“Aún estoy aquí”: Dantesco retrato del terrorismo de Estado

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El salvaje terrorismo de Estado, la tortura, el asesinato y la desaparición forzada son los cuatro lacerantes pilares argumentales de “Aún estoy aquí”, el formidable film testimonial brasileño del realizador Walter Salles, que se adjudicó el Oscar a la Mejor Película Extranjera en su edición 2025, en lo que constituyó un verdadero hito histórico para la cinematografía del vecino país, que emula al gran film argentino “La historia oficial”, de Luis Puenzo, que en 1985 se alzó con el mismo galardón, apenas dos años después de la caída del telón de la dictadura genocida que azotó a nuestro vecino del Plata.

 En nuestra opinión, “Aún estoy aquí” también debió adjudicarse la estatuita en el rubro Mejor Película, premio para el cual el film también estaba nominado, porque,  tanto por su estatura cinematográfica como dramática, es muy superior a sus otras nueve competidoras, incluyendo a “Anora”, que cosechó la distinción más importante. Empero, se trata de un galardón que honra al cine latinoamericano y hace justicia con una película valiente, que denuncia las atrocidades cometidas por una terrible dictadura, durante el período más álgido de la Guerra Fría.

La historia recrea la desaparición forzosa de un diputado brasileño durante el largo gobierno autoritario que azotó a la nación norteña, que se transformó en una auténtica punta de lanza para la instalación de regímenes dictatoriales gorila en el continente durante las espeluznantes décadas del sesenta y el setenta del siglo XX.

Este régimen, que abarcó más de dos décadas, se inició el 31 de marzo de 1964, cuando las fuerzas armadas manipuladas desde Washington por el imperialismo yanki derrocaron al presidente izquierdista Joao Goulart, quien posteriormente se exilió en Uruguay y luego en Argentina, donde murió en condiciones hartamente sospechosas. Si bien la versión oficial fue que el deceso fue provocado por un infarto, algunas investigaciones la atribuyen a un asesinato político perpetrado en el marco del Plan Cóndor.

El gobierno autoritario brasileño, que violó flagrantemente los derechos humanos como otros despotismos que asolaron al continente, aplastó a la oposición política y censuró a la prensa.

Adoptó el nacionalismo como ideología y el anticomunismo como paradigma y, en su condición del peón estratégico, recibió asistencia privilegiada de los Estados Unidos, por tratarse del país más grande del continente, el más desarrollado económicamente y con posibilidades de capitalizar su influencia a nivel regional.

En 1967, bajo una nueva constitución, el régimen se institucionalizó a sí mismo, permitiendo el funcionamiento del parlamento, donde estaban representados únicamente dos partidos: la Alianza Renovadora Nacional, que era oficialista y el centrista Movimiento Democrático Brasileño.

Aunque el presidente era elegido por voto indirecto por el congreso, se celebraron cuatro elecciones parlamentarias, que fueron ganadas por el partido del régimen. Naturalmente, abundaron las denuncias de fraude, pese a lo cual la dictadura continuó hasta 1985, cuando fue electo Tacredo Nevez, en representación del Movimiento Democrático Brasileño, quien falleció antes de asumir. En su lugar fue investido José Sarney,  quien inició un largo período de estabilidad democrática que se prolonga hasta el presente. De todos modos, la dictadura dejó sus secuelas de asesinatos y desapariciones, aunque no fue un régimen tan criminal como el de Argentina y el de Chile.

Aun esta dilatada pesadilla originó varias producciones audiovisuales, entre películas y documentales, “Aún estoy aquí” es, sin dudas, la mejor propuesta cinematográfica que permite asomarse al horror del terrorismo de Estado en ese país, que tuvo su correlato en otras naciones del continente sudamericano, entre ellas Uruguay, que fue sojuzgado por un gobierno autoritario cívico militar entre junio de 1973 y febrero de 1985.

No extraña, en modo alguno, que el cineasta Walter Salles haya asumido el desafío de hacer cine político revisionista, porque se trata de un creador sensible, que ha dedicado su carrera a explorar la memoria y la transformación social de las comunidades latinoamericanas.

Obviamente, es muy recordado por su largometraje más célebre, “Estación central” (1998), que narra el coraje y la empatía de una mujer de mediana edad que ayuda a un niño huérfano de madre a encontrar a su padre. Se trata de una historia sensible, que conmueve por su hondo contenido social.

Su otra película destacada es “Diarios de motocicleta” (2004), que recrea los años juveniles de Ernesto “Che” Guevara, antes de transformarse en guerrillero y héroe de la revolución cubana.

