“Cónclave” | Un contundente jaque al dogmatismo

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 / El ámbito cerrado y hermético de El Vaticano, las intrigas palaciegas, las conspiraciones, los conflictos, las miserias ocultas, las inevitables flaquezas humanas y las dudas en torno a la fe son los seis pilares temáticos de “Cónclave”, el transgresor drama del realizador alemán Edward Berger- autor de la formidable y multipremiada remake de “Sin novedad en el frente” (2022)- que desnuda y denuncia las desmedidas ambiciones que se ocultan en una suerte de mundo paralelo gobernado por el patológico fanatismo religioso, que está radicalmente escindido del mundo real.

Esta película corrobora que los obispos y cardenales de la Iglesia Católica Apostólica Romana padecen los mismos conflictos que cualquiera de nosotros, aunque no gocen de la misma libertad de los ateos y los laicos, porque están atados, por voluntad propia y de por vida, a los dogmas de un culto que cercena su voluntad.

También confirma que la Iglesia Católica, que otrora ostentó un excesivo poder político e incluso detenta un considerable poder económico, es una institución radicalmente machista, donde la mujer es casi un objeto. En ese sentido, no ha avanzado nada ni ha seguido la dinámica de la sociedad occidental, donde, en las últimas décadas, el sexo femenino ha alcanzado importantes estándares de igualdad en materia de derechos, aunque aun esté distante de las oportunidades de las que gozan los hombres.

En efecto, la mujer se limita a cumplir el rol de monja o en su defecto monja superiora,  que es el rango más alto que puede ocupar. En ese contexto, no tiene voz ni voto. Es decir, es casi invisible, como lo expresa elocuentemente una de las protagonistas de esta película.

En ese sentido, es absolutamente inverosímil pensar que una mujer pueda acceder al obispado o ser ordenada cardenal y menos aun que pueda aspirar al papado. Incluso, la hipótesis que una mujer hubiera eventualmente liderado la Iglesia Católica parece ser mero producto de la ficción. Esa ficción está alimentada por la leyenda de la papisa Juana, que habría sido una mujer que ejerció el papado ocultando su verdadero sexo, entre los años 855 y 857. Según los historiadores, ese período corresponde al del Papa Benedicto III. Incluso, otras versiones, no demasiado verosímiles, afirman que el papado de la mujer coincide con el de Juan VIII, que transcurrió entre los años 872 y 882.

Empero, no existen ni pruebas ni testimonios confiables de que una mujer haya ocupado en algún momento de la historia el trono de Pedro y esa posibilidad ha sido recurrentemente desestimada tanto por historiadores como por investigadores. Incluso, en pleno siglo XXI la mujer ocupa el mismo lugar en la Iglesia que ocupaba hace diez siglos. Desde ese punto de vista, se trata de una institución congelada en el tiempo, que sigue perdiendo fieles, ya que, hasta los más fervientes creyentes, no encuentran en ella las respuestas que necesitan a sus problemas y sus desvelos.

El otro tema, que en buena medida es destacado por este valioso largometraje testimonial, alude a la estructura vertical de la Iglesia y a ese dogma de fe que no admite discrepancias. Desde ese punto de vista y sin ánimo de ofender a los fieles, no es ciertamente una institución demasiado democrática. Por supuesto, aunque se pueda debatir entre pares, hay algo que no se discute ni se pone en tela de juicio: el dogma, porque para la Iglesia todo es como lo establecen las santas escrituras, aunque las evidencias históricas puedan demostrar lo contrario.

El otro tópico que identifica a la Iglesia Católica Apostólica Romana es que gobierna a las comunidades católicas mediante el estigma del pecado –que penaliza actos no sancionados por el derecho ni por la sociedad- pero también mediante el miedo al castigo y el perdón, una dádiva que se otorga a quien confiesa una falta, aunque esta sea realmente deleznable.

Finalmente y siempre respetando las convicciones de los fieles, tampoco se trata de un ámbito transparente, ya que casi todo está guardado bajo un secreto protegido por siete llaves. Empero, incluso bajo la superficie de ese mudillo singular poblado de sotanas, sandalias, hábitos y estolas subyacen los mismas miserias que caracterizan a cualquier persona, ya se trate de creyentes, devotos o laicos. Obviamente, los sacerdotes, los obispos y los cardenales son tan humanos como nosotros. La radical diferencia está en las imposturas y en el ocultamiento de actitudes, que están claramente explicitadas en “Cónclave”.

