“Nada que perder”: Derechos groseramente vulnerados

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La familia monoparental, los cuidados, la pobreza y el rol del Estado en la protección de la población, particularmente en el caso de los menores de edad que nacen en hogares que presentan vulnerabilidades, son los cuatro potentes ejes temáticos de “Nada que perder”, el primer largometraje de la debutante realizadora francesa Delphine Deloget, quien indaga, con singular e incisiva profundidad, en un tema trasversal, que impacta no sólo a las sociedades periféricas, situadas en los países mal llamados subdesarrollados, sino también a las centrales o desarrolladas que conservan nichos sociales problemáticos.

Esta película plantea un tema sin dudas controvertido, como lo es el límite que debería tener el Estado para injerir en las cuestiones domésticas de una familia. La frontera es, naturalmente, muy delgada, porque si el Estado, que representa a la institucionalidad y a la voluntad ciudadana, se auto-margina incurre en omisión y si interviene con talante autoritario y se transforma en gendarme y en un auténtico Gran Hermano orwelliano, se erige en una suerte de dictador.

Aquí la clave es lograr un adecuado equilibrio entre ambas dimensiones, que no suponga ni un incisivo avance del Estado sobre la libertad individual de las personas ni una actitud de prescindencia, ante la hipótesis de un conflicto, de violencia doméstica, de abandono o de una renuncia no explícita de los deberes de la patria potestad de los padres, que son naturalmente irrenunciables, por más que en algunos casos sean ignorados.

Por supuesto, ante una contingencia de violencia intrafamiliar tan habitual en todas las clases sociales, el Estado, que es la cara visible de la sociedad, debe intervenir para preservar a los miembros más vulnerables de las familias, ya se trate de mujeres o de menores de edad.

En este caso, en lo que atañe a Uruguay, la normativa vigente requiere la intervención del Estado para penalizar las conductas violentas de los adultos y, consecuentemente, para amparar a los niños y adolescentes, a través del INAU, que es el organismo competente en la materia.

Aunque se trata de una medida que penaliza al infractor y/o al violento, que es sometido a la Justicia, también se penaliza a la víctima, que a menudo es arrancada del seno de su hogar. En este caso, el Estado no puede ser de ningún modo prescindente.

Otra hipótesis es naturalmente el abandono por parte de los mayores. En esa circunstancia, se debe actuar con energía siempre protegiendo al menor de edad y brindarle la posibilidad, por ejemplo, de ser eventualmente derivado a una familia sustituta o de permanecer internado en un establecimiento estatal.


Empero, la tercera situación es la relativa a los hogares monoparentales, donde la mujer se hace cargo, casi siempre en forma solitaria, de sus hijos y debe trabajar para alimentarlos y vestirlos, además de contenerlos afectivamente. ¿Quién cuida a los niños mientras las mujeres están trabajando? Obviamente, los hermanos mayores y, en esa hipótesis, dejan de estudiar y pierden vínculo con los centros educativos y con el aprendizaje. Esa situación los condena, en algunos casos de por vida, a la pobreza y hasta a la exclusión social, porque no podrán acceder a trabajos de calidad y bien remunerados.

Como se recordará, en el tercer gobierno progresista se creó en Uruguay el Sistema Nacional de Cuidados, cuyo propósito es atender a las familias pobres con niños a cargo y a los ancianos solos que viven en contextos de aguda precariedad social.

Esta unidad ejecutora, a la cual el actual gobierno le quitó presupuesto, fue eliminada como sistema y subsumida en la Secretaría Nacional de Cuidados y Discapacidad bajo la égida del MIDES, lo cual le restó autonomía y herramientas de gestión.

Cuando se tomó la decisión, el ex subsecretario del MIDES y actual Ministro de Defensa Nacional, Armando Caistandebat, afirmó insólitamente que “el Sistema de Cuidados es un buen programa de países ricos”, con el propósito de justificar el brutal recorte de recursos que ejecutó el gobierno. ¿Cómo se pudo perpetrar tal aberración en un país con más de un 20% de niños que nacen en hogares situados bajo la línea de pobreza y con tantos ancianos solos?

En ese marco, se debilitó su institucionalidad y se frenó la cobertura, Esta compleja situación devino en estancamiento. Actualmente, hay miles de aspirantes a ser amparados por el servicio, pero la respuesta del gobierno es casi nula. En los hechos, el programa, que dejó de ser sistema, está congelado.