La película se inspira en el diario personal homónimo del propio personaje.

En “Aún estoy aquí”, el cineasta se interna en el laberíntico período de la dictadura brasileña, para reconstruir el caso real de la desaparición y ulterior asesinato del diputado izquierdista  Ruben Paiva, encarnado en este caso por Selton Mello, acaecido en 1971. Este fue uno de los episodios más emblemáticos y bochornosos de la historia de prepotencia de esa mafia uniformada, que asoló a la gran nación norteña durante más de veinte años, aunque pasó casi inadvertida, ya que los militares construyeron un relato edulcorado de este período, que instaló en la memoria colectiva la convicción que no se habían cometido excesos.

Incluso, la redemocratización del país tuvo un alto costo, ya que, en 1979, se dictó una ley de amnistía que puso a resguardo a los monstruos responsables de crímenes de lesa humanidad. Incluso, la primera condena por estos delitos se registró recién en 2021, casi cuatro décadas después del epilogo de este régimen de espanto.

En efecto, a diferencia de lo que sucedió en Argentina, Chile e incluso en Uruguay, las violaciones a los derechos humanos permanecieron casi todas impunes, incluyendo naturalmente a la desaparición del diputado Ruben Paiva, que cobró notoriedad por la enconada lucha de su viuda para saber la verdad de los hechos.

La película, que inicialmente se ambienta en 1970, comienza con la panorámica imagen de Eunice (Fernanda Torres) flotando apaciblemente en las aguas de la bahía de Río de Janeiro. Todo parece ser distendido y hasta paradisíaco, si no fuera porque, mientras ella disfruta de la calidez del océano, un helicóptero militar sobrevuela la zona. Ese es, sin dudas, el indicio que los pobladores de la playa, que se asolean o juegan animadamente en la arena, están bajo vigilancia.

Esta mujer es la esposa del diputado e ingeniero, quienes encabezan una familia con cinco hijos y viven una existencia cotidiana aparentemente feliz, en una suerte de burbuja pequeño burguesa, que contrasta con la presencia de personal militar en las calles de la ciudad, que ejercen un patrullaje permanente aunque, a priori, exento de violencia. No obstante, el episodio de la detención de un automóvil en el cual viaja una de las hijas del matrimonio por parte de soldados armados a guerra, da cuenta de la existencia de una atmósfera ominosa y amenazante.

El negacionista Jair Bolsonaro junto a una imagen de la exitosa película «Aún Estoy Aquí». Imagen: Archivo (P12)

Empero, como restándole trascendencia a algunas señales realmente preocupantes, la familia prosigue sus rutinas de trabajo pero también de esparcimiento, con cenas animadas, reuniones con amigos y el sonido permanente de música en la casa. Es claro que los adultos no quieren preocupar a los menores. Por eso, se abstienen de emitir comentarios y, con su actitud, naturalizan la situación. No se trata de una postura de prescindencia por lo que está sucediendo sino de una actitud de cautela, que es notoria en el hombre, quien entiende la gravedad del contexto.

Empero, pronto la realidad le estalla en la cara a este núcleo familiar aparentemente feliz, cuando un grupo armado con hombres vestidos de civil allanan la vivienda, detienen al jefe de familia, se lo llevan con destino desconocido prometiendo que pronto regresará y dejan instalada una suerte de guardia.

En esas circunstancias, esa suerte de paraíso que no era real sino ficticio, es abruptamente violentado por la presencia de estos extraños, quienes, aunque exhiben modales correctos, invaden literalmente la intimidad de estas azoradas personas.

Sin salir de su asombro y sin argumentos para explicarles a sus hijos lo que está sucediendo, la mujer intenta interactuar con estos hombres y hasta les ofrece comida. En ese contexto, la escena en la cual esos intrusos comparten la mesa con la familia constituye todo un testimonio de la insólita y forzada convivencia entre los secuestradores y los secuestrados. Por cierto, es obvio que tanto la anfitriona como sus hijos están secuestrados, porque deben permanecer encerrados en su casa y hasta son rigurosamente vigilados cuando reciben una llamada telefónica.

El relato deviene por momentos en una suerte de film de suspenso, porque, en el transcurrir de los días, el hombre no regresa y esa fuerza de tareas que es funcional al régimen no abandona la casa, a tal punto que incluso uno de los hijos de la pareja llega a disputar un partido de futbolito con uno de los invasores. ¿Es que la situación se ha naturalizado o es que los invadidos no entienden lo que está sucediendo? Ambas cosas son reales. En efecto, la convivencia es bastante distendida, pese a que Eunice pregunta permanentemente por su marido, aunque se choca con una suerte de muro, ya que le responden que no saben cuándo va a regresar ni dónde realmente está.