En primera instancia, es pertinente definir qué es realmente un cónclave. Un cónclave, vocablo que puede ser aplicado a cualquier reunión donde un grupo de personas con poder adoptan decisiones trascendentes, es el proceso mediante el cual el colegio cardenalicio elige un nuevo Papa, ante una hipótesis de acefalía generada por muerte o renuncia.

Aunque la existencia de los colegios cardenalicios se remonta a casi el origen mismo de la Iglesia Católica  y en un principio la opinión de los católicos laicos era tomada en cuenta en la decisión, el mecanismo de elección se ha ido ajustado paulatinamente, acorde a la nueva dinámica de funcionamiento de la institución. Actualmente, tienen derecho a voto todos los cardenales del planeta, con la única excepción de aquellos que suman más de ochenta años de edad y para designar a un nuevo pontífice se requiere la adhesión de dos tercios de los miembros del colegio. Cuando se alcanza esa mayoría, desde la chimenea de la Capilla Sixtina emerge un humo blanco, por la quema de las papeletas que los votantes colocan en la urna.

Empero, mientras el consenso no se alcance el humo será de color oscuro, lo cual les revelará a los fieles congregados en la Plaza de San Pedro que aun no se ha elegido a un nuevo Papa. En ese marco, la votación puede durar varios días y hasta varias semanas, en la medida que ninguno de los eventuales candidatos alcance el número de apoyos necesario para ser ungido. 

Este es el proceso que describe minuciosamente este film, que si no se aprecian sus valores artísticos y simbólicos, puede resultar hasta aburrido, porque transcurre casi todo entre cuatro paredes, ya sea en el inmenso salón de la Capilla Sixtina en el cual se dirime el cónclave o en los comedores y en las habitaciones donde descansan los participantes, que durante el encuentro no pueden tener contacto alguno con ninguna persona del exterior, ni físico ni telefónico. En efecto, todo está cerrado a cal y canto y los fieles, que concurren todos los días a la Plaza de San Pedro sólo se limitan a recibir la noticia, luego de largas horas o días de espera. Es decir, están absolutamente excluidos de la decisión.

El protagonista de esta historia, que es de ficción, aunque tenga un trasfondo de realidad, es el cardenal decano Thomas Lawrence (Ralph Fiennes), quien tendrá a su cargo la responsabilidad de coordinar el proceso de elección, luego de la acefalía devenida de la muerte del Papa. En esas circunstancias y pese a que el film posee un ritmo narrativo siempre moroso y sosegado, en el comienzo de la historia este religioso camino velozmente por claustrofóbicos y oscuros corredores hasta llegar a la recámara donde yace muerto el pontífice.

Allí este hombre, que está afrontando una crisis de fe, observa como tres religiosos, que previamente han colocado las manos del óbito sobre su pecho, rezan algunas oraciones en latín, tras lo cual uno de ellos le quita casi con violencia el anillo del pescador. Empero, a raíz del rigor mortis que comienza a apropiarse de esa anatomía ya sin vida, debe hacer un esfuerzo desmedido. El crujir de los huesos resulta ciertamente atronador, interrumpiendo radicalmente el silencio de esa habitación que está casi en penumbras. Ese anillo, que es el símbolo de la Santa Sede, representa a San Pedro pescando en un bote y, simbólicamente, la tarea pastoral de pescadores que deben desarrollar los miembros de la Iglesia para acercar a nuevos fieles y evengalizarlos.

En el devenir de este relato y luego del anuncio público del deceso del Papa, el film adquiere un ritmo bastante más acelerado, por los rápidos preparativos del cónclave, en el cual participarán todos los cardenales del planeta, incluyendo a los de latitudes lejanas como África, Asia y América Latina.

Se trata de un operativo minuciosamente planificado, en el marco del cual la reserva será total, por más que los participantes puedan encontrarse fuera del recinto de la votación y en esos ámbitos departir, intercambiar ideas y hasta negociar. ¿Qué es lo que se negociará antes de la instancia de votación? Nada menos que el poder, que será ostentado por una persona que liderará, durante su mandato, a una comunidad de casi 1.400 millones de fieles, según lo estimado en 2023. Es decir, el elegido tendrá más poder, aunque este sea únicamente religioso, que cualquier otro gobernante del planeta, aunque se trate de India y China, los dos países más poblados del mundo.