La situación se hizo más explícita por el fallecimiento de 15 ancianos en residenciales de Treinta y Tres, Melo y Salinas. Estos internos pobres estaban alojados en establecimientos no habilitados por el Estado. Esa situación insólita se diluyó rápidamente, sin que los verdaderos responsables, la Ministra de Salud Pública y el Ministro de Desarrollo Social asumieran sus culpas, renunciaran o fueran cesados por el presidente de la República.

Esta película, sin dudas desafiante, plantea el tema de un menor en edad escolar y un adolescente, cuya madre ejerce la jefatura de hogar ante la ausencia del padre. Por ello, la mujer se erige en el sostén del hogar y debe trabajar, en este caso, en horas de la noche, en un boliche colmado de alcohólicos y drogadictos.

La protagonista de esta historia, que puede ser la de cualquier mujer uruguaya, aunque en este caso esta sea francesa, es Sylvie (Virginie Efira), una madre soltera que debe afrontar todas las contingencias y las exigencias de hacerse cargo de todo, en una familia claramente disfuncional. Por supuesto, se trata de un núcleo familiar pobre, aunque en este caso la pobreza no alcance el dramatismo característico de los segmentos más periféricos de las sociedades de los países latinoamericanos.

Naturalmente, se trata de una mujer corajuda, que no elude sus obligaciones laborales y menos aun su compromiso afectivo con sus hijos. Todos se han adaptado a la ausencia del padre o los padres, ya que la película no explica, en ningún momento, los eventos que preceden al contexto.
Por supuesto, por carecer de recursos, la mujer no puede pagar a nadie que se haga cargo del cuidado de sus hijos, que todas las noches aguardan el regreso de su madre, en una actitud que se ha tornado habitual. Esperan sin desesperar, porque saben que la mujer siempre volverá aunque tenga que trabajar en ese local hasta altas horas de la madrugada, cuando el último alcohólico o adicto decida regresar a su casa a dormir o prolongar los devastadores efectos de estas patologías en su propia burbuja.

Mientras la protagonista lucha denodadamente por ganar dinero en un trabajo que no le agrada y que por más de un motivo es insalubre, sus dos hijos solos, Sofiane, que es un niño, y Jean-Jacques, quien es un adolescente, se acompañan mutuamente, hasta que sucede lo inesperado: un accidente doméstico que le provoca quemaduras al niño, que aunque son de baja entidad, igualmente enciende la alarma. En ese contexto, el hijo mayor traslada a su hermano accidentado a un hospital en un carro de supermercado, lo cual está muy lejos de lo ideal para afrontar una contingencia tan compleja.

Aunque la familia intenta ocultar vanamente lo sucedido, un compañero de escuela revela la verdad, lo cual pone en marcha un operativo del Estado, presuntamente destinado a “corregir” una situación que sería claramente anormal.

Luego de una sucesión de llamadas telefónicas sin respuesta, una funcionaria del Estado, que es una trabajadora social de lo que en Uruguay sería el INAU, se avecina a la modesta casa de la familia acompañada por un pequeño ejército de policías, con orden de allanamiento. El despliegue parece desproporcionado, tratándose de una mujer que a priori no cometió ningún delito. A tal punto, que la toma del pequeño espacio hogareño por asalto se parece muchos a las jaurías militares que invadían literalmente las viviendas de los opositores durante la dictadura que azotó, durante 12 largos años de plomo, a nuestro Uruguay.

Mientras la tensión sube, comienza a crecer la convicción que el menor será secuestrado por el Estado y puesto bajo custodia, porque, según los interlocutores a cargo del operativo, la mujer no pudo hacerse cargo de su hijo, lo cual provocó el accidente. Aunque la protagonista se deshace en explicaciones, todo es en vano. La Policía arranca a su hijo del seno de la familia, que queda literalmente devastada.

Si bien puede haber a priori alguna presunción de omisión por parte de esta mujer jefa de hogar, con todo lo que ello supone en cuanto a sus responsabilidades, la primera interrogante que surge nítidamente es hasta dónde el Estado puede vulnerar tan groseramente los derechos de una familia, particularmente los del niño en cuestión, quien se resiste a abandonar la casa donde es cotidianamente cobijado por el amor.