La tensión dramática se incrementa superlativamente, cuando la jefa de hogar y una de sus hijas son conducidas encapuchadas a un lugar oscuro, sucio y lúgubre, donde Eunice es interrogada respecto a las eventuales actividades “subversivas” de su marido, que otrora integró una organización de resistencia al régimen. Obviamente, la mujer, que es presionada y está literalmente espantada por los desgarradores gritos que escucha, ingresa en una suerte es espiral de terror, porque es sometida a una persistente tortura psicológica por parte de sus captores.

Una de las mayores virtudes del relato es abstenerse de todo eventual efectismo, ya que en ningún momento muestra apremios y maltratos físicos, a excepción de las paupérrimas condiciones en las cuales está confinada la protagonista y la atmósfera sórdida y plomiza del lugar, que tiene rasgos similares a los que han descrito los presos políticos uruguayos sobrevivientes del tormento durante la dictadura.

Empero, esa pátina de sobriedad no reduce en modo alguno el dramatismo de esta historia, que tanto en su formulación argumental como en su estética es realmente contundente, porque, en buena medida, nos retrotrae a los doce años de espanto que vivimos en nuestro país, también bajo el imperio del terrorismo de Estado que tanto negó otrora la derecha y sigue negando por lo menos un partido político de la coalición derechista que acaba de abandonar el gobierno.

Por supuesto, también en Brasil existen aun personajes patéticos como el ex presidente Jair Bolsonaro, que reivindican la represión y el fantasma de la dictadura, en una suerte de negacionismo contaminado por la mentira y la tergiversación de la historia.

En el devenir del relato, Eunice, que es magistralmente protagonizada por la gran Fernanda Torres, protege a su familia ocultándoles la terrible verdad a sus hijos, aunque jamás renuncia aunque sea a una mínimo reivindicación, que logra casi tres décadas después cuando recibe el certificado de defunción de su marido. Incluso, cuando la familia fue entrevistada por un medio de prensa sensacionalista, la mujer se niega tajantemente a que todos asuman una mueca de dolor en la foto. Muy por el contario, todos salen sonrientes, porque, para ella, la batalla contra el dolor debe ir por dentro. En efecto, no hay necesidad de llantos excesivos ni gestos melodramáticos, porque todo se trasunta a través de las miradas y en la actitud de silencio casi sepulcral que no pretende enterrar la tragedia, sino contener la alta tensión emocional de un núcleo familiar golpeado por la desdicha y por la salvaje represión de una dictadura tan impía como la de otros países latinoamericanos que padecieron lo mismo.

En ese marco, “Aún estoy aquí” tiene el valor superlativo de recuperar la memoria de la barbarie, pero sin para ello recurrir el estereotipo de lo escabroso ni de la violencia explícita.

En efecto, aquí hay violencia real por más que está sea implícita y que el miedo y la rebeldía discurran por el sistema circulatorio de las emociones contenidas, pero igualmente dotadas de la valentía que deben asumir las personas cuando son ultrajadas.

En ese contexto, esta película, de superlativo valor artístico, es una suerte de testimonio que recrea al tan temido fantasma del terrorismo de Estado subyacente, que aún pervive en la memoria de alienados  nostálgicos, por más que las condiciones geopolíticas de la región y del mundo hayan cambiado radicalmente.

Se trata de una película poderosa y de gran calado dramático, que se erige como una suerte de denuncia, la cual trasunta hasta qué punto el lobo es el lobo del hombre, tal cual lo proclamó el eminente filósofo inglés Thomas Hobbes, en el siglo XVII.

La actuación protagónica de Fernanda Torres, quien fue nominada al Oscar a la Mejor Actriz por su inconmensurable trabajo, es realmente para encuadrar, al igual que la efímera aparición de su madre Fernanda Montenegro, quien encarna a la Eunice anciana y ya enferma en el epilogo de un relato que nos remueve y nos conmueve hasta las lágrimas.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

 

FICHA TÉCNICA

Aún estoy aquí (Ainda Estou Aquí). Brasil – Francia 2024). Dirección: Walter Salles. Guión: Murilo Hauser, Heitor

Lorega, basado en el libro de Marcelo Rubens Paiva. Fotografía: Adrian Teijido. Edición: Affonso Gonçalves. Música: Warren Ellis. Reparto: Fernanda Torres, Selton Mello, Valentina Herszage, Luiza Kosovski y Fernanda Montenegro. 

 

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