CINE | “Dogman”: El drama de la periferia social

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La Roma periférica con su carga de violencia, sus recurrentes tensiones cotidianas y sus no tan soterradas miserias constituye el corpus temático de “Dogman”, el removedor largometraje de trazo testimonial del realizador italiano Matteo Garrone, que se exhibe las salas de Cinemateca Uruguaya.

Autor de títulos tan aclamados como “El embalsamador” (2002), la magistral “Gomorra” (2008) (ganadora del Premio del Jurado del Festival de Cannes), la no menos potente y sugestiva “Reality” (2012) y la fantasía iconoclasta de “Pinocho” (2919), el realizador italiano corrobora sus conocidas facetas de agudo retratista de la realidad, mediante una mirada siempre oscura y pesimista.

En efecto, como en películas precedentes, sus personajes son derrotados crónicos, que vegetan en la vida casi sin rumbo y, obviamente, sin eventuales posibilidades de redención.

En tal sentido, el cine de Garrone posee, sin dudas, una escritura contundente, que recrea una Italia contemporánea habitualmente marginal y distante de la visión idílica de películas complacientes.

En buena medida, esa escritura deliberadamente realista de recurrente presencia en su producción cinematográfica, lo emparienta, más allá de obvias diferencias, con la impronta de maestros referentes como Federico Fellini y Pier Paolo Pasolini.

Todas estas características están presentes naturalmente en “Dogman”, que narra la historia de Marcello (Marcello Fonte),

un desgraciado peluquero de perros que sobrevive malamente de su oficio en La Magliana, un barrio de Roma distante geográfica y culturalmente de los esplendores de la Ciudad Eterna.

Se trata de una zona periférica ubicada al suroeste de la capital italiana cerca de las orillas del Río Tiber, poblado por grupos y etnias diversas, que, a partir de la década del setenta del siglo pasado, está siendo asolado por la criminalidad.

Como es habitual en el cine de Garrone, el protagonista es un hombre bastante tosco, nada bien parecido, algo encorvado y poco inteligente, pero con un profundo amor por su pequeña hija Alida (Alida Baldari Calabria), quien vive con su madre pero no con su progenitor.

En efecto, se trata de un ser solitario que reside en su propio local comercial llamado precisamente Dogman, donde atiende perros, a los que baña, corta el pelo y peina meticulosamente. También participa indirectamente y como cuidador en desfiles de canes de raza, donde la flor y nata de la burguesía exhibe sus ejemplares.

Aparentemente, este hombre tiene rutinas bien definidas y sin eventuales riesgos, si no fuera porque desarrolla una actividad clandestina como distribuidor de cocaína al menudeo.

En cierta medida, oficia como una suerte de “mula” o de intermediario entre los dueños del negocio -que se mueven obviamente a otro nivel- y el consumidor. Naturalmente, sus ganancias son mínimas.

Este cuadro permite inferir que no le alcanza el dinero que gana legalmente para cubrir sus gastos más elementales y menos aun para la manutención de su hija, que no vive con él.

Este ser humano desclasado y desencantado es una suerte de metáfora del costado más oscuro de una sociedad inmersa en el capitalismo más rampante, donde obviamente hay hijos y entenados, privilegiados y marginados.

El otro personaje que marca la tónica de esta historia de individuos radicalmente periféricos, es Simone (Edoardo Pesce), un paranoico ex boxeador, violento, prepotente y con el cerebro virtualmente devastado por la droga, quien, con sus permanentes robos a residencias particulares, se ha transformado en una suerte de pesadilla para el barrio. Por supuesto, nadie osa desafiarlo, porque se expondría a una brutal golpiza.

La estrecha relación entre este hombre bruto e irracional y el inocente peluquero de perros que le provee la droga, será el disparador de ulteriores instancias de tensión y dramatismo.

En efecto, en el foco de este violento delincuente, que es también un desgraciado solitario que vive con su madre, está el robo a un rico prestamista que medra con las desgracias y privaciones ajenas, cuyo comercio es lindero al del peluquero de perros. En ese contexto, la idea es practicar un boquete que permita pasar de un local a otro y concretar el hurto.

En cierta medida y aunque no justifica en este caso el proceder del delincuente, el discurso cinematográfico sugiere un tan antiguo como manido refrán: el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón. Por supuesto, este razonamiento no es compartido por las autoridades policiales, que siempre reprimen al más débil.

En efecto, en un ambiente oscuro, la figura del usurero representa una suerte de agiotista, funcional al sistema de acumulación capitalista hegemónico.

Los dos protagonistas- que sobreviven como pueden en una comunidad tan cerrada como indiferente e indolente- son productos residuales de una sociedad que, salvo excepciones, no otorga alternativas ni oportunidades de salir del pozo de una pobreza crómica.

Los otros personajes, que para nada son relevantes en el desarrollo del relato, se mueven con la misma inercia que el resto de una población agobiada por la indolencia y la desesperanza.

Sin embargo, igualmente castigan la actitud de ocultamiento de alguien que se transforma en víctima propiciatoria de la situación, cuando paga su silencio cómplice con cárcel y marginación.

“Dogman”, cuya traducción literal es obviamente hombre perro, es un retrato crudo y pesimista, sobre las miserias de un sistema que, en una sociedad desarrollada que suele ser presentada como modélica para la exportación, condena a vastos sectores de la ciudadanía a vivir en la periferia económica y social.

No en vano, el relato transpira desolación y decadencia, desde las viviendas deterioradas y en algunos casos en estado ruinoso, hasta la propia actitud de los pobladores, que están resignados a un destino aciago, como si este fuera inexorable.

En este nuevo largometraje, narrado con un singular nervio dramático y con excelentes interpretaciones protagónicas, Matteo Garrone se revela como un creador agudo y ciertamente nada complaciente, que desafía el apócrifo discurso oficial de un modelo económico y social en crisis terminal.

No en vano, la frágil arquitectura capitalista fue literalmente tumbada y devastada por un virus que, por su extrema pequeñez, solo puede ser visualizado con un microscopio electrónico.

 

 

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

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