Ni la obsesión por escalar socialmente ni por aparentar. Si algo caracteriza a las clases medias chilenas es el miedo a perder estatus, dice la socióloga Barozet. Ese temor se traduce en un profundo miedo al que corre justo detrás y que puede quitarles el puesto. La clase media más próspera, que alguna vez desafió a la elite, mira por el retrovisor y teme resbalar hasta las capas medias precarizadas; éstas, a su vez, recelan del mundo popular del que tanto les costó salir y al que consideran -muchas veces- flojo. Este miedo al de abajo es clave para entender Chile, pues “opera como potente segregador y limita la posibilidad de solidaridad entre grupos sociales”, dice la investigadora.
Ver columna anterior, Parte 1, ¿Es usted de clase media? Probablemente no.
En la columna anterior argumentamos que lo que hoy se describe como clase media corresponde –con algunas variaciones según la forma de medir– a familias que ganan entre $ 600.000 y $ 2.000.000 por hogar, cuyos integrantes adultos tienen en general educación media completa, técnica o universitaria; y trabajan como empleados en el servicio público o privado, o son independientes o empleadores con pocos trabajadores. En general, tienen cierto nivel de calificación en las tareas que realizan.
Aunque se ha dicho que Chile es hoy un país de clase media, este grupo no supera hoy el 30% de la
población, según mediciones basadas en el tipo de ocupación.
Pese a no ser mayoría, por su rol de bisagra entre sectores bajos y altos, su estudio es clave para comprender la morfología de Chile.
Este texto busca analizar las heterogéneas aspiraciones de los varios grupos que la conforman en el Chile actual. Sólo para fines del análisis realizaremos, sin embargo, una concesión: agregaremos un 20% más de la población que pertenece a los sectores populares o llamados trabajadores: la parte menos pobre de ellos (es decir, la zona superior del estrato D –o la parte baja del C3– según los estudios de mercado: hogares que ganan entre $ 300.000 y $ 500.000). Este grupo firmemente cree ser de clase media y tiene serias posibilidades de salir de su situación de fuerte vulnerabilidad, si la economía se lo permite. Hablamos de la señora que hace el aseo industrial o trabaja en casa particular; del empleado con poca o mediana calificación; o del nuevo proletariado de ventas de los malls, con turnos largo y muchas horas de transporte público; todos grupos sociales que se identificaron con el Faúndez de CTC Amistar en su campaña mediática de fines de los años 90, donde un gásfiter en overol se creía tan de clase media como los ejecutivos que lo rodeaban en un ascensor (ascensor que era buena metáfora de su despegue social).
¿Qué quieren entonces hoy las familias de clase media? ¿Tienen identidades, aspiraciones claras? La primera conclusión es que nadie sabe muy bien qué pasa ahí, en especial, en lo político. Muchas veces ni las mismas familias lo saben, pues no están asociadas a identidades y aspiraciones compactas o coherentes. Como lo señalamos en la columna anterior, son grupos diversos.
Salvo por el sector más clásico de los empleados de los sistemas públicos de salud y educación, que cuenta con una representación que los ayuda a definir identidades y aspiraciones, el grueso de las capas medias está compuesto en general de grupos pragmáticos y poco ideologizados, independiente de su ocupación o ingresos. En su mayoría se concentran en su estabilidad económica y sobre todo, en diferenciarse de quienes tienen un estatus más bajo, nivel del cual consideran que les costó tanto esfuerzo alejarse.
Ningún partido político pretende representar a estas clases medias, sino como metáfora de aspiración social. Hoy incluso la CUT apela tanto a la clase media como a los trabajadores, quienes desde un punto de vista histórico pertenecen más bien a los sectores populares, muy distintos a los llamados “cuellos blancos”, el grupo medio. Los sindicatos, muy débiles en Chile y en general limitados a sectores específicos de la economía, tampoco proveen de identidad y en general no tienen aspiración a liderar más que su coto reservado. Los medios de comunicación y la publicidad, centrados en el lema “consume, sé tú mismo y serás feliz en tu identidad única”, tampoco favorecen procesos de identificación social, fuera del tema de la vivienda y de la decisión del barrio donde vivir (Méndez, s/f).
