De la debacle de las izquierdas [1] y de las fuerzas populares en las elecciones municipales brasileñas de octubre de 2016[2] —fruto de la acumulación de errores tácticos y estratégicos, además de desviaciones éticas— surge un cuadro sobre el cual debemos reflexionar, para sacar lecciones necesarias. Tarea de quien quiere aprender de la historia y no seguir repitiendo errores.
Hay muchas lecciones y la primera de ellas es la falacia de la conciliación de clases con la que tanto se enamoró el lulismo en el gobierno. Se trata, sin embargo, esa debacle, de una derrota que no puede ser recibida con sorpresa por ningún observador de nuestra escena política, pues fue anunciada (para quienes querían ver y oír) por la previa derrota en el debate ideológico[3] y la disputa por la hegemonía. Pero este hecho objetivo no cierra toda la historia y requiere un mínimo de contextualización. Es el difícil reto de este pequeño texto.
El proceso político en Brasil, que también se explica por el avance del pensamiento y la acción de la derecha —entre nosotros en proporciones desconocidas desde la redemocratización de 1945 con la caída del Estado Novo[4] — guarda, sin duda, relaciones con los contextos internacional (en particular con el ascenso de la derecha en Estados Unidos y Europa) y latinoamericano, particularmente en América del Sur, con la crisis venezolana, la elección de Mauricio Macri en Argentina, la consolidación de la derecha en Perú y, finalmente, la victoria del No en el plebiscito de Colombia con el protagonismo del ex presidente Álvaro Uribe, en el papel de líder de la derecha ortodoxa. Obviamente, sobre nuestro marco político-institucional actuaron, e intensamente, los intereses de Estados Unidos, descontentos, principalmente, con la política exterior brasileña, que se llevó a cabo especialmente entre 2003 y 2011.
Esto no fue, sin embargo, el elemento decisivo
Estas elecciones no pueden entenderse fuera de la crisis de la política del gobierno de Dilma Rousseff y de la crisis ético-política del Partido de los Trabajadores (PT), ni de la articulación que, con miras al golpe, reunió al gran capital financiero y al agronegocio, los grandes medios de comunicación de masas, sectores significativos del Poder Judicial y la alta burocracia estatal (como la Policía Federal y el Ministerio Público). Fue precisamente esta articulación la que aseguró la victoria del “golpe de nuevo tipo”[5] —pero bien conocido en la historia de Brasil[6]—, operado por el Congreso Nacional a través de un impeachment que determinó la anulación del mandato legítimo de la presidenta, allanando el camino para la instauración de un Estado autoritario en tránsito hacia una “dictadura constitucional” apoyada por el Poder Judicial.
Esta misma articulación claramente actuó durante las elecciones y es una de las responsables de sus resultados.
Crisis ética
La historia no estaría bien contada, si no se aborda la crisis ética que afectó a las administraciones Lula-Dilma, y al PT y sus más destacados dirigentes, acusados de supuestos delitos de corrupción. Estas acusaciones, muchas que incluso involucran al ex presidente Lula —ícono de la izquierda brasileña y el líder popular más importante de nuestro campo—, ampliadas y explotadas por la derecha y amplificadas por los medios de comunicación, llevaron a la crisis doméstica de la política partidaria, alentando las reacciones de la oposición e incluso movimientos de masas.
El proceso político en Brasil, que también se explica por el avance del pensamiento y la acción de la derecha —entre nosotros en proporciones desconocidas desde la redemocratización de 1945 con la caída del Estado Novo[4] — guarda, sin duda, relaciones con los contextos internacional (en particular con el ascenso de la derecha en Estados Unidos y Europa) y latinoamericano, particularmente en América del Sur.La historia no estaría bien contada, si no se aborda la crisis ética que afectó a las administraciones Lula-Dilma, y al PT y sus más destacados dirigentes, acusados de supuestos delitos de corrupción.
