La resistencia al control social estatal, el confinamiento voluntario, la soledad, el amor y la muerte son los cinco ejes temáticos de “Crisis”, la película testimonial de los cineastas uruguayos Adriana Nartallo y Daniel Amorín, que indaga en los inescrutables mecanismos psicológicos de personas sometidas a un inédita situación dramática y al estrés y la ansiedad provocadas por el temor a enfermar de un virus letal e incluso a fallecer.
Este es el segundo film de producción nacional que pone en el foco la pandemia de coronavirus que afectó a nuestro país entre 2020 y 2021, que concitó algunas reacciones contradictorias en parte de la población, sobre las cuales no corresponde abrir juicios de valor, porque, más allá de eventuales consecuencias, la libertad es libre. La primera película es, naturalmente, “Ni siquiera las flores”, que ya reseñamos para este portal informativo.
Obviamente, cuando nos referimos a la libertad no estamos aludiendo a la parodia de la libertad responsable pregonada por el gobierno de la época, que lanzó una auténtica campaña de terror mediático, a los efectos que los ciudadanos se vacunaran.
Aunque naturalmente la inoculación no era obligatoria, la prédica oficial transformó a las personas que omitieron vacunarse en una suerte de renegadas, que fueron rechazadas y segregadas.
Por supuesto, nunca sabremos a ciencia cierta si la vacuna es o no efectiva por falta de información, ya que el contrato rubricado con la multinacional proveedora del producto fue estrictamente secreto. No obstante, sabemos que el Estado pagó un precio muy superior a su valor de mercado, lo cual alienta lógica suspicacias, más allá que nadie indagó en un tema que era considerado tabú.
No obstante, lo inocultable, que debe ser reiterado, son los estragos sanitarios provocados por la enfermedad, con más de 7.000 fallecidos. Muchas de esas muertes pudieron haber sido evitadas, si el gobierno hubiera dado respuestas más efectivas a la emergencia.
Por supuesto, en material social, las consecuencias son inocultables, ya que sólo en 2020 la pobreza trepó exponencialmente hasta afectar a más de 100.000 personas y otras 100.000 fueron amparadas por el seguro de desempleo, por la afectación de sus fuentes laborales. En tanto, más de 400.000 uruguayos quedaron casi sin ninguna ayuda estatal, por su condición de trabajadores informales que no fueron identificados a tiempo por el Estado.
En ese contexto, es pertinente recordar que Uruguay fue el país que menos invirtió en la región en la atención de la emergencia social, según lo reportado por la propia Comisión Económica para América latina (CEPAL), lo cual devino en un dramático aumento de la pobreza, particularmente la infantil y la adolescente, y, naturalmente, y de las personas en situación de calle, que crecieron más de un 50% durante los últimos cinco años.
A consecuencia de ello, proliferaron las ollas populares y se abrieron numerosos comedores estatales para alimentar a miles de uruguayos hambrientos, situación que se mantiene virtualmente hasta el presente, cinco años después del comienzo de emergencia sanitaria, pese a que el gobierno saliente afirma el 1º de marzo entregó el país en mejores condiciones que en 2019, lo cual obviamente es falso.
Naturalmente, pese a la pregonada libertad responsable, el gobierno perpetró numerosos excesos, cuando la Policía irrumpió en más de una reunión privada y reprimió algunas aglomeraciones callejeras, aunque se sabía que el virus sólo se podía contagiar a menos de tres metros de distancia y en espacios cerrados.
A diferencia de “Ni siquiera las flores”, que contiene algunos apuntes críticos al gobierno de la época y es un mero retrato de lo que sucedió en un barrio durante la emergencia sanitaria desde la mirada de su autora, “Crisis” es una suerte de contradiscurso que cuestiona el discurso oficial y reivindica la verdadera libertad y la autonomía que confronta la tesis de la “libertad responsable”, mediante una propuesta que tiene más de político de lo que se supone, porque su materia prima primordial es la resistencia a los excesos del Estado, que podrían parangonarse, salvando las diferencias, a los tiempos más oscuros de nuestra historia reciente.