Sin embargo, estos sectores tienen un elemento en común: un miedo intenso a caer, pánico de estatus, como lo llamaba el sociólogo italiano argentino Gino Germani, cuando en los años 60 la constricción de la economía y las demandas de los sectores populares amenazaban la posición de las clases medias tradicionales. El fantasma de perder el poco status logrado en las últimas décadas es lo que explica por lo menos parcialmente, posiciones bastante contradictorias, como apoyar en 2011 la demanda estudiantil por educación universitaria pública y de calidad, y luego –sobre todo los grupos de padres con hijos pequeños– respaldar la Confederación de Padres y Apoderados de Colegios Subvencionados (Confepa), para oponerse a que el Estado los obligue a escolarizar a sus hijos en colegios públicos, reforzando la segregación social (Canales et al, 2016; Hernández et al, 2015).
Incluso muchas familias aparentemente más acomodadas (con ingresos de alrededor de $ 2.000.000), no se sienten a salvo del fantasma de la vulnerabilidad: la degradación de los ingresos en el momento de jubilar, el divorcio o la separación, la pérdida del empleo o la enfermedad, los acercan a la vulnerabilidad en momentos específicos y esto se palpa también en sus discursos.
Vistas de lejos, estas clases medias parecen más atentas a la coyuntura y cómo ésta influye en sus intereses del momento, que a grandes discursos que apelen al cambio o al statu quo. Reformas estructurales como el cambio constitucional no necesariamente tienen eco en estos grupos si estos no logran ver el impacto en sus planes específicos. Al margen de eso quedan, por supuesto, las generaciones más jóvenes, que al entrar a la universidad aprovechan por unos pocos años los espacios de movilización que ofrecen los campus, con tiempo libre y espacios de reunión política e ideológica. Muchos de ellos y ellas sin embargo revisan posteriormente sus prioridades como adultos cuando se insertan en un mercado laboral poco estable y empiezan a criar hijos. Ahí traspasan sus sueños y aspiraciones a la próxima generación.
Se ha criticado mucho a los supuestos nuevos grupos de clase media tildada de “aspiracional” por sus deseos enajenados de consumo y ostentación. Existen individuos con estas características, por supuesto, pero no es un grupo real. En mis años de investigación junto a diversos colegas, no he encontrado esta supuesta “clase media chatarra” que “sólo” ingiere comida rápida, vive en departamentos que destruyeron las típicas casas de barrios y supuestamente actúa de forma agresiva y sin modales. A menos que seamos nosotros mismos quienes nos consideremos como parte de la clase media “decente”. Lo que sostengo es que esta “clase fantasma” está presente en el discurso de una clase media frágil y preocupada de las transformaciones rápidas de la sociedad. Es su fragilidad la que la lleva a estigmatizar a otros grupos, reales o no.
Este mecanismo de diferenciación y estigmatización funciona también a nivel de la sociedad completa, particularmente contra “los políticos” como símbolo de la corrupción que se aprovecha del esfuerzo que despliega cada uno en su laboriosa vida; o contra los colombianos –entiéndase negros– como miedo irracional a la apertura mundial o al otro desconocido (Frei, 2016). La supuesta clase media chatarra, aspiracional, a crédito, en el fondo es el reflejo de un cambio de sociedad: es lo que vemos en el espejo cuando pensamos que la coyuntura puede degradarse.
Sin embargo, lo que sabemos es que estas clases medias estigmatizadas de consumistas y aspiracionales, en general, no anhelan a ser o tener mucho más de lo que tienen. De hecho, contra lo que se cree, solo un 10-12% de la clase media estaría sobre endeudada; la mayoría lo está en bienes no suntuarios, como la educación y la vivienda (Marambio, 2013). Más que vivir aspirando a más, su cotidianeidad está marcada por momentos –entre los que se pueden incluir los debates por la reforma del sistema educacional, la reforma del sistema tributario, los anuncios de nuevos episodios de colusión, o de malas proyecciones económicas y financieras en que la asalta un intenso miedo al desclasamiento (Chauvel, 2016).
