“La inocencia”: Agudo retrato de violencias subyacentes

Tiempo de lectura: 8 minutos

/ CINE- La mentira, el engaño, la culpa, la desconfianza, la familia disfuncional, los conflictos interpersonales y la violencia implícita y explícita son las siete materias temáticas vertebrales que aborda “La inocencia”, el último largometraje del laureado realizador japonés Kore-eda Hirokazu, que indaga en las fracturas emocionales de una nación altamente desarrollada pero con traumas subyacentes,

Este cineasta nipón nacido en 1962, ha sabido construir un cine original y removedor, que aborda habitualmente temas tan profundos y universales como la memoria, la muerte, la pérdida y la felicidad, como ganancia no siempre apreciada ni asumida.

Su cine, que posee una impronta a menuda desoladora, indaga en la degradación de las relaciones interpersonales de la sociedad de su país y en los problemas vinculares y de deshumanización provocados por el acelerado avance del capitalismo y la industrialización.

El año de nacimiento del realizador coincidió con la consolidación del modelo de desarrollo de su país, menos de veinte años después de los demenciales holocaustos de Hiroshima y Nagazaki de agosto de 1945, que precedieron a la rendición incondicional y al epilogo de la Segunda Guerra Mundial.

Posteriormente, el país asiático fue ocupado y colonizado por  su verdugo Estados Unidos, lo cual devino en una traumática ruptura con sus tradiciones y sus identidades culturales. En ese contexto la armonía, el respeto y la espiritualidad que imperaban en la sociedad nipona se fueron diluyendo, reemplazadas por la salvaje lógica del mercado, que promueve únicamente el esfuerzo individual y la acumulación de bienes.

Obviamente, el modelo tomado como espejo fue precisamente el del invasor, lo cual le permitió a Japón alcanzar altos estándares de desarrollo económico y particularmente tecnológico.


Replicando el paradigma de Estados Unidos y de los otros países occidentales aliados que ganaron la guerra, Japón ensayó un salto tecnológico y económico y en pocas décadas se transformó en una potencia a nivel mundial. Pero también en una sociedad más pobre espiritualmente, con una aguda violencia interpersonal, en la cual la obsesión por el éxito económico y profesional viene acompañada de un enorme vacío existencial.

El estado de situación del Japón contemporáneo ya fue visualizado recientemente por el referente cineasta germano Wim Wenders en “Días perfectos”, un film que reseñamos para este portal. En ese relato, que posee una poética artística de superlativa exquisitez, el creador germano reflexiona que esa suerte de trasvase cultural no es perceptible en todas las generaciones, ya que primordialmente los japoneses mayores conservan mucho del legado de sus ancestros y se resisten a la occidentalización compulsiva. En efecto, ni la irrupción de la tecnología de punta, que tiene en este caso el sello nipón, ha logrado desdibujar la identidad de un país que, hoy, en pleno siglo XXI, es una de las economías más fuertes del planeta, aunque tengas algunos contrastes sociales.

El personaje central de “Días perfectos” es un humilde encargado de  limpieza de los baños públicos de la ciudad, quien es virtualmente ignorado por los usuarios de esos gabinetes higiénicos, los cuales, en su frenesí por llegar cuando antes a donde se dirigen, lo ignoran e incluso hasta lo pechan sin pedirle disculpas. Para ellos, este hombre no existe, porque ocupa un lugar meramente marginal en la nomenclatura social. Empero, este anónimo individuo conserva algunas costumbres de sus ascendientes.

Esa es la visión catastrofista de Wenders, que se proyecta en forma transversal en toda la sociedad nipona, la cual parece vivir cotidianamente a ritmo radicalmente acelerado y sin tiempo para disfrutar. En efecto, el objetivo es consumir y alcanzar un alto estatus social.


Empero, “La inocencia” analiza otro ángulo de este multitudinario conglomerado social: el de la convivencia, los lazos vinculares y la violencia implícita y explícita que subyace en una comunidad aparentemente pacífica, aunque para nada sosegada.