Aunque la intención de ambos cineastas, guionistas y productores no es obviamente extrapolar la situación que vivimos hace apenas cinco años a una dictadura, el relato se inicia en el contexto de un interrogatorio a la protagonista, que, pese a estar despojado de violencia física, se parece muchos a los cuadros que vivimos durante los tiempos oscuros, por la presión psicológica que ejerce el interrogador sobre la interrogada. Empero, la mujer asume una actitud claramente elusiva, ya que no responde las preguntas ni manifiesta ninguna intención de colaborar con la investigación que la convoca.
El contexto de esa secuencia inicial, que contiene todas las características de un film del género policial, recién lo podremos dilucidar en el epílogo de esta historia, que destaca, en todo momento, por su hermetismo enrevesado.
Empero, aunque al principio no se comprenda y deje la sensación de algo inconcluso, esa escena opera como una suerte de disparador del ulterior desarrollo de un relato austero y moroso, poblado más de miradas y de gestos que de palabras. En efecto, en este caso concreto el silencio es más elocuente que los propios sonidos, como el de un reloj que marca el ritmo de tiempos muertos, porque todo el discurrir de la narración tiene una impronta demasiado sosegada. Sin embargo, la pareja protagónica detiene el reloj, a los efectos de congelar el tiempo.
Se trata de una historia insular en todo sentido, porque a la separación de los cuerpos característica de los tiempos de pandemia, se suma en este caso la intención de la protagonista de aislarse o bien de escapar de quienes la convocan para que se vacune y hasta de borrar todo eventual rastro, para que nadie sepa dónde está. Incluso, abandona hasta su trabajo.
El personaje central de este relato, que fue rodado en un balneario de Canelones del Este en la Costa de Oro, quien se refugia en una casa de veraneo de su familia para no ser ubicada por el Estado, que pretende vacunarla contra su voluntad y hasta la emplaza permanentemente a través de su teléfono celular, es Lucía (Julieta Lucena), una muchacha más bien introvertida y con un gesto distante y melancólico en su rostro.
Aunque comparte la convivencia con su novio Ramiro, la joven pasa casi todo el día sola sin saber qué hacer ni en qué ocupar su tiempo, aunque lo que tiene claro es que aspira a evadirse de la vigilancia policial a distancia que el gobierno ejerce sobre ella.
Aunque naturalmente no se especifica en qué país está ambientada la historia ni la denominación del virus que ha originado la declaración de emergencia, es claro que se trata de Uruguay y que todo transcurre en un contexto de pandemia.
Esta situación es corroborada por los permanentes mensajes de voz que recibe la protagonista, que advierten que se está agotando el plazo otorgado para la vacunación voluntaria y convocan a la mujer a que se presente cuando antes, para evitar ser localizada y eventualmente conducida por la fuerza.
Esa voz cuasi metálica que la joven percibe, que suena a sentencia, da cuenta de un Estado gendarme que ejerce violencia psicológica sobre las personas y advierte sobre las consecuencias de una eventual actitud de desacato al mandato oficial. El mensaje también está dirigido a su novio, quien padece una enfermedad terminal y, como está inexorablemente condenado por el destino a morir a corto plazo, recibirá un tratamiento diferente.
Hay, obviamente, una clara conculcación de la libertad individual, de un poder que presiona psicológicamente a las personas, a las cuales puede ubicar mediante tecnologías de seguimiento. Por supuesto, la herramienta es el miedo, tal cual les sucedía a los protagonistas de la memorable novela “1984”, del autor George Orwell, publicada en 1949, que describe un despiadado cuadro de opresión perpetrado por una dictadura que declara estar en guerra permanente, a los efectos de recortar las libertades y someter a la población a sus abyectos designios.
En este caso, aflora por primera vez la figura del Gran Hermano, que, más que un individuo o un líder es un símbolo del poder del Estado, que ejerce una vigilancia permanente sobre la población, a los efectos de abortar toda eventual manifestación de resistencia e identificar a los “traidores”. Actualmente, el Gran Hermano es un programa televisivo argentino de pasatiempo, que fomenta la estupidez y la frivolidad colectiva.
En buena medida, los dispositivos electrónicos contemporáneos como los celulares de alta gama, actúan en este caso como una suerte de Gran Hermano, de ese Estado gendarme que no tolera ni perdona un eventual acto de insubordinación.