De una u otra forma, consumado el impeachment, las acciones del Ministerio Público Federal y del Poder Judicial —en curso como movimiento continuo— se transformaron en una verdadera “caza de brujas”, digna de los peores momentos del macartismo estadounidense, centrado en el PT (cuyo registro se encuentra amenazado en el Tribunal Electoral) y especialmente contra el ex presidente, amenazado con el encarcelamiento, y contra quien se abrieron (y continúan abiertos) innumerables procesos judiciales y policiales, todos con nítido trasfondo político, y todos intentando vincular su imagen a la de un político corrupto, con el claro objetivo de deslegitimarlo ante la opinión pública y las masas trabajadoras.
Las elecciones se realizaron cuando el país ya estaba bajo el régimen Temer comandando la persecución de sus adversarios. La legislación electoral que las rigió fue concebida para fortalecer a los candidatos del poder y obstaculizar la elección de candidatos populares, es decir, de aquellos que no tienen el apoyo de la maquinaria política y económica. Así, se redujo el tiempo de campaña (para beneficiar a los titulares de cargos públicos y a quienes tienen una exposición permanente en los medios de comunicación, tales como presentadores de televisión y, de forma especial y abusiva en Brasil, de pastores evangélicos reaccionarios), la participación de partidos y candidatos en la radio y la televisión se redujo al mínimo (candidatos de pequeños partidos como el PSOL, tenían, en la campaña mayoritaria, algo así como 15 segundos de exposición frente a una media de cinco minutos de sus adversarios), los debates se redujeron a casi nada, presentados, siempre, con formatos esterilizantes en altas horas de la noche.
Las elecciones también se realizaron con el país en recesión, con elevadas tasas de desempleo e inflación creciente, males que la sociedad, inducida por los medios de comunicación, atribuyó al gobierno de Dilma Rousseff.
Ni por eso las izquierdas brasileñas se unieron, y, desunidas, sufrieron una derrota sin precedentes desde 1984. Así, en un año, han soportado dos reveses importantes: la victoria del impeachment (con un amplio apoyo de las clases medias y el silencio de las masas populares) y la victoria de la derecha en las elecciones locales que se acaban de realizar. Con esta derrota, el ciclo que nace con la Constitución de 1988 muestra su agonía, y con él muere el ciclo neodesarrollista, sustituido por la asociación mutuamente dependiente del Estado autoritario con un neoliberalismo fundamentalista.
Sale fortalecido el proyecto neoliberal
La emergencia de las izquierdas y de las fuerzas populares, que comenzó con los movimientos que marcaron el final de la dictadura militar (1964-1984), da lugar al ascenso de la derecha, con el desplazamiento del centro, perdido por las fuerzas populares. Es significativa la aplastante derrota de la izquierda en el estado de Sao Paulo, la mayor concentración proletaria del país, su más dinámico polo económico, financiero y cultural. De esta victoria tratará de apropiarse del gobierno Temer, buscando un mínimo de legitimidad, y de ella se apropiarán las fuerzas reaccionarias, que profundizan su campaña antipetista y anti-Lula. Su anunciada encarcelamiento —objetivo de las fuerzas conservadoras en acción conjunta con el Ministerio Público y el Poder Judicial— se vuelve más fácil y cercana. Cuando ocurra, sorprenderá tanto como el asesinato de Santiago Nasar de García Márquez.
En síntesis, de este proceso sale fortalecido el proyecto neoliberal. En este sentido, es importante tener en cuenta, como hemos insistido en los textos anteriores, que el objetivo del golpe no era ni es el impeachment (necesario), ni la posesión de Michel Temer (una contingencia). El proyecto de la derecha con esta operación es la implantación de un régimen de restricciones a los derechos laborales y de seguridad social; la congelación de las inversiones en educación, salud, ciencia y tecnología; la desnacionalización de la industria nacional y el abandono del proyecto de desarrollo económico autónomo; el retorno a una política exterior de Brasil subordinada a los intereses de Estados Unidos, poniendo fin a la política de articulación con los países de América del Sur y África, el debilitamiento del Mercosur y los BRICS; la cancelación de los proyectos nucleares, cibernéticos y espaciales de Brasil, que constituyen nuestros principales proyectos estratégicos. Al ser tan anti-popular, el proyecto de la derecha, para sobrevivir, tendrá que transitar del autoritarismo a la dictadura.
