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La identidad de la gente común registrada a través de la lente de una cámara y representada en la iconografía del variopinto paisaje de pequeñas comarcas, es la clave de “Visages villages”, el removedor documental de la legendaria cineasta francesa Agnés Varda y el fotógrafo  Jean René Aka-JR.

Este trabajo cinematográfico de superlativa factura artística marca un auténtico mojón en la ya dilatada carrera de la longeva Varda, quien, a sus 89 vitales años, es una suerte de mito viviente y sobreviviente de la Nueva Ola (Nouvelle vague).

No en vano la realizadora es una de las pioneras del cine creado por mujeres de trazo feminista y, en ese contexto, sus películas, documentales y video-instalaciones poseen una impronta realista dotada de un intenso contenido social.

En ese marco, este trabajo -que tiene mucho de road movie porque el dúo de directores-actores recorre el país galo a través de carreteras desoladas enmarcadas en un paisaje de esplendorosa belleza- es una suerte de retrato de la otra Francia.

En efecto, Varda y JR desestiman de plano a París y a otros grandes centros urbanos de alta densidad humana y rostro post-moderno, para visualizar y si se quiere descubrir otras realidades en los  pequeños pueblos de la hermosísima campiña francesa.

En esos pintorescos lugares reside gente bien pueblerina lejos del mundanal ruido, que se dedica a la agricultura o bien a antiguos y tradicionales oficios en vías de extinción.

Salvo excepciones, las bucólicas y sosegadas rutinas de estos habitantes del paisaje no han cambiado radicalmente, pese a las vertiginosas transformaciones originadas por la revolución tecnológica.

A diferencia de los grandes conglomerados urbanos de los denominados países desarrollados, a estas personas no las ha impactado sustancialmente la globalización masificadora, porque conservan incólumes sus identidades.

El propio título de este film refiere a las caras, esas que son reproducidas, amplificadas y devenidas gigantografías que se imprimen en las paredes de casas, locales comerciales, fábricas y hasta vagones de trenes.

Cualquier superficie es adecuada para que la imagen se transforme en poesía visual y geografía humana, que ilustra la cotidianidad de estas personas ignotas de autoestima mejorada por la visualización de sus propios rostros y cuerpos.

Allí donde no llega la televisión con su narcisismo cuasi patológico al servicio del mercado y las vanidades del homo sapiens, sí llega la cámara de estos dos auténticos artistas, que en esta obra rescatan la esencia misma de la condición humana.

En ese vasto itinerario que tiene mucho de improvisación e inspiración, los realizadores y actores capturan múltiples peripecias e historias que merecen ser narradas y recreadas.

Ese variopinto calidoscopio registra, por ejemplo, la odisea de una mujer que se niega a abandonar su hogar en un barrio minero a punto de ser demolido, la aventura de un granjero que cultiva 800 hectáreas de tierra él solo, las vicisitudes de una antigua pareja de amantes que desafiaron a sus propias familias y la cotidianidad de los trabajadores de una planta productora de ácido clorhídrico.

La escrutadora lente de los cineastas penetra también los misterios de  un pueblo fantasma a medio edificar y abandonado, el romanticismo de un cartero que distribuye la correspondencia como antaño, la problemática de un jubilado empobrecido que vive como un marginal, las costumbres de una mujer que cría cabras pero no las despoja de sus cuernos como las empresas que las comercializan y las esposas de tres estibadores que cumplen un rol muy importante en el trabajo de sus maridos.

El caso concreto del agricultor que cultiva el solo 800 hectáreas de tierra, convoca a una profunda reflexión en torno a la incorporación de la tecnología a los procesos productivos, que deviene inexorablemente en la desaparición de fuentes de trabajo y desocupación.

También es elocuente la experiencia de esa mujer que se niega a abandonar su casa en un barrio minero que se encuentra en ruinas, cabal testimonio del sentido de pertenencia de los habitantes de la campiña francesa.

No menos sorprendente es ese jubilado francés que vive en situación de pobreza, en una sociedad que se ufana recurrentemente de su nivel de desarrollo.

Una de las secuencias que revela las propias nostalgias de la autora, es el intento de reencuentro con su ex amigo Jean-Luc Godard, un auténtico paradigma del cine y otro mito viviente de la denominada Nouvelle vague.

Esa vanguardia cinematográfica está presente en esta inusual realización, que destila poesía visual y amor por el cine de impronta si se quiere filosófica.

En efecto, en este caso la apuesta de los creadores es precisamente recrear un estilo de convivencia que trasciende a una globalización contemporánea que borra identidades.

Más allá del mero formato documental, “Visages villages” es cine químicamente puro, en tanto la cámara explora la intimidad de las personas integradas a su medio y su espacio vital de radicación.

Todos los personajes reales que nutren esta obra son naturalmente hijos de su circunstancia, tal cual lo proclamó el preclaro pensador  y ensayista español José Ortega y Gasset.

En consecuencia, esta película es -más allá de sus meras virtudes estéticas despojadas de todo subterfugio tecnológico- una alegoría testimonial sobre la vigencia de valores humanistas no contaminados por la cotidiana esclavitud del mercado.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

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