Consejos útiles para ser un/a experto/a confiable… o parecerlo

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En los últimos años ha cobrado importancia la figura del experto, entendido en términos generales como aquel que tiene un conocimiento especializado en algo. Puede ser una figura pública o no, puede ser asesor de empresas o de políticos o de ambos, puede ser economista o provenir de variadas disciplinas, posiblemente pueda tener también una inserción académica. El sociólogo francocanadiense Alain Deneault lo ubica como figura clave de la “mediocracia” actual, es decir, el poder tomado por los mediocres. Lo que sigue procura introducir algunas reflexiones sobre este tema sin huir de la polémica.

Un primer elemento a poner sobre la mesa es la diferencia con la figura del intelectual. Y en particular con el intelectual crítico. En otros tiempos, se asociaba esta figura a la academia o algún centro de producción de conocimiento o alguna publicación como fue la Monthly Review en Estados Unidos o la New Left Review en Inglaterra. En Uruguay, y a nuestra escala modesta, fue Marcha. Por supuesto, no la tuvieron fácil quienes se dedicaron a esto (en Estados Unidos y en la ex URSS, ocurrió persecución intelectual sin dudas). Hoy, el intelectual crítico es una especie en extinción en Uruguay, pero eso ya es otra historia que nos desvía del centro de atención.

Porque aquí lo importante es retener algunas de sus características que nos permite contraponerlas con la figura del experto. Es decir, si al primero lo ubicamos como alguien capaz de pensar e investigar más allá de las limitaciones que impone el poder, con herramientas conceptuales para mostrar conexiones analíticas ocultas, en general con un conocimiento erudito capaz de establecer mediaciones analíticas entre temas para ampliar su comprensión, nada de eso se aplica al experto.

Y aquí surge entonces una diferencia clara entre el intelectual crítico y la figura del experto que cruza partidos políticos y perspectivas de sociedad. La pregunta o el tema de convocatoria del experto ya es de por sí, muy concreta y se da un desplazamiento sobre el tipo de aporte o conocimiento esperado, que debe ser un insumo concreto, inmediato, para tomar decisiones. De este modo, hasta la propia izquierda que busca trascender la realidad actual tiende a desestimar cualquier conocimiento que no juzgue concreto, desideologizado y en lo posible un insumo de aplicación inmediata y que le permita seguir “jugando” el juego dentro del campo político.

De modo, que si usted quiere ser un experto/a exitoso/a, lo cual requiere en lo posible alguna aparición pública en un medio masivo de comunicación, sería deseable que tuviera en cuenta algunas reglas como las que siguen.

En primer lugar, el insumo del experto debe ser y parecer “técnico” y por tanto además de recortar un problema como se explicó, debe desconectarlo de un proyecto sociopolítico. Porque las campañas políticas serán entre gestiones, no entre proyectos de sociedad. En todo caso, si es preciso debatir en algún panel o mesa sobre algo, el experto convocado puede convertirse por un tiempo acotado en un “analista”, tertuliano, polemista, ubicable en el centro político (en el “extremo centro” diría Deneault) y que no trascienda el sentido común dominante. Pero nunca puede hacer aparecer un rasgo de intelectual crítico a riesgo de sacrificar su imagen de experto.

En segundo lugar, es deseable que lo que diga sea cuantitativamente medible. El manejo de porcentajes de algo siempre da aire de rigurosidad. No importa que la medición se haga sobre bases débiles (por ejemplo, un índice de felicidad), nadie va a andar buscando y discutiendo presupuestos metodológicos de eso. Y si está en Uruguay, despreocúpese. Como somos pocos, a nadie conviene criticar esas cosas, tal vez sea necesario aliarse en algún momento con el experto que tenía supuestos dudosos y entonces es necesario transformar su producto mágicamente en una contribución de primer nivel. También funciona viceversa.

