Cuando mataron a Idiarte Borda: Eran las dos y media de la tarde del miércoles 25 de agosto de 1897 cuando sonó un disparo en la calle Sarandí de la Ciudad Vieja, frente al Club Uruguay, en el momento en que pasaba por el lugar el presidente colorado Juan Idiarte Borda y Soumastre. En aquel momento el mandatario caminaba tranquilamente, seguido de su séquito, luego de asistir a un tedeum en la Iglesia Matriz en conmemoración de la fecha patriótica, y la guardia de seguridad que lo acompañaba no parecía estar muy alerta.
La bala disparada casi a quemarropa por un joven de veinte años impactó en el pecho del mandatario y aquella tarde de hace 119 años se consumó el primer asesinato de un presidente uruguayo, quizás escuchando los consejos del ascendente dirigente, también colorado, José Batlle y Ordóñez, quien en una nota editorial publicada en su diario El Día había exhortado a “eliminar” al presidente. El matador fue Avelino Arredondo, nacido en Soriano, empleado de un comercio de la calle Buenos Aires, estudiante de Derecho a veces, solitario y callado, admirador de Pepe Batlle. Justamente, Batlle y Ordoñez visitó al homicida en la cárcel que lo alojó por poco tiempo y se fotografió con él mientras lo saludaba con cierta cordialidad.
Tres décadas atrás en el tiempo, el 19 de febrero de 1868, se había producido un doble magnicidio con los asesinatos casi simultáneos de los ex presidentes Venancio Flores y Bernardo Berro, en medio de la turbulencia causada por los enfrentamientos de blancos y colorados que en largos tramos de la historia oriental defendieron sus intereses de forma sangrienta. Pero en 1897 el asunto era apenas entre correligionarios colorados.
Idiarte Borda –católico fervoroso, que talvez con esa afición religiosa se había granjeado la antipatía de Batlle, quien lo acusaba de ser el mayor “manipulador de todos los escandalosos fraudes que se hayan cometido”- había asumido al frente del Poder Ejecutivo en 1894, en tiempos tormentosos, y tuvo que sofocar dos levantamientos armados conducidos por el blanco Aparicio Saravia en 1896 y 1897. Durante su gestión realizó algunas obras públicas como el inicio de los trabajos para el nuevo puerto de Montevideo, creó el Banco de la República, nacionalizó las empresas de electricidad y también fue acusado de involucrarse en turbios negociados.
Cuatro meses antes del atentado que le costó la vida, sucedió un episodio que en realidad fue un prenuncio de lo que ocurriría. Un hombre, luego identificado como Juan Rabecca, lo esperó frente a su residencia y cuando descendió de su carruaje, con la guardia presidencial también allí distraída, le apoyó un revólver apuntando a su cuello. Rabecca sólo amenazó y no llegó a disparar su arma. Pero lo curioso fue que, en la mañana siguiente, El Día publicó la noticia del incidente afirmando que el atacante había sido “una persona de apellido Arredondo”. Celia y María, las hijas de Idiarte Borda –quienes conocían a Avelino y sabían de su admiración por Batlle y Ordóñez- sospecharon y denunciaron que se preparaba el magnicidio y que hasta se sabía el nombre del verdugo elegido.
Pero no parece que se hubieran tomado muchas prevenciones.
Jorge Luis Borges –quien al menos una vez dijo que él “es medio oriental”, porque en el paisito fue concebido y luego nacería en la Argentina- escribió un relato al que tituló Avelino Arredondo, en el que imaginó como fueron los últimos días del asesino antes de perpetrar su crimen.
Aquí lo transcribo:
Avelino Arredondo (por Jorge Luis Borges)

«Cada sábado los amigos ocupaban la misma mesa lateral en el Café del Globo, a la manera de los pobres decentes que saben que no pueden mostrar su casa o que rehúyen su ámbito. Eran todos montevideanos; al principio les había costado amistarse con Arredondo, hombre de tierra adentro, que no se permitía confidencias ni hacía preguntas. Contaba poco más de veinte años; era flaco y moreno, más bien bajo y tal vez algo torpe. La cara habría sido casi anónima, si no la hubieran rescatado los ojos, a la vez dormidos y enérgicos. Dependiente de una mercería de la calle Buenos Aires, estudiaba Derecho a ratos perdidos. Y cuando los otros condenaban la guerra que asolaba el país y que, según era opinión general, el presidente prolongaba por razones indignas, Arredondo se quedaba bien callado. También se quedaba callado cuando se burlaban de él por tacaño.