Ya sea para la resistencia de hoy o para la disputa electoral de 2018 —y es la gran lección de la crisis—, no hay otra alternativa para las izquierdas brasileñas que no sea su unidad como fuerza hegemónica de un gran frente amplio cuyo espacio prioritario debe ser el Frente Brasil Popular, que viene actuando desde 2015 y ya aglutina a los partidos del campo progresista, el movimiento sindical, sectores significativos de los movimientos sociales, intelectuales y estudiantes. Surgido en 2015, inspiraba a sus fundadores la resistencia al golpe y luego ese Frente se constituiría en un espacio privilegiado de articulación de la izquierda, llegando a convertirse en referente, junto con otros movimientos y frentes, de la resistencia al impeachment, y ahora, al gobierno usurpador, ilegítimo, de Michel Temer.
Por Roberto Amaral
Escritor y politólogo, ex ministro de Ciencia y Tecnología del primer gobierno de Lula.
Autor de A serpente sem casca (da crise à Frente Popular).
Fuente: Pensar Brasil- ramaral.org – (Traducción de ALAI- publicado en la edición 518).
[1] En comparación con 2012 (última elección municipal), el Partido de los Trabajadores (partido hegemónico de la izquierda brasileña), perdió 10 millones de votos (que no fueron transferidos a ninguna otra organización de izquierda) y 242 prefecturas (datos de la primera vuelta) lo que representa el 45% de sus alcaldes y el 60% de sus consejeros.
[2] Que implica la elección de alcaldes y concejales de todos los 5.570 municipios brasileños, y movilizar a un electorado de 145 millones (datos del Tribunal Superior Electoral -TSE- y del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística, IBGE).
[3] Las limitaciones de este texto no permiten un análisis sobre las transformaciones ideológicas operadas en la sociedad brasileña y que comenzaron a ser evidentes a partir de las llamadas “jornadas de junio” de 2013. Menciono tan solo un elemento, todavía a la espera de sus exégetas, que es el avance de la prédica de los evangélicos pentecostales, que en Brasil crecieron del 3,2% de la población en 1980 al 13,3 en 2010. A propósito del voto de la derecha en zonas de predominio pentecostal, ver: A Geografia do voto nas eleições Presidenciais do Brasil: 1989-2006. Rio de Janeiro, Editora PUC-Rio, 2010.
[4] Así se autodenominó la “dictadura Vargas” (1937-1945).
[5] Se generalizó la expresión para significar, en contraste con la tradición latinoamericana, los golpes llevados a cabo sin el uso de la violencia militar (Brasil-1964, Chile-1973, por ejemplo), del que son ejemplo los casos de Honduras (2009) y de Paraguay (2012). Con el mismo sentido, los autores alemanes consagraron el concepto de Ein kalter Putsche (golpe frío). Una derivación es la expresión “dictadura constitucional”, con la cual definimos al régimen brasileño actual. Otra de sus características es lo que se denomina como “golpe continuado”, siempre inconcluso y en proceso, de implementación en un tiempo gradual y continuo.
[6] Entre muchos otros ejemplos: (1) en 1955, para que asuman los electos en la disputa presidencial, Juscelino Kubitschek y Goulart, posesión que estaba amenazada, el Congreso declaró “inhabilitados para el ejercicio de la Presidencia” (figura desconocida por el derecho constitucional de Brasil) al Presidente Café Filho y al Vicepresidente (diputado Carlos Luz, Presidente de la Cámara de Diputados) y dio paso a la posesión, siguiendo el orden constitucional de sucesión, del presidente del Senado, senador Nereu Ramos, y (2) en 1961, debido a la renuncia del presidente Janio Quadros y el veto de los ministros militares a la posesión del vicepresidente, João Goulart, el Congreso Nacional, consolidando un acuerdo, transformó, en una noche, el régimen presidencialista en parlamentario, reduciendo los poderes del presidente de la República (elegido en un régimen presidencial), para así asegurar su posesión.
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