El miedo como una patología obsesiva, la radical decadencia de la empatía y la sensibilidad y la inteligencia artificial como aporte sustantivo a la mejora de la calidad de vida pero también como mecanismo de control y hasta como eventual sustituta de la mano de obra humana, son los tres potentes ejes temáticos que desarrolla “Amor sin tiempo”, el revulsivo y ciertamente muy original film del realizador francés Bertrand Bonello, que indaga, con superlativo vuelvo incluso hasta filosófico, en el inescrutable misterio de los afectos y en la multidimensionalidad del tiempo.
Esta película mixtura la ciencia-ficción con el drama, el género romántico y hasta con el cine psicológico, en tanto aborda tres temas que están cada vez más presentes en la agenda de los psicoterapeutas de la tercera década del siglo XXI, que luego de la pandemia han visto desbordados sus consultorios, por pacientes aquejados de miedo, soledad y la patología emocional mayor de nuestro tiempo, que es el trastorno de ansiedad generalizado.
En efecto, durante la fase más álgida de la epidemia planetaria, que transcurrió a nivel global entre 2019 y 2022, la humanidad entró virtualmente en pánico, no sólo por el temor a enfermarse o a morir sino también por el aislamiento.
Por lo menos en Europa y en varios países de América, los gobiernos decretaron un encierro compulsivo, que demolió radicalmente la arquitectura vincular de las sociedades.
Incluso, los familiares de los enfermos internados en centros de tratamiento intensivo, perdieron total comunicación con sus afectos y hasta se vieron impedidos de despedir a los muertos.
Fue una tragedia de proporciones, que solamente logró mitigar el acelerado avances de la ciencia, la cual concibió una vacuna en tiempo récord para enfrentar al letal virtud del Covid 19, aunque siempre quedó la duda sobre si la epidemia fue provocada y el antídoto ya estaba preparado, como parte de una conspiración destinada a engordar las cuantiosas ganancias de la poderosa industria farmacéutica.
Lo cierto es que las secuelas fueron, en algunos casos, el debilitamiento del sistema inmunológico de los infectados y, obviamente, las mayores vulnerabilidades emocionales.
Por supuesto, el correlato es el miedo a volver a enfermarse y, a nivel de la humanidad toda, que no aprendió la lección, el incremento de las asimetrías sociales, del egoísmo y de la mezquindad, porque la mayor disfuncionalidad reside precisamente en un sistema de acumulación capitalista que se explicita, cada vez más, en su versión más despiadada y salvaje.
Por supuesto, salvo excepciones y esporádicos esfuerzos solidarios, la sensibilidad parece estar en su momento de mayor crisis. Este es otro de los temas que aborda este novedoso largometraje, mediante una mirada intransferiblemente orwelliana.
Quienes leyeron el clásico “1984”, del autor británico George Orwell (1949) y visionaron la película homónima del cineasta Michael Radford, tienen claro que se trata de una ficción distópica ambientada en un futuro próximo, en el cual los países ya no existen, se agrupan en meros continentes y son gobernados por una dictadura, que los somete precisamente mediante el miedo. En ese marco, los ciudadanos están expuestos a un panóptico, en un contexto en el cual el relato de la historia está groseramente tergiversado y la verdad fue radicalmente abolida.
Por supuesto, el amor y los sentimientos han dejado de existir y son penalizados, al igual que en “Amor sin tiempo”, cuyo título en lengua francesa es “La bestia”, que está inspirada libremente en “La bestia en la jungla”, un relato de Henry James que Marguerite Duras adaptó para el teatro.
En realidad, la bestia a la que alude precisamente este film es el miedo, el terror profundo a lo desconocido y el temor a sentir, porque, al igual que en la génesis literaria orwelliana, los afectos están crudamente penalizados en 2044, la tercera dimensión temporal en la cual se desarrolla la narración, que también está ambientada en 1910, en París, y en 2014, en Los Ángeles.
El descaecimiento de la sensibilidad, concretamente de los afectos, fue precisamente uno de los factores dominantes de los tiempos de pandemia, cuando amar era sufrir más. Es decir, en muchos casos, nos acostumbramos a sufrir y en otros a no sufrir por quienes amamos. En consecuencia, muchos de nosotros nos enfermamos de la patología de la indiferencia que es, sin dudas, la falta de empatía por el otro y de compromiso con quienes más sufren.