Por supuesto, el poder del Papa es también poder político porque el prelado es un gobernante del pequeño estado de El vaticano, a lo cual se suma un inconmensurable poder económico y la influencia sobre una multitud de creyentes, que se declaran devotos de esta religión sin pedir nada material a cambio, porque la fe es ciega, es sorda y casi siempre es muda.

En el transcurso de esta película, que en un 80% de su duración se desarrolla dentro del inmenso salón donde se delibera y se vota, afloran dos posturas radicalmente opuestas: la de quienes  promueven la candidatura de un cardenal que por su conservadurismo puede hacer retroceder los avances logrados por el pontífice muerto y la de otro candidato que puede tomar su legado y profundizar la reforma de la milenaria institución. Por cierto, tal vez el director y guionista aluda subliminalmente al Papa Francisco, que es un líder religioso con ideas bastantes progresistas o, yendo bastante más atrás en el tiempo, a Juan XXIII, quien pese a que ostentó este rango durante apenas cinco años, entre fines de la década del cincuenta y principios de la del sesenta, imprimió a la Iglesia Católica un vivificante aliento renovador.

Esta película, que está impregnada de la solemnidad de un acontecimiento que tiene un hondo valor simbólico, deviene por momentos en una suerte de thriller, en la medida que desnuda la encarnizada lucha de varios prelados por el poder, la pugna entre bandos y las campañas sucias que apuntan a descalificar a algunos candidatos que se consideran inconvenientes. Incluso, se ventilan algunas intimidades del pasado de algunos postulantes, con el propósito de demoler sus reputaciones.

Paradójica y deliberadamente, una mujer, la monja Agnes, que es encarnada por la gran actriz italiana Isabella Rossellini, revela un secreto que modifica el curso de los acontecimientos, cuando la decisión parecía definitivamente laudada. Sus palabras son elocuentes, cuando afirma que aunque las mujeres en la Iglesia “somos casi invisibles, Dios nos dotó de ojos, oídos y lengua”. Esta revelación pronunciada ante todos los cardenales, es una suerte de travesura de Edward Berger, quien transforma en su película al sexo femenino en protagonista, a lo cual se suma también la indirecta participación de una monja africana.

Incluso, el realizador alemán reserva para el epílogo una nueva sorpresa, que naturalmente no revelaré, que si trascendiera a la mera ficción y en algún momento de la historia aterrizara en la realidad, podría sacudir los cimientos de la institución.

Esas compulsiones rupturistas demuelen radicalmente la estructurada solemnidad de los ceremoniales y las ritualizaciones que identifican a la Iglesia Católica, que están retratadas en esta soberbia película hasta en el mínimo detalle, mediante una puesta en escena que privilegia la fotografía, el aceitado montaje, la contundencia de una música sin dudas sugestiva, y las recurrentes tensiones e intrigas palaciegas que circulan a través de los vasos comunicantes de una comunidad cerrada, conservadora, opaca y ciertamente nada transparente.

Esta película, que es un tan descarnado como elocuente retrato de la interna de El Vaticano con todas sus inflexiones, conflictos, rivalidades y antagonismos, exhibe las peores miserias del ser humano, las ambiciones desmedidas, las guerras sucias, las mentiras y las traiciones entre pares, en un ambiente sórdido y deliberadamente oscuro, silencioso y hasta aparentemente aséptico, que emula a un hospital o bien a un mausoleo. En ese marco, abundan el fanatismo exacerbado y el dogmatismo hegemónico, aunque el realizador germano habilita incluso un margen para la duda y hasta para el cuestionamiento de la fe, que suele resquebrajarse ante la ausencia de respuestas a preguntas que se formulan recurrentemente millones de seres racionales, desde los albores mismos de la humanidad.

Más allá de sus meras virtudes cinematográficas y de un discurso artístico que es claramente removedor, osado y por cierto bastante contestatario, “Cónclave” se destaca también en la fase interpretativa, ya que posee un reparto de fuste, en el cual sobresalen nítidamente las actuaciones protagónicas de  Ralph Fiennes, John Lithgow e Isabella Rossellini.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

 

 FICHA TÉCNICA

Cónclave. Reino Unido, Estados Unidos 2024. Dirección: Edward Berger. Guión: Peter Straughan basado en la novela homónima de Robert Harris. Fotografía: Stéphane Fontaine. Edición: Nick Emerson. Música: Volker Bertelmann. Reparto: Ralph Fiennes, Stanley Tucci, John Lithgow, Isabella Rossellini, Jacek Koman, Sergio Castellitto y Carlos Diehz. 

 

 

 

 

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