Al igual que en su valiosa producción precedente, el laureado realizador nipón condensa en esta película casi todas esas fracturas que exceden a lo meramente social para aterrizar en el terreno emocional. Por supuesto, en materia económica no es oro todo lo que reluce. Pese al altísimo ingreso per cápita de esta nación, según un relevamiento que data de 2021, que es el último conocido, el 15% de los japoneses viven por debajo del umbral de la pobreza. En la mayoría de los casos, se trata de personas que trabajan pero que tienen ingresos de no más de 700 dólares mensuales, lo cual es insuficiente para cubrir las necesidades básicas de una persona o una familia. Sin embargo, es muy extraño observar personas que duerman a la intemperie en las calles de Tokio, porque el Estado tiene una eficiente red de protección social, que les garantiza el derecho a una techo digno, entre otras prestaciones asistenciales.

Esa realidad, a menudo oculta por la propaganda, es real. No todos los japoneses recogen los beneficios del alto estándar de desarrollo. Algunos, como en toda sociedad capitalista, quedan rezagados y en la periferia.

En ese marco, es posible decodificar los entretelones de esta historia mínima pero no menos explícita, que presenta un esquema dramático aparentemente cerrado, aunque reserve al espectador más de una sorpresa.

El relato se inicia con un gigantesco incendio aparentemente de origen desconocido, que consume vorazmente un edificio que en una de sus plantas alberga un prostíbulo. Por supuesto, la conmoción, que es observaba a la distancia por dos pares de ojos impactados y estupefactos, se reitera recurrentemente durante todo el desarrollo del film, como si las agujas del reloj giraran en reverso. Aunque nunca se explica la causa del siniestro, que parece descolgado de la narración, el guión aporta claves que pueden conducir a su esclarecimiento.

Dos de los involuntarios espectadores del foco ígneo son Maori (Sakura Ando), una joven viuda que es madre de Minato (Soya Kurokawa). Se trata de un infante de comportamientos extraños, acorde a su condición de huérfano de padre.

En ese contexto, suele tener reacciones intespectivas, poco racionales, y aparentemente sin explicación, como saltar desde el automóvil de su progenitora en movimiento e intentar escapar. ¿De qué escapa este menor de edad que parece estar bien contenido en su hogar monoparental? No es extraño que este chico reaccione de esa manera, porque, por ejemplo, él y su madre le celebran el cumpleaños al padre fallecido con una gran torta con velas, como si estuviera presente. Es una costumbre típica de la religión budista, que homenajea a quienes ya no están y hasta conserva las cenizas del muerto en una urna en su propia casa.

Por supuesto, hay explícitas evidencias que el niño está en problemas, cuando aparece con señales de violencia, como un moretón en uno de sus brazos como si hubiera sido agredido, la pérdida de un zapato y la ostentación de un encendedor eléctrico. ¿Es realmente un pirómano en potencia? ¿Puede haber sido el responsable del incendio? Son dos interrogantes que planean permanentemente en todo el curso del relato.

La película adquiere tintes dramáticos, cuando el niño denuncia haber sido maltratado por su maestro Hori (Eita Nagayama), quien luego es sometido a una suerte de tribunal de Nuremberg para que explique o eventualmente rebata la versión de su discípulo. Empero, las autoridades de la escuela no sancionan al docente, quien igualmente queda impactado por la situación y hasta debe padecer acoso por haber concurrido a un prostíbulo donde encuentra la contención sexual que no le proporciona su pareja, como si se tratara de un delito penal.

En otro orden, el propio niño es a su vez acusado de comportamientos violentos y de agredir a un compañero, en una suerte de versiones cruzadas que no pueden ser probadas.

En ese contexto de conflicto irrumpe Eri (Hinata Hiiragi), un compañero de clase con una impronta algo andrógina, que se vincula con el protagonista. Aunque inicialmente son sólo amigos, realmente comparten secretos y un mundo de fantasía, a bordo de un vagón de tren abandonado situado en la cima de una pequeña elevación, que transforman en refugio pero también en su nueva casa. Este segundo niño tiene padre, pero falta la figura materna, que jamás de explicita dónde está, si vive o ya no está en este mundo.

