La violencia sexual como práctica deleznable y el fanatismo religioso como patología son los dos controvertidos ejes temáticos de “Ellas hablan”, el demoledor film de denuncia de la realizadora canadiense Sarah Polley ganador del premio Oscar al Mejor Guión Adaptado, que indaga, con osado rigor testimonial, en una de las prácticas más aberrantes perpetradas por hombres contra mujeres inocentes.
Esta soberbia película fue virtualmente ignorada por la Academia de Hollywood, que otorgó siete estatuillas doradas, entre ellas el Oscar asignado a la Mejor Película, a la iconoclasta, reflexiva pero taquillera “Todo en todas partes al mismo tiempo” y cuatro al magistral drama bélico “Sin novedad en el frente”, que, a nuestro juicio, debió ganar el máximo galardón. Ambos films fueron reseñados por quien escribe en este espacio de análisis.
Aunque en el caso de “Ellas hablan” la trama cinematográfica es ficcional, el relato abreva de la novela homónima de 2018 de la escritora canadiense y coguionista Miriam Toes, quien se inspiró en una historia real sucedida entre 2005 y 2009, en la colonia maronita de Manitoba, situada en Bolivia, donde más de 150 mujeres y niñas, algunas de hasta tres años, sufrieron los continuos abusos de hombres (campesinos) pertenecientes a la propia comunidad, que las drogaban con anestesia para animales mientras dormían y ulteriormente las violaban y las sometían a toda suerte de incalificables vejámenes.
En ese contexto, las víctimas se despertaban mareadas, con el cuerpo cubierto de moretones y bañadas en sangre y semen. Cuando los atropellos eran denunciados, los hombres atribuían lo sucedido a un presunto castigo divino, a Satanás o a la propia imaginación de las damnificadas. Denunciar esas deleznables agresiones podría conducir al rechazo, la marginación y hasta a ser acusadas de apóstatas y, obviamente, a la excomulgación.
Con esa removedora temática, tan bien condensada en el formato literario, la cineasta canadiense asumió el desafío de construir un drama presentado como estética teatral, donde se dirime la escasa acción de un relato gobernado naturalmente por el diálogo, el monólogo y el discurso individual o colectivo.
En este contexto, se cruzan dos temas de siempre candente actualidad, como el abuso de poder sostenido en la hegemónica y autoritaria cultural patriarcal y el fanatismo religioso, que habitualmente aherroja la voluntad de los devotos de una religión de rasgos realmente fundamentalistas.
El propio título, tanto de la novela como de la película, da cuenta de un acontecimiento inédito en esas cerradas comunidades rurales que tienen sus propios códigos de convivencia: la voz de la mujer, que en este caso se alza interpelante y acusadora en medio de tanto silencio, en la mayoría de los casos por temor y en otros por inconsciente complicidad con los agresores.
En un micro-mundo desolado y bucólico, donde la pauta es la rutina y en el cual las mujeres son tratadas como animales aunque con su trabajo y esfuerzo se ganen el derecho a ser consideradas, las víctimas de tantas atrocidades callan y procesan interiormente sus propios dramas. No en vano, la mayoría de ellas son madres solteras y, por imperio de las peculiares circunstancias, desconocen quienes son los padres de sus hijos, condenados a ser bastardos de por vida.
Lo realmente sorprendente y por cierto contradictorio, es que estas aberraciones se suscitan en espacios de interactuación humana unidos por la fe y una supuesta cultura de la tolerancia.
Al respecto, resulta pertinente referirse a lo manonitas, que son una rama pacifista y trinitaria del movimiento cristiano anabaptista, que nació en el siglo XVI, durante la revolución protestante,
En esas circunstancias, este nucleamiento tiene sus orígenes en un grupo de anabautistas suizos que estudiaron la Biblia y no encontraron en ella justificación para una Iglesia del Estado. En ese contexto, esta comunidad de creyentes decidió libremente adherir a la prédica retentora de Jesús, con sus propios códigos y normas. Por más que no están institucionalizados, los miembros de esta vertiente religiosa profesan una suerte de fanatismo ortodoxo, que los aísla del mundo en una burbuja de espiritualidad.
Sin embargo, como sucede en el caso de las huestes de la Iglesia Católica Apostólica Romana desde hace siglos, es habitual que se desvíen de la moral hegemónica y cometan toda suerte de aberraciones y fechorías como las que recrea está película.
Es decir, de puritanos no tienen nada. En cambio, si son machistas y misóginos. Para estos hombres la mujer es un mero objeto ornamental y una hembra paridora, por más que trabaje y se gane sus derechos con dignidad.
Aunque haya un núcleo inspirador y una novela de denuncia en la cual se basa el argumento, “Ellas hablan” está ambientada en un espacio geográfico indeterminado, aunque el tiempo histórico está marcado por un censo de población correspondiente al año 2010.
Realmente, cuesta creer que en pleno siglo XXI subsista esta mentalidad medieval, que conculca los derechos de las mujeres como si no se tratara de seres humanos y se transforme a la fe religiosa en una herramienta de dominación colectiva, obviamente mediante el miedo a la excomulgación, la marginación y, naturalmente, a la perdición del alma. En esas circunstancias, el castigo para la persona que no acate los inflexibles preceptos y los mandatos bíblicos, es consumirse inexorablemente en el infierno.
Salvo excepciones, casi todo el relato transcurre en un inmenso establo, donde un grupo de mujeres, con un dócil maestro como apuntador, debaten qué hacer para resistir los ataques de esas auténticas bestias que las ultrajan cotidianamente. Obviamente, la presencia del solidario hombre, que se compromete con la causa, tiene su explicación: es el único que sabe leer y escribir en una comunidad de analfabetos e iletrados, que se limitan a digerir los sermones de los referentes de la religión y a acatar sus mandatos.