Lo que sigue, en lo sucesivo, es la batalla legal que emprende la protagonista, con el apoyo de su hijo, de otros familiares y de un abogado, para lograr invalidar la orden judicial que determinó la medida cautelar y separó al menor de edad de sus afectos.

Empero, si el accidente en sí mismo fue dramático más allá que no revistió visos de gravedad, más dramática es aun la contingencia y el escenario adverso que se plantea a partir de una medida gubernamental que tiene mucho de draconiana.

Por supuesto, la situación provoca estragos en la psiquis de la madre ultrajada, quien se desequilibra emocionalmente, lo cual deviene en una situación todavía más angustiante. En efecto, a medida que avanza el relato, la mujer parece cada vez más lejos de recuperar la custodia de su hijo, porque la maraña burocrática y la mirada cada vez negativa de los personeros del Estado van profundizando paulatinamente la grieta que separa al niño cautivo de su familia. Incluso, se llega a esbozar la posibilidad que el menor sea entregado a una familia sustituta, que si bien podría cuidarlo jamás le brindaría el amor y el afecto que le pueden prodigar su madre y su hermano.

“Nada que perder”, que es sin dudas un título sumamente contundente, que sugiere una lucha sin cuartel contra toda una sistémica estructura estatal, reflexiona en clave social pero también en clave psicológica, en la medida que la adversa situación comienza a horadar paulatinamente la salud emocional de la protagonista y hasta le genera algún conflicto con su hijo mayor.

En ese marco, aflora en ciertos momentos la culpa como una herida lacerada, por no haber tomado las precauciones necesarias para evitar el accidente, aunque igualmente hay una miraba subjetiva sobre esta presunta omisión y en torno a los reales límites entre las obligaciones del gobierno y la discrecionalidad con la cual actúan sus representantes.

En tal sentido, hay una fuerte colisión entre derechos y obligaciones, porque a los derechos de la familia del niño se opone la obligación del Estado de amparar a la infancia desatendida. Sin embargo, hay realmente una pregunta insoslayable: ¿no será que también el Estado está omiso por no ofrecer un sistema de cuidados oficial destinado a amparar a familias que no pueden contratar un servicio privado por falta de recursos económicos?

Otra interrogante es: ¿cuál es la frontera que tendría el Estado cuya trasposición podría eventualmente vulnerar las potestades de una madre que es la única figura adulta de una familia totalmente disfuncional? La película no responde esta última interrogante, porque claramente deja la respuesta al arbitrio del propio cinéfilo espectador, que observa cotidianamente situaciones dramáticas en Uruguay, por falta de protección estatal.

En tal sentido, tal vez la institucionalidad sólo está cumpliendo con una parte del libreto, que es el relativo a la posibilidad de ocupar el vacío que deja la madre trabajadora durante sus horas de actividad nocturna, pero a su vez es omisa porque no plantea ninguna otra herramienta de amparo que contemple la vulnerabilidad de un núcleo familiar de tres integrantes, en el cual solo una persona aporta ingresos.

Es realmente superlativa la actuación protagónica de la magistral intérprete francesa Virginie Efira, quien encarna a una madre agobiada por responsabilidades que claramente exceden a sus posibilidades y que lucha denodadamente por recuperar a su hijo, aunque para ello tenga que infringir las normas legales.

La debutante realizadora Delphine Deloget, mediante una morada bien femenina pero nada complaciente, sabe administrar las tensiones de un drama que sin dudas lacera, en tanto reflexiona sobre la extrema vulnerabilidad de los hogares monoparentales, la pobreza como estigma en un país desarrollado, la ausencia de amparos adecuados y los excesos de un Estado omnímodo, que a menudo, sin proponérselo, ultraja groseramente y sin mayores contemplaciones los derechos de las personas.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

FICHA TÉCNICA

Nada que perder. (Rien à Perdre). Francia – Bélgica 2023: Dirección: Delphine Deloget. Guion: Pierre Chosson, Delphine Deloget, Julia Kowalski. Fotografía: Guilaume Schiffman. Reparto: Virginie Efira, Félix Lefebvre , Arieh Worthalter, Mathieu Demy, India Hair y Nadir Legrand.

 

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