Hiroshima y Nagasaki. La guerra aceleró la construcción de la bomba. Pero ¿por qué continuó, y continúa, la fábrica nuclear en marcha? Científicos sirviendo a verdugos. Verdugos enmascarados con un hábito de votos sin luces.
Las generaciones siguientes hemos nacido con la bomba ahí. Nosotros no somos ya iguales a los de entonces, a quienes aquel hecho insólito, aquel crimen sin precedentes en su forma y magnitud, aquella toma de conciencia de que, gracias a la ciencia, la humanidad estaba en condiciones de destruirse a sí misma, causaron una conmoción irreparable. El pensador Günther Anders quedó sin habla y no pudo escribir una línea en los años siguientes.
No sólo hemos integrado la amenaza de destrucción como parte de nuestro hábitat, es decir, que nos hemos habituado a su compañía: los de ahora somos otros que los de entonces, y nuestra sensibilidad hacia ello es diferente. La identidad humana se mueve y los acontecimientos la transforman. ¿Se puede crecer en una casa llena de minas, vivir en ella sabiendo que sus propios habitantes están en posición de desintegrarla, con intención o por error accidental? Evidentemente, se puede. No deja, con todo, de ser un horror en sí mismo.
La herencia que portamos
Nosotros llevamos, como herencia absorbida y contaminación asumida, la huella de aquella convulsión. Pero hoy la posibilidad que tiene la humanidad de quitarse de enmedio no es un tema fundamental que obsesione a pensadores y científicos como ocurría en los años cincuenta. La conciencia sobre un deterioro cada vez más acelerado del planeta, por ejemplo, la del cambio climático, ocupa actualmente las discusiones en mayor medida que la peligrosa presencia de bombas y centrales nucleares.
Sin embargo, esa mera existencia suya tiene ya carácter de macabra servidumbre. Los dieciocho prestigiosos firmantes del llamado Manifiesto de Göttingen, entre ellos, los Premios Nobel Otto Hahn, Werner Heisenberg y Max Born, protestaron en 1957 contra el armamento nuclear y la política al respecto anunciada por Adenauer, aunque apoyaron el “uso pacífico” de la energía nuclear. Adenauer respondió entre irónico y escandalizado por semejante “interferencia”; mas luego tuvo que retractarse debido a que, por primera vez, surgió un amplio debate público sobre el tema. Días después, los firmantes obtuvieron, en plena Guerra Fría, el apoyo de otros catorce investigadores de la desaparecida Alemania Oriental que redactaron un escrito similar. El filósofo Karl Jaspers reprochó a los científicos “ingenuidad política”, asombrado del abismo que había entre su capacidad de inventiva e inteligencia, y su pensamiento político sin elaborar: “Asustados de lo que han hecho, piden con ideas de paz una solución, mientras no dejan de llevar su trabajo adelante”.
Así es: lo que retrata a la ciencia moderna no es tanto el haber desarrollado un método, en el que se escuda para ostentar el monopolio de todo el saber humano, sino la actitud irresponsable y colonizadora del científico que no se detiene ante lo imprevisible de los procesos que desencadena en la naturaleza.
Günther Anders, en cambio, nunca creyó en el discurso de atoms for peace de Eisenhower, militar devenido presidente. Rechazó la energía nuclear, sin distinciones, en tanto supone un chantaje a la humanidad. Basta con recordar el escenario de Chernobyl y, más recientemente, el de Fukushima, para entenderlo. Por otra parte, es cierto: seguimos sobreviviendo a todo. Aunque algunos más que otros, parafraseando a Orwell. No vimos a los empresarios de la central japonesa vestidos con buzos echando una mano, ni siquiera en los momentos de mayor urgencia.
Los que lanzaron la bomba, hombres que no sentían culpa
Haber participado en un evento que arrasó en un instante 12 kilómetros cuadrados de territorio japonés, destruyó el 69% de los edificios de una pujante ciudad industrial y mató, sólo en el momento de la explosión, a unas 80.000 personas e hirió a otras 70.000, puede dejar una honda huella psicológica. Pero ése no fue el caso de Lewis. Lo cierto es que el copiloto del Enola Gay, que murió en 1983 a los 65 años siendo gerente de una fábrica de dulces, no mostró a lo largo de su vida remordimiento alguno por haber participado en el lanzamiento de ese objeto de 32 kilos y 16 kilotones de potencia (equivalentes a 16.000 toneladas de TNT) sobre la ciudad japonesa. +
¿Somos tal vez unos “analfabetos del miedo”, como decía también Günther Anders, sin suficiente capacidad de imaginación para comprender las consecuencias de un accidente o una explosión nucleares? Enajenados de la realidad que vivimos, tal vez no reaccionemos hasta que nosotros mismos tengamos el agua al cuello. Y en tal caso, con un inútil ataque de pánico. Pues, por lo que se refiere al prójimo, ése no está nada próximo. Ni la globalización nos lo ha acercado. Lo consideramos lejano, remoto, aunque no esté sino unos metros más allá. Si a él le toca más cerca del epicentro, echaremos la culpa a su destino.
Tal vez tenía razón Karl Jaspers en su libro de 1958 La bomba nuclear y el futuro de la humanidad, al afirmar, en el contexto de las grandes manifestaciones contra la guerra nuclear de esos años, que, más allá de los síntomas, habría que ir a la raíz de la desgracia humana, el belicismo, y que el armamento nuclear no podría ser abolido sin abolir a la vez el principio de la guerra. Mientras tanto, se han inventado más y mejores armas.
70 años después es válido lo que apuntó en su diario Günther Anders despúes de acudir en 1957, en Hiroshima, a la conmemoración de la explosión nuclear: “La celebración ha sido la manifestación de un nunca más, dentro de un mundo que está lleno de todavía, y de una y otra vez”.
Elena Martínez Rubio
Doctora en Filosofía y coeditora de los libros ‘Llámese cobardía a esa esperanza’ y ‘Si estoy desesperado, ¿a mí que me importa?’
Fuente Diagonalperiodico
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