Otro de los personajes femeninos de la historia es Verónica, una amiga hacker, que mantiene charlas por Zoom o Skype con Lucía y que propone ayudarla para que no sea ubicada y vacunada contra su voluntad. Se trata de una mujer transgresora por su actividad, pero tan integrada al sistema como su amiga, que le advierte las precauciones que debe adoptar para no ser detectada por los dispositivos de la tecnología estatal.
El intenso sonido de un inmenso reloj de pared de la casa, que adquiere por momentos decibeles atronadores, constituye una suerte de testimonio de ese tiempo sin tiempo que transcurre en una casa donde nada sucede, porque opera, a la sazón, como un mero refugio y no como un sitio de recreación veraniega.
Todo trascurre, casi sin diálogos, en el espacio acotada de esas cuatro paredes y en los caminos vecinales que transita la mujer de ese balneario seguramente paradisíaco en temporada estival, que luce desolado como si se tratara de un desierto con vegetación. Por supuesto, queda claro que esta peripecia cinematográfica transcurre en invierno, aunque esto no sea meramente una sensación climática, sino una contingencia de naturaleza emocional.
Esa desolación es la que también embarga a la protagonista, que no tiene con quien hablar porque su novio aparece y desaparece, hasta que se topa con un extraño que pretende acampar en su jardín. Aunque se trata de un joven bien vestido y que porta una mochila en la cual lleva sus pertenencias, es claro que se trata de una persona que vive a la intemperie, como tantos miles de personas en el Uruguay contemporáneo, víctima de un gobierno derechista irresponsable que no implementó las estrategias adecuadas para administrar la pobreza y no invirtió lo suficiente para gestionar adecuadamente la paupérrima situación de las personas que no posee un techo bajo el cual vivir.
La presencia del extraño, quien inicialmente es rechazado por la protagonista, ulteriormente se naturaliza, al punto que la joven le permite que se instale en una construcción contigua que está dentro de su propiedad, aunque le fija los límites espaciales por los cuales puede transitar. El hecho que el joven toque la guitarra da cuenta de alguien que ha conocido tiempos mejores, pero cayó en desgracia a consecuencia de la pandemia y de la negligencia de la administración que gestionó el Estado desde 2020 a 2024.
“Crisis” pone en controversia la dicotomía entre la libertad individual y el el control social, mediante una estética que privilegia más el lenguaje gestual que el lenguaje hablado, como una suerte de metáfora de la incomunicación, y el conflicto entre la voluntad de seguir siendo libre y las herramientas punitivas del Estado.
Naturalmente, en todo el relato prevalece una suerte de poética del desencanto no exento naturalmente de angustia, de seres humanos para los cuales la felicidad es una suerte de quimera, ya que abrevan cotidianamente del fantasma de la incertidumbre.
Aunque parezcan a primera vista insensibles, estas personas radicalmente desamparadas que habitan esta historia destilan rebeldía, dignidad, amor, piedad y hasta solidaridad. En efecto, no hay indiferencia y sí hay compromiso con el otro, aunque sus vidas parezcan, a priori, meras épicas individuales, aisladas del solidario trabajo colectivo de cientos de uruguayos que sostuvieron y aun sostienen ollas populares desde que hace cinco años, cuando se emitió el decreto de emergencia sanitaria. Hoy, muchos uruguayos siguen paliando su hambre en estos lugares.
Aunque el epílogo cierra perfectamente con el comienzo del relato, hay igualmente una sensación de final abierto que tiene una clara impronta simbólica, en la medida de muchas secuelas psicológicas, sociales y tal vez hasta sanitarias de la pandemia persisten en el presente en nuestro país.
“Crisis” es una película uruguaya inusual, porque aborda una problemática dramática mediante una mirada profundamente interpelante, que pone en debate el tema de la libertad, los límites de la autoridad del Estado y hasta la capacidad de resiliencia de las personas para reinventarse y adaptarse a circunstancias complejas.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
FICHA TÉCNICA
Crisis. Uruguay 2024. Dirección, guión y producción: Adriana Nartallo y Daniel Amorín. Fotografía: Francisco Ziziunas y Victoria Pérez. Montaje: Adrian Sosa. Elenco: Julieta Lucena, Sebastián Martinelli, Mariana Arias, Pablo Pípolo, Ignacio Estévez, Soledad Lacassy, Emilia Palacios, Camila Cayota y Carlos Lucena.
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