En esta película realmente inusual, el realizador galo trabaja con la multidimensionalidad, con dos personajes que se cruzan en tres épocas diferentes de la historia, en una suerte de ejercicio pseudocientífico concebido precisamente por la inteligencia artificial. En esas circunstancias, la historia tiene un inicio impactante, cuando la actriz Gabrielle Monnier (Léa Seydoux), interpreta una escena ante un fondo verde de croma. El único objeto real es un cuchillo que debe tomar en una de sus manos para protegerse de una amenaza que se incorporará después digitalmente y que los espectadores no vemos: es la bestia jamesiana. ¿Qué es esa bestia? En realidad, pese a que carece de cuerpo, de forma y de voz, realmente existe. Es el temor a algo que no se conoce, pero se sabe que está presente. Es el peor de todos los miedos, porque es el terror psicológico. ¿Cómo combatir algo que no se ve y, por ende, no se sabe qué riesgo representa para la persona?
Todo es parte de un procedimiento médico que purifica el ADN, con el propósito de eliminar los supuestos traumas padecidos en eventuales vidas pasadas y despojarse de las emociones. En efecto, mientras la mujer no pierda la capacidad de emocionarse, no estará plenamente curada y seguirá siendo sometida a este tratamiento sin dudas perverso.
La conclusión es que la única estrategia para abolir el dolor emocional y previamente abolir las emociones, el amor, la empatía, la capacidad de extrañar al otro, la capacidad de solidarizarse con el otro y, en definitiva, la cualidad de sentir, es esa terapia cuyo objetivo es extirpar de la psiquis de las personas nada menos que la capacidad de humanizarse y humanizar.
Salvando las diferencias, es un tratamiento muy similar al cual era cometido Alex DeLarge, el protagonista de “La naranja mecánica” (1962), la novela del autor británico John Anthony Burgess Wilson, que fue adaptada magistralmente al cine en 1972, por el maestro Stanley Kubrick. En ese caso, un sofisticado criminal era sometido a una “cura” de su violencia, mediante un tratamiento que consistía precisamente en obligarlo a ver películas de violencia desmedida. El protagonista llegaba a experimentar malestares físicos y psicológicos, que le impedían, luego, cuando recuperó su libertad, golpear a una persona o violar a una mujer. Ese método de control era aplicado también por un gobierno autoritario, que no dudaba en enrolar delincuentes en la Policía, luego de haberlos amnistiado. Eso les permitía no sólo reprimir a sus anchas, sino también cometer toda suerte de excesos.
A diferencia de este método, que extirpaba la violencia mediante una dosis aun más desmedida de violencia, en este caso la apuesta es extirpar los sentimientos, mediante una suerte de fármaco psicológico operado por la inteligencia artificial.
En ese contexto, la protagonista viaja imaginariamente en el tiempo y el espacio, para encontrarse con su enigmático amante, en 1910, en la esplendorosa París de la Belle Epoque, que se extendió hasta 1914, cuando se iniciaron las hostilidades de la denominada Gran Guerra o Primer Guerra Mundial, que fue la primera y devastadora conflagración europea del siglo XX. En esta dimensión, Gabrielle Monnier alterna con la alta sociedad de la época, entre los oropeles de la riqueza y el dispendio y la decadencia de una clase social que mixturaba la nobleza del más rancio abolengo con la alta burguesía.
La fascinación que ejerce este desconocido en la mujer, es la clave para entender un amor que muta sucesivamente en diversos tiempos y espacios geográficos y espaciales. Por supuesto, esos encuentros no concertados se reiteran más de un siglo después en 2014, en pleno siglo XXI, pero ahora en la ciudad norteamericana Los Ángeles, estado de California, una urbe vestida, hace casi un siglo, por los mágicos ropajes de la mítica fábrica del sueños de Hollywood, la gran meca del cine de industria.
En todos los tiempos y dimensiones hay una presencia extraña, que es imperceptible, como si se tratara de un incorpóreo fantasma, que no está pero realmente está, porque si bien no es posible visualizarlo, igualmente se transforma en una inquietante presencia. En realidad, la que lo crea es la propia protagonista, con sus miedos y sus temores al inminente advenimiento de algo malo y ominoso. En estas secuencias, que son recurrentes en el transcurso de este relato, afloran elementos simbólicos que entretejen los tres eslabones temporales y espaciales del relato, como la presencia de muñecas de diversos diseños y formas y hasta de palomas, que según investigaciones que tienen más de mito que se ciencia, ostentan la capacidad de pronosticar tornados, erupciones y otras catástrofes climáticas o ambientales.
