La pobreza extrema, la agobiante desolación de un desierto inclemente, la cruda aridez, la sequía, el amor por la tierra y las más arraigadas tradiciones ancestrales, son los seis removedores y reflexivos disparadores temáticos de “Utama”, la premiada producción boliviana del debutante realizador Alejandro Loayza, que impacta por la contundencia y explicitud de sus imágenes pero también por el perfil lacónico de sus protagonistas.
Este es un exponente de cine a la intemperie con actores no profesionales, que indaga en las exóticas costumbres y la cotidianidad de los nativos quechuas, una de las etnias dominantes en el país del Altiplano, que imprime con sus genes a una nación latinoamericana que lucha obsesivamente por salir del subdesarrollo y la postración, en un mundo multi-polar, despiadadamente competitivo y gobernado globalmente por la dictadura del mercado.
Estos indígenas, que conservan en pleno siglo XXI sus más acendradas tradiciones y se resisten a asimilar la cultura del hombre blanco que lo sojuzgó desde los tiempos de la conquista, son los protagonistas de este film sin dudas inclasificable, que recupera la identidad de un pueblo respetuoso de sus ancestros.
Con un presupuesto mínimo, esta película se erige igualmente en un contundente testimonio del desamparo de estos grupos humanos, que, contemporáneamente, gracias a los gobiernos socialistas encabezados por Evo Morales –el primer Jefe de Estado indígena de la historia de esta nación pluricultural- y hoy por Luis Arce, apuntan a mejorar sustantivamente su calidad de vida.
Empero, históricamente, estos nativos han padecido el avasallamiento del hombre blanco, que, tras invadirlos y saquearlos- un ejemplo bien elocuente es el agotamiento de los yacimientos de plata de Potosí- los condenaron a la marginación y a la pobreza extrema.
No en vano, Bolivia atesora en su subsuelo cuantiosas riquezas: petróleo, gas natural y litio -definido como el oro blanco- que se utiliza para la fabricación de baterías eléctricas y el almacenamiento de energías renovables, vitales para el futuro, cuando se están agotando las reservas de los hidrocarburos derivados del carbono.
No obstante, estos nativos son refractarios al progreso y al modelo de convivencia de sus verdugos blancos, porque este no respeta los códigos de su vida comunitaria, atenta contra la naturaleza y también violenta sus creencias.
Así como el árido e inclemente paisaje donde transcurre esta historia mínima sugiere aislamiento, otro tanto sucede con los protagonistas Virginio (José Calcina) y Sisa (Luisa Quispe), una pareja de campesinos y pastores de llamas, quienes viven con austeridad en una casa muy precaria de un pueblo no menos vacío, porque las condiciones de vida del territorio son extremadamente complejas.
Desde allí, los inexpresivos ojos del hombre y la mujer sólo pueden percibir un desierto interminable, donde el horizonte se funde con el cielo, dando una sensación de extraña continuidad.
Por supuesto, ninguno de los dos posee equipos celulares y ni siquiera rústicos teléfonos, por lo cual están virtualmente incomunicados, por voluntad propia. En efecto, en la hipótesis de una emergencia, no tienen a quién acudir excepto a sus vecinos.
Por las noches, esta pareja de desclasados se sienta en torno a una mesa para tomar el alimento. En esas circunstancias, las palabras son mínimas. Aunque naturalmente se aman y cuidan, su lenguaje es siempre el silencio. Ese mismo silencio es el que exuda del inhóspito territorio en el cual habitan, una suerte de páramo sin vegetación y de suelos fracturados por la erosión.
En ese marco, esta familia de apenas dos personas padece la sequía como una suerte de maldición, porque los pozos de donde extraen el agua para beber y cocinar están a punto de agotarse.
¿Cómo es posible sobrevivir en estas condiciones? ¿Por qué no emigran hacia la ciudad, donde no tendría este grave problema, que a priori no parece tener solución?
Muy sencillo: la voz de sus ancestros los convoca y los mantiene aferrados a la tierra, que para ellos tiene una connotación que no es meramente espacial sino espiritual.
Todos los días, ambos otean el horizonte y rezan por una gota de agua que les permita palear la situación y terminar, de una buena vez, con el drama de la sequía.
Todo transcurre casi por inercia hasta la llegada del nieto
Clever (Santos Choque), que impacta con su presencia a la pareja y les habla en castellano para romper el silencio compulsivo. Obviamente, los ancianos conocen esa lengua, pero la rechazan y se comunican en su idioma nativo.
Para el hombre, la presencia del nieto no es ciertamente bienvenida, porque la relaciona con su hijo, por quien se siente abandonado. Obviamente, le reprocha que se haya marchado a la ciudad y renunciando a seguir viviendo como viven los integrantes de la etnia quechua.
El anciano denota en su rostro un gesto de amargo resentimiento, porque se siente traicionado por su propia sangre. Evidentemente, no comprende que sus parientes han decidido tomar otro camino, para dejar atrás la pobreza, el atraso y el aislamiento.
En ese marco, la religión juega un papel singularmente relevante, que reconstruye los cortados puentes de comunicación entre el abuelo y el nieto, quien se preocupa por la precaria salud del anciano, ya que este padece una grave afección respiratoria que jamás ha sido atendida por la medicina.
