Los delirios de grandeza con acento radicalmente clasista, las miserias humanas, la perversión, la degradación, la violencia y la más rampante estupidez son los ejes de reflexión que propone “La bahía”, la delirante comedia de humor negro del realizador francés Bruno Dumont.
Este film corrobora la estética reconocidamente provocadora del controvertido pero talentoso cineasta galo, autor de “La vida de Jesús”, “Flandres”, La humanidad”, “Entre la fe y la pasión”, “Fuera de Satán” y “Camille Claudel 1915”.
En ese contexto, esta película es también una visión descarnada sobre la conducta humana, que discurre entre la frivolidad más extrema y el desencanto de seres monótonos, mediocres y aburridos de sí mismos.
En ese contexto ciertamente tan caótico y revulsivo, Dumont, quien además de director es también guionista, construye personajes realmente caricaturescos y situaciones que rayan en el absurdo, con un acento recurrentemente surrealista.
Esa precisión cuasi quirúrgica para diseccionar las conductas humanas está presente en “La bahía”, un film que puede concitar, a la vez, tanto la admiración como el rechazo.
Ambientada en Caláis, norte de Francia a comienzos del siglo pasado, esta desaforada farsa propone una suerte de colisión cultural entre dos mundos radicalmente diferentes.
En efecto, la materia prima del relato es la conflictiva relación entre los Van Peteghem, una decadente familia burguesa que veranea en una mansión emplazada en la cima de un acantilado, y los Brufort, humildes pescadores cuasi infrahumanos que sobreviven malamente gracias a su trabajo y algunas prácticas aberrantes que resulta inconveniente revelar.
Mientras los primeros viven en su limbo de presunta “grandeza” acorde con la identidad de una tardía Belle Époque, los segundos se rebuscan transportando a cuestas por unos pocos francos a quienes desean vadear la bahía en cuestión.
Aunque se trata de una profundidad de agua de medio metro, los potentados prefieren ser alzados en brazos como si fueran niños antes de mojarse los pies.
Este es el primer testimonio de servilismo que propone la historia, la cual ridiculiza a los burgueses hasta transformarlos en unos perfectos e incurables dependientes.
Es tal la ineptitud de esa clase social que el jefe de familia, encarnado magistralmente por un jorobado Fabrice Luchini, carece de destreza incluso para despresar un pollo que será servido en el almuerzo.
No menos ridícula es su esposa, interpretada por la también talentosa Valeria Bruni Tedeschi, quien humilla permanentemente con su maltrato a su empleada doméstica.
Empero, tal vez el desiderátum en materia de delirio sea la hermana del anfitrión, papel a cargo de Juliette Binoche, quien exhibe todas sus cualidades histriónicas para componer a un personaje femenino totalmente desaforado.
No obstante, como si la galería de criaturas excéntricas no estuviera colmada también irrumpen en escena una pareja de torpes detectives émulos de los célebres Laurel y Hardy, un joven y primitivo pescador que no es tan imbécil como parece y una joven andrógina apasionada.
Esta compleja fauna comparte un paisaje oceánico tan paradisíaco como subyugante, que es observado por los ricos desde una panorámica vista privilegiada –como si se tratara del olimpo griego- y por los pobres desde su propia y rastrera miseria.
Estos estilos de vida marcan la grosera asimetría entre una elite inmersa en el ocio y la opulencia y un proletariado que sobrevive como puede en la periferia de la sociedad.
Empero, Dumont matiza ese cuadro costumbrista de impronta crítica con una intriga que tiene como protagonistas a los dos ridículos investigadores de bombín -el obeso que pierde permanentemente la estabilidad y rueda dunas abajo y el enjuto asistente que nada entiende-quienes indagan la misteriosa desaparición de varios turistas.
No obstante, “La bahía”, además de un potente retrato social, es también una conmovedora historia de amor imposible entre un humilde joven con explícito retraso intelectual (Ma Loute) y una burguesa de identidad sexual indefinida.
Todos estos elementos conforman una parodia realmente disfrutable, que denuncia con intransferible sorna la intrínseca estupidez, más allá de eventuales identidades humanas.
Queda claro que este original film de Bruno Dumont es una versión sardónica y si se quiere hasta grotesca de la lucha de clases, que discurre entre la parasitaria y fútil existencia de los miembros de la oligarquía y la inclemente lucha por sobrevivir de los crónicos desclasados.
En ese contexto, el inquieto realizador –que adosa a su propuesta algunos toques surrealistas para tornarla aun más absurda- no omite reflexionar sobre perversiones como el incesto o acerca de prácticas tan degradantes como la antropofagia.
“La bahía” es una comedia ácida y de escritura realmente irreverente y no exenta hasta de una aureola cuasi onírica, que corrobora la impronta intransferiblemente transgresora de su creador.
Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
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