Sin embargo, la violencia adquiere una dimensión superlativa, lo cual provoca la reacción de las víctimas, que se reúnen en una suerte de asamblea casi permanente, a los efectos de tomar una decisión que será crucial para el futuro.
En ese marco, del debate surgen tres alternativas concretas: seguir soportando lo insoportable, luchar contra la violencia machista con violencia feminista o bien marcharse de la comunidad, en una suerte de experiencia de rebeldía compartida que evoca el éxodo del pueblo judío conducido por el profeta Moisés, quien, según narran los textos bíblicos, doblegó la férrea voluntad de un faraón esclavista, autoritario e intransigente, luego que las diez plagas enviadas por Dios se abatieran sobre Egipto, incluyendo la muerte de sus primogénitos.
La realizadora canadiense soslaya todo eventual efectismo, limitando la alusión a las atrocidades al testimonio verbal de las víctimas o, en algunos casos, a las cicatrices o moretones provocados por la violencia de los hombres depredadores.
En cambio, si centra todo el desarrollo del relato en el dilema ético de estas corajudas mujeres, que deben tomar una decisión para detener de una vez por todas el tortuosos calvario.
En tal sentido, siempre inspirándose en la novela homónima, la cineasta y guionista les otorga voz a estas castigadas mujeres que han padecido en silencio durante tanto tiempo.
En efecto, dentro del establo, todas son libres de exorcizar su dolor, su impotencia, su ira y su frustración, como si se tratara de un consultorio psicológico, donde los pacientes –en este caso las pacientes- descargan su mochila emocional y apuntan a sanar las heridas de sus martirizadas almas.
Allí, en ese modesto espacio físico con paredes de madera u otros elementos más precarios, pisos de tierra cubiertos de heno y con hedor a estiércol de ganado, similar al lugar donde nació el propio Jesús, estas féminas excluidas ejercen su derecho a la protesta, recurrentemente conculcado por tribunales que no escuchan sus testimonios y hasta liberan a los criminales bajo fianza, lo cual es claramente una afrenta.
Aunque esta película no reconstruye la violencia explícita a la cual están sometidas las víctimas, sí revela la violencia implícita devenida del silencio compulsivo y la represión que padecen.
Empero, el drama de estas víctimas propiciatorias de los más bajos instintos de hombres rudos y despiadados con cobertura legal, no refiere únicamente a las agresiones de las cuales son objeto. En efecto, en sus propios testimonios, además de la degradación y la ira, está presente el más rampante de los dogmatismos religiosos.
En efecto, salvo en el caso de una joven que interpela a Dios por permitir estos patológicos actos de barbarie, en la mayoría de las situaciones prevalece la cultura del miedo a la temida condena divina o la sumisión, que está introyectada en mentalidades cerradas, ortodoxas y refractarias a la reflexión crítica o al espíritu emancipador.
En cierta medida, en estas actitudes subyace, además de la resignación, el temor al castigo de ir al infierno por rebelarse contra el statu quo y por asumir una actitud que ponga en tela de juicio sus propias creencias y convicciones religiosas. Obviamente, salvo en el solitario caso de una mujer, no hay cuestionamientos morales ni éticos a ese orden cuasi inmutable ni se interpela al ser superior por permitir que esos crímenes lesa humanidad queden impunes.
Es decir, ni se cuestiona el orden humano ni el orden divino, que es el responsable de no limitar los excesos de bestias masculinas infrahumanas para quienes la mujer es un mero cuerpo apetecible, sin alma ni emociones.
Este film pone en tela de juicio los límites de la tolerancia, pero también las rígidas cortapisas impuestas por centenarias creencias, como si cada mujer debiera purgar el pecado original perpetrado por Eva, quien osó comer el fruto del árbol de la sabiduría, desafiar al supremo hacedor y “corromper” a Adán, con la consecuencia que ambos fueron expulsados del paraíso y condenados al eterno padecimiento en este valle de lágrimas que es el mundo.
Apoyándose en un reparto de descollantes actrices, algunas tan conocidas como Frances McDormand, Rooney Mara, Claire Foy y Jessie Buckley, “Ellas hablan” es un crudo testimonio sobre la barbarie, con abundantes aunque no tan explícitas alusiones bíblicas.
Sarah Polley construye un potente exponente de cine militante y feminista, poniendo en el foco del debate uno de los temas más recurrentes del presente: el abuso sexual y el acoso, que no es exclusivo de las sociedades cerradas, atrasadas y contaminadas por la religión, sino también de las laicas.
En efecto, el tema central de controversia de esta como de otras películas de tenor similar, es la prepotencia del poder característica de un modelo de convivencia todavía hegemonizado por el machismo patriarcal y la flagrante violación de los derechos humanos del sexo femenino, que no es privativa de las naciones con gobiernos teocráticos, ya que también contamina a los países donde prevalece la libertad de cultos como Uruguay.
En consecuencia, “Ellas hablan” es un removedor docudrama, que denuncia, sin ambages, las disfuncionalidades de una sociedad contemporánea que dista aun de ser igualitaria, donde no todos los ciudadanos tienen los mismos derechos, lo cual transforma en letra muerta las legislaciones presuntamente garantistas de las a menudo caricaturescas democracias occidentales.
FICHA TÉCNICA
Ellas hablan. Estados Unidos 2022. Dirección: Sarah Polley. Guión: Sarah Polley y Miriam Toews. Música: Hildur Guðnadóttir. Fotografía: Luc Montpellier. Montaje: Christopher Donaldson. Reparto: Rooney Mara, Claire Foy, Ben Whishaw, Jessie Buckley, Frances McDormand, Judith Ivey, Sheila McCarthy, Michelle McLeod, Liv McNeil y Kate Hallett.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
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