Poco después de la batalla de Cerros Blancos, Arredondo dijo a los compañeros que no lo verían por un tiempo, ya que tenía que irse a Mercedes. La noticia no inquietó a nadie. Alguien le dijo que tuviera cuidado con el gauchaje de Aparicio Saravia; Arredondo respondió, con una sonrisa, que no les tenía miedo a los blancos. El otro, que se había afiliado al partido, no dijo nada.
Más le costó decirle adiós a Clara, su novia. Y lo hizo casi con las mismas palabras. Le previno que no esperara cartas, porque estaría muy atareado. Clara, que no tenía costumbre de escribir, aceptó el agregado sin protestar. Los dos se querían mucho.
Arredondo vivía en las afueras. Lo atendía una parda que llevaba el mismo apellido porque sus mayores habían sido esclavos de la familia en tiempo de la Guerra Grande. Era una mujer de toda confianza; le ordenó que dijera a cualquier persona que lo buscara que él estaba en el campo. Ya había cobrado su último sueldo en la mercería.
Se mudó a una pieza del fondo, la que daba al patio de tierra. La medida era inútil, pero lo ayudaba a iniciar esa reclusión que su voluntad le imponía.
Desde la angosta cama de fierro, en la que fue recuperando su hábito de sestear, miraba con alguna tristeza un anaquel vacío. Había vendido todos sus libros, incluso los de introducción al Derecho. No le quedaba más que una Biblia, que nunca había leído y que no concluyó.
La cursó página por página, a veces con interés y a veces con tedio, y se impuso el deber de aprender de memoria algún capítulo del Éxodo y el final del Eclesiastés. No trataba de entender lo que iba leyendo. Era librepensador, pero no dejaba pasar una sola noche sin repetir el padrenuestro que le había prometido a su madre al venir a Montevideo. Faltar a esa promesa filial podría traerle mala suerte.
Sabía que su meta era la mañana del día veinticinco de agosto. Sabía el número preciso de días que tenía que trasponer. Una vez lograda la meta, el tiempo cesaría o, mejor dicho, nada importaba lo que aconteciera después. Esperaba la fecha como quien espera una dicha y una liberación. Había parado su reloj para no estar siempre mirándolo, pero todas las noches, al oír las doce campanadas oscuras, arrancaba una hoja del almanaque y aliviado pensaba: un día menos.
Al principio quiso construir una rutina. Matear, fumar los cigarrillos negros que armaba, leer y repasar una determinada cuota de páginas, tratar de conversar con Clementina cuando ésta le traía la comida en una bandeja, repetir y adornar cierto discurso antes de apagar la candela. Hablar con Clementina, mujer ya entrada en años, por cierto no era nada fácil, porque su memoria había quedado detenida en el campo y en lo cotidiano del campo.
Disponía asimismo de un tablero de ajedrez en el que jugaba partidas desordenadas que no acertaban con el fin. Le faltaba una torre que solía suplir con una bala o con un vintén.
Para poblar el tiempo, Arredondo se hacía la pieza cada mañana con un trapo y con un escobillón, y perseguía a las arañas. A la parda no le gustaba que se rebajara a esos menesteres que por cierto eran de su gobierno y que, por lo demás, él no sabía desempeñar muy bien.
Hubiera preferido recordarse con el sol ya bien alto, pero la costumbre de hacerlo cuando clareaba pudo más que su voluntad. Extrañaba muchísimo a sus amigos y sabía sin amargura que éstos no lo extrañaban, dada su invencible reserva. Una tarde preguntó por él uno de ellos y lo despacharon desde el zaguán. La parda no lo conocía; Arredondo nunca supo quién era. Ávido lector de periódicos, le costó renunciar a esos museos de minucias efímeras. No era hombre de pensar ni de cavilar.
Sus días y sus noches eran iguales, pero le pesaban más los domingos.
A mediados de julio conjeturó que había cometido un error al parcelar el tiempo, que de cualquier modo nos lleva. Entonces dejó errar su imaginación por la dilatada tierra oriental, hoy ensangrentada, por los quebrados campos de Santa Irene donde había remontado tantas cometas, por cierto petiso tubiano que ya habría muerto, por el polvo que levanta la hacienda cuando la arrean los troperos, por la diligencia cansada que venía cada mes desde Fray Bentos con su carga de baratijas, por la bahía de La Agraciada, donde desembarcaron los Treinta y Tres, por el Hervidero, por cuchillas, montes y ríos, por el Cerro que había escalado hasta la farola pensando que en las dos bandas del Plata no hay otro igual. Del cerro de la bahía pasó una vez al cerro del escudo y se quedó dormido.
