CINE | “Yo soy Tonya”: La violencia subyacente

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La violencia subyacente en toda su explicitud y la más cruda degradación humana son los dos componentes centrales de “Yo soy Tonya”, el removedor e impactante drama con trasfondo social del realizador australiano Craig Gillespie.

Este es un largometraje potente y controvertido, en tanto indaga en las historia real de una famosa deportista que se transformó en involuntaria víctima de un sistema sin dudas implacable.

En ese contexto, este film adquiere un trazo intransferiblemente testimonial, por hurgar en las deplorables miserias de una sociedad hipócrita y contradictoria que rinde una cuasi religiosa pleitesía a la apócrifa cultura de las apariencias.

No en vano el personaje central de esta historia dramática llegó a ser venerado y la vez vituperado y escarnecido, por un país que padece serias disfuncionalidades y patologías colectivas.

En tal sentido, esta película es un crudo retrato de la paranoia de los estadounidenses, originada en irracionales delirios de grandeza y en la violencia endémica -física y psicológica-que aqueja al colectivo.

En efecto, esta es una crónica de marginales y productos residuales del malogrado “sueño americano”, que sobreviven casi en la periferia de un tejido social expulsivo y excluyente.

Mixturando el falso documental con la estructura narrativa, “Yo soy Tonya” recrea la historia real de Tonya Hardin (Margot Robbie), una joven humilde que deviene en famosa competidora de patín artístico sobre hielo.

La particularidad de esta chica que adquirió singular notoriedad en la década del noventa, es que fue penalizada por su indirecta participación en un atentado contra la también patinadora Nancy Kerrigan (Caitlin Carver). Luego de ese incidente, se le prohibió volver a patinar profesionalmente y participar en competencias oficiales, lo cual la condenó a un doloroso ostracismo.

Fue el corolario de una existencia plagada de conflictos, maltratos y desprecio, consecuencia de un origen humilde que la transformó en una víctima de las privaciones y de lo que es aun peor, de la violencia de su entorno y de la carencia de afecto.

Mediante un discurso de acento osado y provocador, la película indaga en la intimidad familiar de esta desdichada joven, quien, desde muy pequeña, padeció la brutalidad de su madre LaVona Golden (Allison Janney) y el abandono de su padre.

En ese contexto, su existencia fue una suerte de infierno, apenas matizado por su afición al patinaje artístico desde los tres años de edad. Empero, su desdicha era esa madre autoritaria que la retiró de la escuela y trabajó como camarera para solventar la carrera de su hija.

Craig Gillespie trasunta con explicitud la violencia de esa mujer embrutecida por la inhumanidad de la pobreza, que es, sin dudas, la peor violación de los derechos humanos.

Con abundantes golpes bajos que retratan una realidad perversa y naturalmente extrema, el relato evoluciona hacia un nuevo estadio de la alienación colectiva: la veneración de una masa fanatizada y sostenida en una ideología ultra-nacionalista y de sesgo cuasi narcisista.

Empero, el cineasta no abdica en modo alguno de explorar la vida privada de la protagonista, reconstruyendo su tensa relación con Jeff Gillooly (Sebastian Stan), un marido golpeador empedernido, y su cuasi enfermizo vínculo con su madre.

Esa turbulenta realidad moldeó una personalidad exacerbada y radical, de una joven que fue un prodigio en el patinaje artístico capaz de dominar una compleja destreza como el Salto triple axel, pero que siempre desafió el statu quo y se enfrentó con los mojigatos jurados de las competencias, que jamás le perdonaron su origen y su osadía de incursionar en una disciplina de extracción burguesa.

Esta es la primera lectura que propone esta película, que denuncia, sin ambages, la predisposición del sistema a ocultar sus propias miserias y venderse internacionalmente como un modelo.

Como bien lo afirma un jurado a cuyo cargo está la elección de las competidoras para participar en los Juegos Olímpicos de Lillehammer (Noruega), Tonya no es el prototipo de joven que Estados Unidos quiere presentar.

Obviamente, la protagonista es lo que la propia sociedad hizo de ella: una persona traumada, golpeada, ultrajada, desarraigada, maleducada, hostil y en permanente postura defensiva.

El tramo final de la historia –que tiene si se quiere una estructura de thriller- está dedicado a recrear el irracional atentado contra Nancy Kerrigan, del cual fueron acusados Tonya, su marido y su presunto guardaespaldas, el no menos alienado Shawn Eckhardt (Paul Walter Hauser).

El realizador Craig Gillespie corrobora todo su sentido de la ironía y del humo negro, para describir una investigación a cargo del FBI que tiene mucho de absurda y surrealista.

Este es el segundo circo que monta el cineasta australiano, para fustigar ácidamente la estupidez colectiva de una sociedad con serios problemas de autoestima y capaz de perpetrar los peores desaguisados, incluyendo, naturalmente, votar a una delirante racista ultra-conservador como Donald Trump.

“Yo soy Tonya” es un drama realmente removedor, que reflexiona sobre la violencia, la pobreza, la intolerancia, la marginación, la soberbia, la doble moral y la hipocresía, sin renunciar a la denuncia y a la frontal condena a la mentira institucionalizada del “sueño americano”.

A las indudables excelencias en materia de montaje, música y ambientación, se suman las descollantes actuaciones protagónicas de la oscarizada Allison Janney y de la no menos monumental Margot Robbie.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

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