En tanto, en el tercer peldaño temporal, que transcurre en 2044, es decir dentro de dos décadas con respecto al presente, todo es controlado y la libertad ha sido radicalmente abolida, en aras supuestamente de la pública felicidad. ¿En qué consiste esa felicidad? En no sentir, ya que el que experimenta sentimientos es sometido a un tratamiento reeducativo, para no sufrir, como esa mujer negra que la acompaña- como compañera o tutora- que no es una mujer sino una suerte de ilusión. Fue parida por la ciencia, no siente miedo, no ama ni tampoco teme morir.
Es muy obvio que se trata de una radical paradoja, porque es casi imposible que alguien que no siente, no goza ni padece pueda experimentar la felicidad y la plenitud de estar vivo.
¿Qué relación tiene este cuadro desolado de la ficción con lo que vivimos en la tercera década del tercer milenio? Realmente, mucha. En efecto, si antes de la pandemia estábamos limitados en el ejercicio de nuestra libertad individual y también colectiva, ahora estamos obviamente mucho más limitados.
Por supuesto, esta ausencia de libertad no está solamente relacionada con los restricciones que imponen los gobiernos con sus rígidas normas jurídicas y por la hegemonía del mercado que nos secuestra y nos gobierna entre bambalinas, sino también por un nuevo fenómeno que afloró, nuevamente, a raíz de la pandemia: el miedo y el terror pánico a enfermarnos física y emocionalmente.
¿Cuál es el mayor miedo que nos controla y nos somete? El mismo miedo que experimenta la protagonista. Es el miedo a la incertidumbre y al no saber qué sucederá y, por supuesto, no saber hasta cuándo estaremos en este mundo.
Si bien el tema de la muerte no es central en este largometraje, sí lo es el de la supervivencia, porque, en este caso, la inteligencia artificial permite a la mujer viajar a través del tiempo, en una suerte de soterrada y simbólica apelación al budismo. Por cierto, el renacimiento o la reencarnación es uno de los soportes de esta religión, conjuntamente con el karma y el nirvana.
“Amor sin tiempo” conjuga dos fenómenos universales. Uno de ellos, que es el amor, está limitado por la persistencia de nuestras emociones, pero también por nuestras decisiones. Es decir, también pasa por lo racional. En cambio, el tiempo fluye en forma incesante, y marchita todo: nuestra juventud, nuestra vida y nuestras esperanzas, aunque, si tenemos firmes convicciones, no marchita nunca nuestras utopías.
Empero, para interpretar cabalmente esta propuesta en su hondo simbolismo, es menester tomar el título en francés, que es “La bestia”. Aunque uno pueda asociar la bestia con la muerte, yo prefiero asociarla con el miedo y particularmente con la incertidumbre, en una suerte de apelación que remite a nuestras creencias ancestrales, pero también a la mitología. Es, a partir de la pandemia, que aflora nuestro miedo a no sobrevivir por la irrupción de un virus desconocido para el cual- aparentemente en un comienzo no había antídoto ni vacuna- pero también nuestro miedo a no ser protegidos, aunque para ello debamos renunciar a nuestra libertad, a nuestra capacidad de discernimiento y, en definitiva, a nuestros sentimientos.
En ese contexto, es realmente formidable la actuación protagónica de la gran actriz Léa Seydoux, quien sabe trasuntar, con su rostro y toda su anatomía, las estremecedoras sensaciones de un ser humano que vive aterrorizado y que se niega a dejar de sentir y, en definitiva, a dejar de amar, en una ficción distópica impregnada de metáforas y simbolismos que retratan la condición humana, con sus escasas fortalezas y sus dramáticas vulnerabilidades.
Por Hugo Acevedo
FICHA TÉCNICA
Amor sin tiempo (La Bête). Francia 2023. Dirección: Bertrand Bonello. Guión: Bertrand Bonello, Guillaume Bréaud, Benjamin Charbit. Fotografía: Josée Deshaies. Música: Bertand Bonello. Edición: Anita Roth. Reparto: Léa Seydoux, George Mackay, Elina Löwensohn, Guslagie Malanda y Weronika Szawarska.
(Síganos en Twitter y Facebook)
INGRESE AQUÍ POR MÁS CONTENIDOS EN PORTADA
Las notas aquí firmadas reflejan exclusivamente la opinión de los autores.
Otros artículos del mismo autor:
- “Parthenope, los amores de Nápoles”: La apología de la libertad amatoria
- “Montevideo inolvidable”: Entre la nostálgica grandeza y la decadencia
- “El fruto del árbol sagrado” La tóxica patología del fanatismo
- “Las vidas de Sing Sing”: El arte como sanadora evasión
- “No other Land”: El drama de los insiliados palestinos