El capitalismo ratonera y la endogamia política. Sobre la destrucción de estos dos tabúes, Pablo Iglesias reclama la indulgencia a su clientela: la clase media. Acompañado por las multitudes, ayer marchó sobre Madrid, desde Cibeles hasta Sol, contra la recuperación invisible.
En la Marcha por el cambio, «una victoria de la clase empobrecida» (dijo Errejón, a pie de calle), tomaron parte sectores de la izquierda socialista. Allí destapó su teatral cuenta atrás, el tic-tac con el que anuncia el fin de Rajoy. El líder de Podemos reta al poder oligárquico, pero mira a otro lado cuando le hablan de sus cuentas. Y no es de recibo que quien más exige transparencia no la muestre. «Con la misma vara que midiereis, seréis medidos», dice el Evangelio.
Ha puesto sobre la mesa a la «España de la rabia y de la idea». Lo ha hecho pacíficamente, pero utilizando un lenguaje radical, mezcla de frentrismo y consejismo, dos mojones de La Razón populista, el libro guía de Iglesias, cuyo autor, el fallecido Ernesto Laclau, fue profesor de Essex y director de la revista Debates y combates. Ha bebido en fuentes de nivel, como Jaime Pastor, antiguo acólito de Alain Krivine, o Vicenç Navarro, profesor de la Johns Hopkins. Quiere equidistar de PP y PSOE. Cultiva las guerras intestinas del izquierdismo, «enfermedad infantil»: Echenique en Aragón y Teresa Rodríguez en Andalucía, han sido las primeras víctimas de su fuego amigo.
Cuando se anuncia el fin de un statu quo, el poder se astilla, abre sus entrañas para dar paso a lo nuevo. Iglesias es hijo de un Inspector de Trabajo, delegado del Ministerio en varias provincias, y profesor de historia en la Escuela de Relaciones Laborales de Zamora. Su madre, Luisa Turrión, es abogada de CCOO. No hace falta añadir que fue en el comedor de su domicilio familiar donde germinó su deseo de cambio. Vive en Vallecas, el nido del Madrid cosmopolita y tierno que le une a sus íntimos y a su pareja Tania Sánchez, bisagra de la escisión inevitable en IU. Le puede la tertulia. Ha caído en la trampa mediática del periodismo castizo, el mundo de pantuflos y coletas.
Caricatura
Por su ascensión vertiginosa, el antecedente de Iglesias puede situarse en el Felipe González del bienio 80-82. El secretario general de Podemos llega montado en el ascensor marketiniano, a diferencia de Felipe que agotó primero a Kérenski (Suárez) para madurar su argumento en el debate parlamentario. El ex presidente contó con el apoyo y el dinero del SPD alemán. Iglesias, por el contario, comparte su fuente de recursos entre sus militantes y los gobiernos bolivarianos, lejos del socialcentrismo de Martin Schulz (presidente del Parlamento Europeo) y lejísimos del socialismo renano. Deslegitima el capitalismo, pero obtiene pingües beneficios de su productora, La Tuerka, o de los aireados estudios del profesor Juan Carlos Monedero, científico visitante de Humboldt (Berlín), un internacionalista de raza que completa su currículo en la figura de Jürgen Habermas, último éxtasis de la Escuela de Frankfurt. Como escudero de Pablo, Monedero ha sido denunciado por Manos Limpias y acosado por Montoro; ya está en el mapa procesal del país de las maravillas.
Iglesias hunde su fuerza en la pobreza energética, el paro eterno o los desahucios. Es interclasista e intergeneracional. Desde la España plurinacional, titubea ante el desafío territorial de Catalunya. Ataca a CiU, pero se disculpa con David Fernández (CUP), un hijo natural del soberanismo. Se presenta como la encarnación de los colectivos en lucha, sean médicos, pensionistas, enfermos o preferentistas. Convierte el descontento social en tendencia electoral. Ocupa el centro de una matroshka (Podemos), cuyas sucesivas capas se organizan por hegemonías más que por sufragios. Al estilo de los penenes (profesores no numerarios) de la Transición, Iglesias creó su equipo en la Facultad de Políticas de la Complutense, como impulsor del «socialismo del siglo XXI», un pretexto parisino en el que juegan jóvenes como Errejón y veteranos versátiles como Jorge Verstrynge, ex secretario general de Alianza Popular.
Es un teórico del «contrapoder», pero no le hace ascos a la institución. Sabe muy bien que si llega al Gobierno, los márgenes de negociación con Bruselas se habrán ampliado gracias a Mario Draghi, presidente del BCS. La auténtica reforma de la UE tiene hoy su sede en Frankfurt con la mayor avalancha monetaria jamás contada por un periodo de cinco años. La rebelión del Sur se solapará muy pronto en la QE de Draghi, y aquel día el discutible fondo argumental de Iglesias vivirá su prueba de fuego.
En la España de Rajoy no hay discurso; solo hay combate. La austeridad sin horizonte desemboca en el Grexit y los Pigs, excesos del desprecio anglogermánico. Para combatirlo, Podemos antepone la moral a la política. El partido de Iglesias es una promesa, pero también es una elegía de las derrotas populares. Sus pañuelos al viento conjugan con la música de Theodorakis y con la voz de Melina Mercuri. Lucha contra la «plutokratia» o la «xenophobia», al estilo de Alexis Tsipras. Su trayectoria de europarlamentario esta mellada por el pacto con Syriza a favor de Putin y en contra de Ucrania. Y, sin embargo, Iglesias, el líder que descorazona por sus alianzas tácticas europeas, tiene razón cuando dice que «Europa no es de la Troika», y despierta simpatías cuando se crece frente a sus contrincantes nacionales.
Para los más entusiastas, la Marcha del cambio en Madrid, «derecho quijotesco», «caricia en la Puerta del Sol», remedó simbólicamente el asalto jacobino a las Tullerías o la toma bolchevique del Kremlin. Pero no fue ni una cosa ni la otra. Las movilizaciones de Iglesias desarrollan más bien el contagio de Hugo Chávez en su vuelta al palacio presidencial Miraflores, en Caracas, después del golpe de Estado de 2002, que retuvo al comandante en la isla de Orchila.
Para desmarcarse del PSOE, Iglesias ha construido una zanja divisoria. Quiere descartar analogías y coincidencias. El mundo socialista nació del consenso occidental; él, en cambio, huye de la UE encastillada. Donde el PSOE esgrime crecimiento económico y Bienestar, el líder de Podemos tira de desigualdad; radicaliza el voto de los empobrecidos, muy lejos de Davos. Cuando el PSOE asciende a un futuro mejor, Iglesias desciende al mundo de los perdedores. Son vasos comunicantes. Pescan ambos en el mismo río: la conquista del centro.
Por Josep Maria Cortés
Columnista español
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