El vínculo se restablece a través de la alusión a una figura simbólica: el cóndor que surca los cielos y las montanas del Altiplano boliviano. En efecto, esta ave de rapiña que vuela más alto que cualquier otra, es considerada un símbolo de espiritualidad y poder para muchas culturas andinas, además de haber poblado históricamente los territorios de Sudamérica.
Para estos nativos, el cóndor es casi una deidad y un compañero de ruta, porque, al igual que ellos, habita y aletea en el techo del mundo. Es, en consecuencia, una suerte de ícono y referente, por su fortaleza y valentía. Naturalmente, los indígenas se sienten protegidos por él. Incluso, se considera que este venerado plumífero es responsable de los ciclos solares y es el protector de la montana, que es su hábitat natural.
No en vano, en una secuencia sin dudas inolvidable –que pertenece a la dimensión de lo onírico- el ave se posa junto al abuelo, como si quisiera acompañarlo en su soledad y en su silencio, al cual en ningún momento renuncia.
El propio anciano le narra a su nieto, quien se ha criado en la ciudad y no abraza los cultos de sus ancestros, que cuando el ave siente que está cerca del final de su ciclo vital, recoge las alas y se deja caer al abismo de la cordillera.
Su reflexión es una suerte de advertencia, ya que también el protagonista intuye que su muerte está cerca, porque su enfermedad lo está consumiendo, y nada hará para evitar el trágico desenlace.
Incluso, cuando el nieto regresa con un médico y una ambulancia y al anciano se le advierte que debe trasladarse a la ciudad para ser atendido de su patología crónica, rechaza tajantemente la ayuda que se le ofrece. Evidentemente, quiere morir donde nació y regar la tierra con sus cenizas, para ingresar a la supuesta eternidad,
“Utama”, que en la lengua aymara boliviana se traduce como “nuestro hogar”, es una película de superlativa belleza estética y también conceptual, en exhala simbolismo y espiritualidad.
Aunque pueda parecer inverosímil para nuestra escala de valores urbana y de impronta europeísta, sus protagonistas son felices con lo que tienen y rechazan tajantemente la cultura del conquistador, que, hace más de cinco siglos, asoló estas tierras por entonces casi vírgenes, las saqueó y perpetró el peor genocidio de la historia de la humanidad.
En efecto, los nativos americanos o amerindios como se les suele denominar, fueron sojuzgados pero no derrotados, porque mantienen enhiesta su cultura, sus mitos, sus leyendas y sus creencias, que abrevan de sus ancestros.
Alejandro Loayza, que con su ópera prima acumuló numerosos galardones en prestigiosos festivales internacionales, construye una suerte de fresco costumbrista, empapado de pasión y de rebeldía.
En ese contexto, este magistral largometraje semidocumental, que lamentablemente tuvo una efímera presencia en escasas salas locales de exhibición, constituye un contundente testimonio de la perdurabilidad de los intransferibles rasgos identitarios de las civilizaciones originarias que aun habitan el continente.
En tal sentido, Bolivia tiene el privilegio de que la mayoría de su población es de origen indígena y no europea, una circunstancia muy diferente a lo que sucede en nuestro Uruguay, donde los amerindios fueron brutalmente exterminados por el criminal, traidor y corrupto fundador del Partido Colorado Fructuoso Rivera.
Buena parte del intrínseco valor de esta producción reside en el indudable talento de la afamada cinematógrafa uruguaya Bárbara Álvarez, que trabaja la imagen con singular maestría.
No en vano, hay tomas fotográficas realmente magistrales, filmadas naturalmente en el propio Altiplano boliviano, que trasuntan toda la dramática sequedad de un paisaje desértico, rocoso, agrietado y sediento.
Por supuesto, otras de las virtudes de esta obra sin dudas impactante, es la dirección de actores, con las obvias dificultades de trabajar con personas que no son profesionales y que, naturalmente, carecen de aptitudes histriónicas. Sin embargo, se desenvuelven con absoluta naturalidad, porque, en realidad, no están actuando. Están viviendo como lo hacen habitualmente.
Aunque por momentos segrega intenso dolor, por las condiciones de paupérrima pobreza en las cuales sobreviven estos personajes olvidados, que son reales y no de ficción, “Utama” no es propiamente un drama de trazo demoledor, aunque por supuesto sí remueve, conmueve y emociona.
Es sí un elocuente testimonio de la vigencia de una cultura que se resiste a sucumbir y a asimilar los antivalores del conquistador y del mercado de impronta predadora y saqueadora, para el cual, la mayoría de los habitantes de los países periféricos de nuestro continente, son mera fuerza de trabajo y no seres sentipensantes, como lo proclamó el egregio escritor uruguayo Eduardo Galeano, autor, nada menos, que del inconmensurable ensayo histórico “Las venas abiertas de América Latina”.
FICHA TECNICA
UTAMA. Bolivia 2022. Dirección: Alejandro Loayza Grisi. Guión: Alejandro Loayza Grisi. Producción: Santiago
Loayza Grisi, Marcos Loayza, y Federico Moreira.
Fotografía: Bárbara Álvarez. Montaje: Fernando Epstein. Música: Sergio Prudencio. Reparto: José Calcina, Luisa Quispe y Santos Choque
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