CINE | «la vida ante sí”: La ética de la solidaridad

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Los terribles traumas de un pasado de pesadilla con toda su demoledora carga emocional a cuestas, la pobreza extrema, el abandono, la soledad, la solidaridad y el amor son los potentes ejes temáticos que desarrolla “La vida ante sí”, el conmovedor drama italiano del realizador Edouardo Ponti, que marca la reaparición de la legendaria y galardonada estrella Sofía Loren, luego de su retiro de la actuación y de diez largos años de ausencia.

Esta película, que es una producción de Nexflix y naturalmente puede ser visionada únicamente a través de dicha plataforma en tiempos de pandemia y confinamiento voluntario, es una suerte de homenaje a la magistral actriz italiana, que, en buena medida, recoge la mejor tradición del neorrealismo italiano.

Cuando quienes la admiramos desde nuestra adolescencia ya estábamos resignados a no volver a verla salvo en alguna retrospectiva que rescatara parte de su vasto itinerario en el cine, esta magistral actriz, de 86 años de edad, regresó por sus fueros para representar un personaje tan potente como entrañable.

Más allá su avanzada edad, no sorprende en modo alguno que Loren conserve intactas sus excepcionales cualidades histriónicas y su avasallante temperamento, que le permitieron, durante seis décadas, brillar en variados géneros cinematográficos como el drama, la comedia, el cine histórico y el testimonial.

En tal sentido, sería redundante recrear su majestuosa carrera artística, cuyo lanzamiento al estrellato se concretó de la mano de cineastas referentes tan conceptuosos como Vittorio de Sica, uno de sus mentores, y de Ettore Scola, entre otros.

El secreto de esta laureada mujer galardonada con dos premios Oscar –uno de ellos honorífico- que en el pasado mixturó el talento con la belleza física, es naturalmente esa pasión a raudales que le brota por los poros y deviene intransferible magia interpretativa.

Por supuesto, pese a que actualmente es una octogenaria y las implacables huellas del tiempo surcan su ajado rostro, ese fuego sagrado no lo ha perdido, porque está en la genética de esta auténtica actriz de raza.

Como una suerte de asignatura pendiente tal vez consigo mismo, Sofía Loren regresó a la pantalla bajo la dirección de su hijo menor Edouardo Ponti, que nació de su matrimonio con el no menos emblemático productor artístico Carlo Ponti.

La película es una nueva adaptación de la novela de Romain Gary, que tuvo una versión cinematográfica anterior en 1977. En ese caso, el papel protagónico es interpretado nada menos que por la icónica actriz francesa Simone Signoret, bajo la dirección del israelí Moshe Mizrahi. El film cosechó el Oscar en la categoría Mejor Película de Habla no Inglesa.

En esta remake, la historia está ambientada en Bari, en el paradisíaco pero otrora deprimido sur de Italia y la protagonista femenina vuelve a ser Madame Rosa (Sofía Loren), una anciana prostituta judía que sobrevivió en el pasado al tormento de los campos de concentración nazis y, en el presente, se dedica a cuidar hijos de trabajadoras sexuales.

En ese contexto, su hogar funciona como una suerte de albergue para niños desamparados, hijos de mujeres que, por su profesión y su extrema pobreza, no tienen capacidad para convivir con ellos, cuidarlos y alimentarlos.

El espacio, que aunque es acotado es acogedor, funciona, a la sazón, como una suerte de dependencia del INAU, aunque naturalmente sin asistencia estatal.

En este entrañable relato sin dudas crepuscular, el disparador es la peripecia existencial de una mujer solitaria pero a la vez solidaria, que se sostiene emocionalmente gracias al afecto de la comunidad y dispensa ternura no exento, cuando es menester, de autoridad.

En esas circunstancias, el otro personaje de este cuadro de radical desesperanza es  Momo (Ibrahima Gueye), un huérfano de 12 años oriundo de Senegal, África, quien, pese a convivir con un médico que lo contiene y le transmite valores hasta donde puede, se dedica a robar para sustentarse.

También opera como una suerte de distribuidor  al servicio de un narcotraficante que lo trata con cariño, lo cual le permite reunir dinero para concretar el sueño de adquirir una bicicleta.

En ese contexto, la trama dramática se centra básicamente en la relación de la anciana con el adolescente, a quien debe cuidar durante un tiempo a cambio de dinero.

Por supuesto, como se trata de un menor habituado a la libertad ambulatoria y a la falta de límites, el vínculo inicial entre ambos es naturalmente conflictivo y, por supuesto, tenso.

Empero, con el tiempo, esa situación muta radicalmente, a medida que la relación comienza a impregnarse de confianza mutua y el niño adquiere algunos códigos de conducta, que le permiten interactuar, por ejemplo, con otro adolescente que comparte la misma habitación y, obviamente, con la anfitriona.

La película que posee pocos personajes pero relevantes, como el comerciante musulmán que intenta guiar al adolescente y alejarlo del delito, promueve valores intrínsecos que la transforman en una propuesta muy potente, más allá de un costado excesivamente melodramático para consumo de espectadores sensibles.

No obstante, aunque sigue una línea argumental bastante lineal, esta película propone algunos ángulos de reflexión en torno al estigma del desamparo, que es común a los dos protagonistas.

No en vano, la mujer se suele refugiar en secreto en un oscuro sótano, que alberga buena parte de su historia. Allí se siente protegida de su soledad, pero también de lacerantes fantasmas de un oscuro pasado signado por la violencia, el patológico odio racial, el desarraigo y el desamor.

Mientras tanto, el niño sueña con un león que, en lugar de atacarlo y devorarlo como sería lógico, lo mima y le lame el rostro, lo cual remite su memoria a la protección y a los afectos maternales perdidos por el devenir de una existencia traumáticamente azarosa.

Aunque sea naturalmente un lacrimógeno producto de consumo masivo para lucimiento de la gran Sofía Loren y del sorprendente Ibrahima Gueye, cuya actuación impacta por su madurez interpretativa, profesionalismo y convicción, “La vida ante sí” es un drama realmente conmovedor y removedor.

En más de un sentido, la película está impregnada del intenso espíritu del emblemático neorrealismo italiano, un movimiento cinematográfico nacido en la post-guerra, que retrató, como pocos, las miserias y grietas sociales subyacentes.

En este caso concreto y más allá de ajustarse al texto original con leves variantes, Edouardo Ponti despoja al relato de algunos de sus componentes más ácidamente dramáticos, en una película que promueve una profunda y hasta interpelante reflexión en torno a la pesadilla de la violencia, el odio, el abandono, la soledad, la pobreza extrema, la solidaridad como una suerte de liturgia ética y el amor, entendido como un sustento afectivo y como primordial vehículo de emancipación emocional.

 

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

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