En ese marco, ambos comparten el drama de la ausencia y construyen su propio universo imaginario en esa mole que parece suspendida en el aire y amenaza desmoronarse, ya que el lugar, situado muy cerca de la costa, suele padecer el embate de permanentes tifones, que obligan a los lugareños a asegurar puertas y postigos.

El otro personaje relevante de esta película es la directora de la escuela, quien afronta, como puede, el duelo por su nieto muerto en un accidente del cual es presuntamente responsable su esposo, quien permanece privado de su libertad.

Hay una secuencia de alto valor simbólico y metafórico cuando el protagonista se reúne a solas con la educadora y ambos confiesan sus culpas. Como la mujer es profesora de música, el corolario del encuentro es una suerte de improvisado concierto caótico y disonante, en el cual ambos emiten sonidos con sendos instrumentos de viento absolutamente despojados de armonía.

En realidad, los dos están expiando sus culpas por haber mentido, mediante un procedimiento que les otorga la libertad de expresarse sin cortapisas. Esa libertad es cotidianamente amputada por prejuicios, desconfianzas y acusaciones.

Una de las mayores virtudes de esta historia de ficción es analizar los hechos y las conductas desde el ángulo de observación de cada uno de los protagonistas de la trama, quienes sufren por los errores cometidos pero también por las culpas que no les pertenecen.

En realidad, nada es lo que parece ser y el desarrollo de la narración lo corrobora. Lo realmente cierto es que hay una patología social que se expresa con rigor en el ámbito de la escuela, pero que se origina obviamente en la intimidad de los hogares de ambos niños, en los conflictos de pareja del maestro acusado y en el demoledor peso de la culpa que carga sobre sus espaldas la madura directora del centro educativo.

El meollo de la trama está en ese vagón que se mueve y parecer precipitarse al vacío cuando sopla intensamente el viento de los tifones que azotan con frecuencia al lugar. Allí los dos niños, que son realmente los protagonistas, construyen un mundo de fantasía, descontaminado de las miserias humanas de los adultos. Esa inmensa mole es también, por su peculiar ubicación en el espacio, un símbolo de inestabilidad. Empero, si bien ambos menores corren peligro por la inminencia de un accidente, igualmente están aislados y a salvo de contagiarse de la alienación individual y colectiva de la sociedad en la cual interactúan.

No en vano, el título de la película en inglés es “Monster” (Monstruo). En realidad monstruo, que literalmente define a algo extraño, que según el diccionario de la Real Academia Española es un ser o ente natural o sobrenatural que provoca espanto, por ser una bestia a un mero engendro, es una metáfora de todas las patologías presentes en este film: el miedo, la culpa, la desconfianza, la ira y la violencia, entre otras.

En ese contexto, ese incendio que parece no extinguirse tiene como elemento central al fuego, que además de simbolizar la vida, es también, desde una lectura más mística y hasta religiosa, un destructor y a la vez un purificador. Incluso, en algunos mitos ancestrales, es el mediador entre la naturaleza y la cultura, pero también entre el Cielo y el Infierno, dos regiones imaginarias que describió magistralmente el poeta italiano Dante Alighieri, en su monumental obra clásica “La divina comedia”.

“La inocencia” no retrata la inocencia de los niños. Si retrata la inocencia de los adultos y obviamente de los espectadores, quienes no advierten que lo aparente no es real. Es una obra prolífica en apelaciones sociales y filosóficas, que indaga en los conflictos de una sociedad apabullada por la desconfianza, la insatisfacción y la infelicidad, en la cual los afectos parecen congelados por el desgaste provocado por los conflictos cotidianos subyacentes y por los demonios interiores que habitan interiormente a las atribuladas personas.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

 

FICHA TÉCNICA

La inocencia (Kaibutsuaka) Japón 2023. Dirección: Hirokazu Kore-eda. Guión: Yuji Sakamoto. Fotografía: Ryûto Kondô. Edición: Hirokazu Kore-eda. Música: Ryuichi Sakamoto.

Reparto:  Soya Kurokawa, Hiiragi Hinata, Sakura Ando, Eita, Mitsuki Takahata, Akihiro Kakuta, Shido Nakamura y Yûko Tanaka.

 

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