Es por ello que el miedo al de abajo opera como un potente segregador social y limita la posibilidad actual de solidaridad entre grupos sociales. Llama la atención entre sectores de clase media baja, el rechazo a las transferencias de recursos del Estado hacia los sectores más pobres por considerarlos flojos (Mac-Clure et al, 2015a). Y entre las clases medias más acomodadas, la falta de apoyo a una reforma tributaria que contribuya a igualar las condiciones, lo que puede atribuirse al miedo a que “otros se aprovechen del trabajo de uno”, en un sistema visto como amenazante, con servicios básicos caros y donde la competencia es feroz.
Lo mismo ocurre con la reforma de las pensiones: como queda claro con la reforma del 5% adicional, pocos quieren ser solidarios con quienes no tienen. Los grupos que protestan de manera efímera en internet luego de cada escándalo –farmacias, pollos, papel y la larga lista que comenzó a conocerse en 2008– reflejan estas nuevas aspiraciones de consumidores que esperan que las reglas del juego sean las mismas para todos en lo económico, de la misma forma que esperan que lo sean en la vida social, en base al principio liberal de igualdad de oportunidades. La trampa es que queremos instituciones para regular el juego, pero no las queremos cuando nos piden ser solidarios.
Finalmente, ¿cómo se relacionan estas clases medias pragmáticas y poco ideologizadas con la elite? En un país de alta desigualdad y alta concentración de la riqueza, esos grupos no necesariamente divisan la punta de la pirámide social o no necesariamente les molesta la concentración de la riqueza (Mac-Clure, 2015b). Como pasa en las carreras, no nos preocupa el que corre mucho más adelante, fuera de nuestra vista, sino que el que corre justo detrás y que nos puede quitar el puesto.
Así corre la clase media. Por ello, en la siguiente columna, analizaremos la obsesión chilena por la educación, particularmente universitaria, y la construcción de discursos sociales al respecto, junto con las otras formas, más ocultas, de conseguir sus metas, como el pituto y el favor que le resultan imprescindibles para movilizar recursos en una sociedad desigual.
Por: Emmanuelle Barozet
Fuente: Ciperchile cl
La ONDA digital Nº 812 (Síganos en Twitter y facebook)
Notas bibliográficas:
Canales, M. et al. (2016) ¿Por qué elegir una escuela privada subvencionada? Sectores medios emergentes y elección de escuela en un sistema de mercado, Estudios Pedagógicos XLII, N° 3: 89-109.
Chauvel, L., La Spirale du déclassement. Essai sur la société des illusions, París, Seuil.
Frei, R. (2016), La economía moral de la desigualdad en Chile: un modelo para armar, Santiago, PNUD.
Hernández, M. et al. (2015) Elección de escuela en Chile: de las dinámicas de distinción y exclusión a la segregación socioeconómica del sistema escolar, Estudios Pedagógicos XLI, Nº 2: 127-141.
Mac-Clure, O. et al, (2015a), La clase media clasifica a las personas en la sociedad: Resultados de una investigación empírica basada en juegos, Psicoperspectivas, vol. 14 n° 2, 4-15.
Mac-Clure, O. et al, (2015b), Juicios de las clases medias sobre la élite económica: ¿Crítica a las desigualdades en Chile?, Polis 41, s/n.
Marambio, A. (2013), Endeudamiento y retailización en grupos medios y emergentes: ¿El crédito como proyecto de movilidad social?, Tesis País, Funasupo.
Méndez, M.L. (s/f), Neighborhoods as arenas of conflict in the neoliberal city: Practices of boundary making between “us” and “them”, Urban Studies.
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