Existe una especie de mantra que se repite sobre la necesidad de “medir” para ser confiable. Y en parte es razonable que esté presente esta idea: las sociedades actuales funcionan sobre la base de una producción incesante de datos y se asume que las decisiones se deberían tomar en función de los mismos. Después de todo, el procesamiento de una vastísima cantidad de datos es la base de la inteligencia artificial. Pero esta idea general esconde varios problemas.

Para empezar el deslizamiento al fetichismo de medición deja de lado otras preguntas y formas de construcción de conocimiento. Por ejemplo, ante la pregunta ¿cómo se construyen redes de poder en Uruguay?, se requieren conocer mecanismos y razones, por lo general encubiertos, sobre como instituciones o determinadas organizaciones económicas, políticas o sociales promueven o no a determinadas personas y que se espera de ellas. Se relaciona con herencias familiares, se conecta obviamente con capital social o red de relaciones acumuladas y los lugares informales de generación de las mismas (digamos, para aterrizar la idea, una fiesta por ejemplo). Está claro que un experto no habla de estos temas.

En tercer lugar, debe ser cuidadoso de lo que se puede mencionar y lo que no. Pero, como todo, la autocensura se aprende. Y en Uruguay, en general somos muy buenos en eso. La libertad, palabrita hoy recurrente, funciona extraordinariamente con autocensura. De este modo, digamos usted puede hablar de pobreza e incluso dejar claro que subió. Puede incluso aludir a la necesidad de mejorar los métodos de medición. Pero jamás se le ocurra hablar de clases sociales. Está muy mal visto. Mucho menos hablar de composición del 1 % que conforma la “clase dominante”. Ya estaríamos en el nivel del suicidio como experto. O del subregistro de las ganancias del capital, como alertó el economista Jorge Notaro en su momento para Uruguay. Todo eso ya no sería “técnico”, no es digno de un “experto”.

En cuarto lugar, el experto debe ser también un “fast thinker”, alguien adaptable a los tiempos de los medios de comunicación. Pierre Bourdieu se preguntaba en “Sobre la televisión”: “¿Acaso la televisión al conceder la palabra a pensadores supuestamente capaces de pensar a toda velocidad, no se está condenando a no contar más que con fast thinkers, con pensadores que piensan más rápido que su sombra…?” La respuesta, agregaba, es que piensan mediante “ideas preconcebidas”, banales, convencionales, corrientes… se vuelve “una comunicación sin más contenido que el propio hecho de la comunicación”. Pero, agreguemos nosotros, la magia aquí está en el encapsulamiento de problemas.

Finalmente es importante tener presente que la creciente complejidad de la gestión requiere insumos de “expertos” y como estos insumos suelen tener rápida caducidad (contar con cifras actualizadas, ya fuera de ironías, se ha vuelto una verdadera necesidad), la buena noticia para el experto es que siempre se requerirán sus servicios. En ese sentido, si el experto puede tener acceso a cifras actualizadas o a recursos para construirlas, su papel se asemeja a los sacerdotes que monopolizaban los bienes de salvación y que los diferenciaba del resto de los mortales.

Pero, ya para cerrar este rápido trayecto sobre el tema, hay que hacer notar que cuando hablamos del insumo del experto, el elemento que pasa desapercibido es que contribuye a direccionar lo que la sociedad considera conocimiento útil e inútil, indispensable y prescindible y a marcar umbrales de lo socialmente posible o de lo inalcanzable. Y existen necesidades importantes de conocimiento que van mucho más de allí, tanto en temas como en enfoque. La idea de problematizar algo (digamos, por ejemplo, mecanismos que contribuyen a reproducir la desigualdad social) no supone sobreabundar en diagnósticos, como a veces se puede pensar, sino con la necesidad de captar y explicar procesos sociohistóricos complejos y tener creatividad para ver como se superan problemas. Y desafiar al poder dominante, claro. En estas cosas, parece necesario trascender el aporte de los expertos.

Dr. Alfredo Falero

 

3 de marzo 2024.

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