es una adolescente y dos son varones y niños.
En ese marco, la mujer padece los desmanes de su marido que, apoyado por su enfermo padre, que es tan machista como él y pasa todo el día acostado, ejerce una agresión permanente contra su esposa, quien soporta, casi sin pestañear, los desmanes de su bruto marido. Incluso, además de laborar fuera de su casa cuidando enfermos, dando inyecciones a domicilio y hasta reparando paraguas en un comercio, cumple igualmente con las tareas domésticas y es tratada como una auténtica sirvienta.
Es, a la vez, ama de casa –uno de los oficios más dignos- y una mujer que gana dinero fuera de su hogar, aunque el marido-que además de un tirano es un estafador- le quita lo recaudado, como si se tratara de un mero proxeneta. Sin embargo, esta valiente fémina se las ingenia para ocultar y guardar parte de lo cobrado por sus servicios, porque, pese a que tiene una actitud sumisa, en su interior alberga algún sueño de emancipación.
Por supuesto, las golpizas son permanentes, ya que cualquier pretexto vale para que el hombre ejerza desmedida violencia contra su esposa. Sin embargo, la realizadora se las ingenia, con mucha inteligencia, para reducir los decibeles del eventual impacto provocado por los golpes, ideando una suerte de coreografía, que mixtura lo grotesco con un humor de naturaleza intransferiblemente satírica.
Este novedoso recurso artístico para nada invisibiliza la violencia machista. Sólo la atenúa y la torna menos indigerible. Sin embargo, el mensaje es bien claro y explícito, porque nadie reacciona frente a esos desmanes, incluyendo a los vecinos de la familia.
Evidentemente, por entonces, la violencia doméstica estaba absolutamente naturalizada, por lo cual era habitual que el hombre agrediera impunemente a su mujer, porque no existía la figura penal de violencia doméstica. Si bien la norma no evita desmanes y tampoco los femicidios, transforma lo que otrora era natural ahora es un delito, lo cual supone un avance sustantivo en materia de derechos y de convivencia.
El relato, cuyos personajes responden en todos los casos a las pautas del mejor cine costumbrista, discurre a través de otros andariveles, como el fortuito vínculo que mantiene la protagonista con un soldado norteamericano negro, que genera algunos de los momentos más hilarantes, ya que sólo se entienden por señas, los encuentros en secreto sin sexo ni besos con un mecánico, que es un frustrado amor, y alguna pulsiones emancipadoras, como compartir un cigarrillo con una amiga, naturalmente en absoluta reserva.
Una de las secuencias más disfrutables, por su fino humor de doble intención, es el almuerzo con la familia del novio de la hija adolescente. En efecto, se trata de una fauna pequeño burguesa, que ostenta la propiedad de un próspero comercio barrial. Es decir, son los “ricos” en una comunidad de pobres. Obviamente, la cocinera y “sirvienta” del insólito encuentro es la infortunada protagonista.
En ese marco, afloran, mediante un acento desaforadamente irónico, las radicales diferencias entre clases sociales, que se expresan en miradas o meras actitudes de desprecio de los invitados, como, por ejemplo, negarse a beber el vino que sirve el anfitrión. En ese caso, el hombre siente en carne propia la segregación, pero padece en silencio, ya que, en caso de concretarse, será un casamiento por conveniencia.
Aunque no hay violencia explícita, salvo una misteriosa explosión que iguala socialmente a todos los habitantes del barrio y malogra algunos planes, la agresividad de la cultura patriarcal y la segregación de clase se erigen en los dos núcleos dominantes de la historia, que destila crítica por donde se le mire.
En tal sentido, el tercer núcleo de reflexión de esta exquisita película sería el comienzo del largo, doloroso pero esperanzador proceso de emancipación femenina, que sólo se insinúa en algunas actitudes casi imperceptibles y en un hito histórico: la consagración del derecho al voto.
Por entonces, aun se visualizaba como muy lejos que las mujeres, por lo menos en algunas sociedades del planeta, alcanzaran el mismo rango de derechos que los hombres, como se puede observar relativamente en la actualidad. Empero, con respecto a lo que concierne a nuestro Uruguay, esa posibilidad parece aun algo lejana, pese a los avances registrados en los últimos años.
Este es, sin dudas, el ángulo más político de la película, además de la insoslayable referencia a la Italia ocupada, que parió el comienzo de la fase más álgida del imperialismo yanki, que comenzó a asentarse en la Europa de la posguerra con el denominado Plan Marshall, cuyo propósito fue reconstruir las economías del continente asolado por la hecatombe bélica y, concomitantemente, detener el avance del comunismo y de la influencia de la URSS. Así lo sugiere en este relato la presencia de las tropas de ocupación, que pervivió en el tiempo con la fundación, en 1949, de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, una alianza militar de potencias occidentales que ha perpetrado numerosos actos de agresión contra terceros países.
Más allá de su mero formato de comedia dramática, “Siempre habrá un mañana” es una película de impronta testimonial, que visibiliza temas siempre candentes como la violencia doméstica, la aun vigente cultura machista y patriarcal y las diferencias de clase, mediante una estética que homenajea al mejor legado del neorrealismo italiano. Sin embargo, exhibe un mensaje esperanzador, acerca de la ansiada emancipación femenina.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
FICHA TÉCNICA
Siempre habrá un mañana. Italia 2023. Dirección: Paola Cortellesi. Guión: Paola Cortellesi, Furio Andreotti, Giulia Calenda. Fotografía: Davide Leone. Edición:Valentina Mariani. Reparto: Paola Cortellesi, Valerio Mastandrea, Romana Maggiora Vergano, Emanuela Fanelli, Giorgio Colangeli, Vinicio Marchioni, Alessia Barela y Francesco Centorame.
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