En 2015, el término “fascismo” se convirtió una vez más en el epíteto político de más alto octanaje de uso general. Por supuesto, la tentación de aplicar el rótulo de fascismo es casi irresistible cuando nos enfrentamos a un lenguaje y a un comportamiento que se asemejan superficialmente a los de Hitler y Mussolini. En este momento, se está aplicando profusamente a casos tan dispares como Donald Trump, el Tea Party, el Frente Nacional en Francia y los asesinos islamistas radicales. Pero, si bien la tentación de calificar de “fascistas” a todos estos actores resulta entendible, deberíamos evitarlo.
En su creación en los años 1920 (primero en Italia y luego en Alemania), el fascismo era una reacción violenta contra un exceso percibido de individualismo. Mussolini y Hitler sostenían que Italia era menospreciada y Alemania fue derrotada en la Primera Guerra Mundial porque la democracia y el individualismo habían minado su unidad y voluntad nacional.
De modo que los dos líderes vistieron a sus seguidores con uniforme e intentaron regimentar sus pensamientos y acciones. Una vez en el poder, pretendieron extender la dictadura a cada rincón de la vida. Inclusive el deporte, en el régimen de Mussolini, tenía que ser organizado y supervisado por la agencia estatal llamada il Dopolavoro.
Los fascistas se autoerigieron (y adquirieron un respaldo selecto) como la única barrera efectiva frente al otro movimiento político que surgió después de la Primera Guerra Mundial: el comunismo. Para el socialismo internacional, los fascistas se oponían a un socialismo nacional, y si bien reprimieron a los partidos socialistas y abolieron los sindicatos independientes, en ningún momento cuestionaron la obligación del estado de mantener la ayuda social (excepto para enemigos internos como los judíos, por supuesto).
El movimiento que se llama a sí mismo Estado Islámico da la impresión de encajar bastante bien en este modelo. Las voluntades y las identidades personales de sus seguidores están subordinadas al movimiento, en diferentes etapas hasta la máxima abnegación personal: el suicidio. Pero también existen diferencias fundamentales.
El Estado Islámico es más un potencial califato que un estado, y está dedicado a la supremacía de una religión de una manera que atraviesa y hasta amenaza a los estados nación existentes. La autoridad central se mantiene discreta y la iniciativa operacional y en materia de políticas se dispersa a células locales, sin la necesidad de un núcleo geográfico.
Los fascistas eran nacionalistas, con raíces en estados nación y dedicados al fortalecimiento y engrandecimiento de esos estados. Los líderes y regímenes fascistas hicieron lo mejor de sí para subordinar la religión a los propósitos del estado. A lo sumo, podríamos identificar en el Estado Islámico una subespecie de totalitarismo religioso; pero es esencialmente distinto de las dictaduras seculares centralizadas y los líderes embellecidos del fascismo clásico.
El Tea Party está en el extremo más lejano de la naturaleza proclive al mejoramiento del estado propia del fascismo. Debido a su oposición a todas las formas de autoridad pública y a su furioso rechazo de cualquier obligación para con los demás, el mejor rótulo que recibe es el de anarquismo de derecha. Es individualismo fuera de control, una negación de todas las obligaciones comunitarias, el opuesto mismo de un llamado fascista a la supremacía de las obligaciones comunales por sobre la autonomía individual.
El Frente Nacional, por supuesto, tenía sus raíces en Vichy, Francia, y su fundador, Jean-Marie Le Pen, expresó durante mucho tiempo su desprecio por la tradición republicana francesa. Pero su creciente éxito hoy en día bajo la conducción de la hija de Le Pen, Marine, se debe al menos en parte al esfuerzo del partido por distanciarse de su pasado de lucha callejera y negación del Holocausto.
Donald Trump es en sí mismo un caso especial. En la superficie, parece haberse adueñado de una cantidad de temas fascistas para su campaña presidencial: xenofobia, prejuicio racial, miedo a la debilidad y a la decadencia nacional, agresividad en política exterior, una disposición a suspender el régimen de derecho para lidiar con supuestas emergencias. Su tono intimidatorio, el dominio de las multitudes y la capacidad con la cual utiliza las últimas tecnologías de comunicación también son reminiscentes de Mussolini y Hitler.
Y, sin embargo, estas cualidades derivan como mucho de temas y estilos fascistas. La sustancia ideológica subyacente es muy diferente y los privilegios de la riqueza juegan un papel más importante del que toleraban, en general, los regímenes fascistas. Es mucho más probable que la adopción por parte de Trump de estos temas y estilos sea una cuestión de conveniencia táctica –una decisión tomada sin pensar demasiado, o tal vez nada, en su historia desagradable. Resulta evidente que Trump es absolutamente insensible a los ecos que evocan sus palabras y su estilo oratorio, lo cual no debería sorprender, considerando su aparente insensibilidad al impacto de todos los insultos que propina.
Es una lástima que hasta el momento no hayamos podido dotar a otro término del poder tóxico del fascismo para esa gente y esos movimientos aborrecibles. Tendremos que arreglárnoslas con palabras más comunes: fanatismo religioso para el Estado Islámico, anarquismo reaccionario para el Tea Party y demagogia autocomplaciente en nombre de la oligarquía para Donald Trump. Hoy hay movimientos marginales, como Nación Aria en Estados Unidos y Amanecer Dorado en Grecia, que se apropian abiertamente del simbolismo nazi y emplean la violencia física. A ellos el término “fascista” les sienta mejor.
Por Robert O. Paxton
Profesor emérito de Historia en la Universidad de Columbia , autor de la anatomía del fascismo , la Francia de Vichy : Guardia Vieja y Nueva Orden, 1940 hasta 1944
Fuente: project-syndicate.org
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