Cada noche la virazón traía la frescura, propicia al sueño. Y nunca se desveló.
Quería plenamente a su novia, pero se había dicho que un hombre no debe pensar en mujeres, sobre todo cuando le faltan. El campo lo había acostumbrado a la castidad. En cuanto al otro asunto… trataba de pensar lo menos posible en el hombre que odiaba.
El ruido de la lluvia en la azotea lo acompañaba.
Para el encarcelado o el ciego, el tiempo fluye aguas abajo, como por una leve pendiente. Al promediar su reclusión Arredondo logró más de una vez ese tiempo casi sin tiempo. En el primer patio había un aljibe con un sapo en el fondo; nunca se le ocurrió pensar que el tiempo del sapo, que linda con la eternidad, era lo que buscaba.
Cuando la fecha no estaba lejos, empezó otra vez la impaciencia. Una noche no pudo más y salió a la calle. Todo le pareció distinto y más grande. Al doblar una esquina, vio una luz y entró en un almacén. Para justificar su presencia, pidió una caña amarga. Acodados contra el mostrador de madera conversaban unos soldados. Dijo uno de ellos:
—Ustedes saben que está formalmente prohibido que se den noticias de las batallas. Y ayer tarde nos ocurrió una cosa que los va a divertir. Yo y unos compañeros de cuartel pasamos frente a “La Razón”. Oímos desde afuera una voz que contravenía la orden. Sin perder tiempo entramos. La redacción estaba como boca de lobo, pero lo quemamos a balazos al que seguía hablando. Cuando se calló, lo buscamos para sacarlo por las patas, pero vimos que era una máquina que le dicen fonógrafo y que habla sola.
Todos se rieron.
Arredondo se había quedado escuchando, y el soldado le dijo:
—¿Qué le parece el chasco, aparcero?
Arredondo guardó silencio. El del uniforme le acercó la cara y le dijo:
—Gritá en seguida: ¡Viva el Presidente de la Nación, Juan Idiarte Borda!
Arredondo no desobedeció. Entre aplausos burlones ganó la puerta.
Ya en la calle lo golpeó una última injuria.
—El miedo no es sonso ni junta rabia.
Se había portado como un cobarde, pero sabía que no lo era. Volvió pausadamente a su casa.
El día veinticinco de agosto, Avelino Arredondo se recordó a las nueve pasadas. Pensó primero en Clara y sólo después en la fecha. Se dijo con alivio: Adiós a la tarea de esperar. Ya estoy en el día.
Se afeitó sin apuro y en el espejo lo enfrentó la cara de siempre. Eligió una corbata colorada y sus mejores prendas. Almorzó tarde. El cielo gris amenazaba llovizna; siempre se lo había imaginado radiante. Lo rozó un dejo de amargura al dejar para siempre la pieza húmeda. En el zaguán se cruzó con la parda y le dio los últimos pesos que le quedaban. En la chapa de la ferretería vio rombos de colores y reflexionó que durante más de dos meses no había pensado en ellos. Se encaminó a la calle de Sarandí. Era día feriado y circulaba muy poca gente.
No habían dado las tres cuando arribó a la Plaza Matriz. El Te Deum ya había concluido; un grupo de caballeros, de militares y de prelados, bajaba por las lentas gradas del templo. A primera vista, los sombreros de copa, algunos aún en la mano, los uniformes, los entorchados, las armas y las túnicas, podían crear la ilusión de que eran muchos; en realidad, no pasarían de una treintena. Arredondo, que no sentía miedo, sintió una suerte de respeto. Preguntó cuál era el presidente. Le contestaron:
—Ése que va al lado del arzobispo con la mitra y el báculo.
Sacó el revólver e hizo fuego.
Idiarte Borda dio unos pasos, cayó de bruces y dijo claramente:
Estoy muerto.
Arredondo se entregó a las autoridades. Después declararía:
—Soy colorado y lo digo con todo orgullo. He dado muerte al Presidente, que traicionaba y mancillaba a nuestro partido. Rompí con los amigos y con la novia, para no complicarlos; no miré diarios para que nadie pueda decir que me han incitado. Este acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen.
Así habrán ocurrido los hechos, aunque de un modo más complejo; así puedo soñar que ocurrieron».
Por William Puente
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