Una historia turbulenta, oscura y ocultada cuyo conocimiento es indispensable para comprender al fascismo tal cual es y a todas sus formas tributarias que actualmente reaparecen por el mundo bajo ropajes diversos. ¿Porqué tuvo Mussolini un apoyo masivo? ¿cómo lo consiguió y cómo lo perdió? ¿cuál fue la magnitud de los crímenes fascistas y porqué ninguno de los criminales fue juzgado?
Un pasado mentido y manipulado
La historia de Italia durante el siglo XX transcurrió a través de dos guerras mundiales (1914-1918 y 1939-1945), dos guerras civiles (1919-1920 y 1943-1945) y varias cruentas guerras coloniales (Libia 1911-1912; Etiopía 1935-1936; España 1936-1939; Grecia 1940-1941) e intervenciones militares en combinación y a veces en competencia con la Alemania nazi (Albania 1939; Yugoeslavia 1940-1943,

comprendiendo Eslovenia, Croacia, Serbia y Montenegro; Unión Soviética 1941-1943).
En la mayoría de esos hechos Benito Mussolini y el fascismo jugaron un papel decisivo, fueron responsables directos con iniciativa determinante en atrocidades y crímenes de lesa humanidad que han sido cuidadosamente ocultados no solamente por la derecha italiana, los fascistas, la iglesia católica y la monarquía siguiendo directivas estratégicas de los británicos y los estadounidenses para impedir un gobierno de izquierda en Italia.
Las mentiras y falsedades de una historiografía desarrollada por escritores funcionales a la Guerra Fría ocultó los crímenes cometidos por las fuerzas armadas italianas y las milicias fascistas, promovió una imagen conocida como la de “italiani brava gente”, es decir que los italianos eran buena gente, compasiva y respetuosa (los malos y despiadados eran los nazis austroalemanes) que incluso habían protegido a los judíos bajo su jurisdicción.
Al mismo tiempo se pintó una imagen de Mussolini como la de un nacionalista, un déspota benévolo dado a gestos histriónicos pero que hizo mucha obra pública y cuyo error fue haberse aliado con Hitler y haberse dejado influir por el Führer. Renzo De Felice (1929-1996) el historiador oficial del fascismo jamás mencionó las atrocidades y contribuyó a atenuar el racismo y antisemitismo del Duce.
Michael V. Palumbo es un historiador ítaloestadounidense (Nueva York1944), que desde hace cincuenta años se ha dedicado a investigar los crímenes de Mussolini y el fascismo. Hoy en día se puede conocer su bibliografía y acceder a sus obras on line (https://michaelvpalumbo.wordpress.com/my-books/). Su obra clave “Le atrocità de Mussolini; I crimini di guerra rimossi dell’Italia fascista” (Edizioni Alegre, Roma 2024) es muy reciente y ya ha tenido una primera reimpresión en enero del 2025.
Su investigación sirvió al cineasta inglés Ken Kirby para producir el documental Fascist Legacy (BBC, 1989) al que también se puede acceder hoy on line. Entre fines de la década de 1990 y los primeros años de la del 2000 otros estudiosos publicaron importantes investigaciones sobre los crímenes del fascismo pero el libro de Palumbo había sido censurado por décadas (por ejemplo la RAI compró el documental Fascist Legacy y nunca lo emitió y una edición anterior del libro por Rizzoli fue impresa pero se la mandó a destruir de modo que no llegó a las librerías).
Recién ahora la obra de Palumbo ofrece una visión trágica y magistralmente documentada acerca de la Italia fascista, una imagen que las fuerzas políticas herederas de ese pasado turbulento tratan continuamente de ocultar y eliminar de la memoria.
Para contribuir a la demolición de las mentiras, en un país como el Uruguay, donde hubo tantos admiradores de Mussolini y donde es posible ver en You Tube presuntos documentales sobre la vida y obra del Duce llenos de falsedades y ocultamientos, reseñaremos las principales revelaciones de Palumbo.
En el prólogo el historiador dice que su intención al preparar el libreto de Fascist Legacy, en noviembre de 1989, era advertir que la verdadera razón del conflicto Este-Oeste en Europa se remontaba a la imposición, por parte de británicos y estadounidenses, de un gobierno compuesto por criminales de guerra fascistas en Italia, al final de la Segunda Guerra Mundial, para impedir la formación de un ejecutivo amigo de la URSS en Roma.
Ese hecho – aduce Palumbo – ayuda a explicar la actual resurrección del fascismo en Italia. Ante los neofascistas que promueven acciones contra los migrantes, el historiador señala que Mussolini era menos eficiente pero no menos malvado que Hitler y que el objetivo final de sus políticas en África, en los Balcanes y en Grecia eran colonialistas, racistas e imperialistas. Es una tragedia que Trump haya expresado abiertamente su admiración por el Duce, concluye.
El examen de los documentos secretos y la correspondencia entre el Duce y sus principales colaboradores muestra que en cada uno de los países ocupados los fascistas intentaron exterminar a buena parte de la población para promover colonias italianas. Para ello recurrieron a los métodos más crueles: exterminio por el hambre a través de una escasez promovida, reclusión en campos de concentración en condiciones inhumanas (cientos en los territorios ocupados); bombardeos y uso de gases tóxicos (gas mostaza o iperita) contra la población civil (especialmente en Etiopía), masacres y marchas de la muerte.
Los fascistas pretendían revivir el Imperio Romano apoderándose del Mediterráneo (el “mare nostrum”) y un modo de operar que le dio un caracter único a sus crímenes de guerra era desencadenar enfrentamientos entre etnias diversas para promover exterminios masivos (lo hicieron con las etnias africanas y balcánicas).
Mussolini no organizó ni llevó a cabo las acciones de exterminio por si solo; tenía muchos colaboradores, especialmente entre los oficiales de las fuerzas armadas italianas. Si bien las milicias fascistas y las varias unidades paramilitares de camisas negras participaron en masacres, los principales involucrados en crímenes masivos fueron los miembros de las fuerzas regulares.
A partir de 1943 y durante casi medio siglo, el ocultamiento de las atrocidades fue exitoso. La prueba más notoria de ese ocultamiento es que mientras algunos capitostes nazis fueron juzgados en Nuremberg y unos poquísimos japoneses en Tokio, después de 1945, no hubo un juicio a los criminales de guerra fascistas y los esfuerzos de los etíopes y los yugoeslavos por conseguir la extradición de los cientos de jefes militares que habían masacrado a sus pueblos fueron sistemáticamente bloqueados por los británicos y los estadounidenses que, en cambio, designaron a esos criminales en altos cargos de la “política atlantista” durante la Guerra Fría.
Las raíces del fascismo
Palumbo comienza refiriéndose a los antecedentes de Mussolini, su formación y sus influencias. Indica que su autor predilecto era Gustave Le Bon (1841- 1931) y su “Psicología de las masas”. El sociólogo francés había escrito que la multitud no ama a jefes gentiles sino que prefiere tiranos que la opriman. Según Le Bon, el tipo de héroe que atrae a la multitud es el que sabe seducirla, su autoridad debe suscitar respeto y su ira temor.
El historiador sostiene que las raíces del fascismo también se remontan al Risorgimento (el proceso de la tardía unidad italiana, 1861-1871) y en especial a uno de sus promotores, considerado como el principal pensador liberal, Giuseppe Mazzini (1805-1872). La relación de este con el concepto de democracia era para decir lo menos ambigua. Mazzini no atribuía importancia al papel del individuo. Creía más bien en la dictadura de una elite que debía gobernar hasta la victoria de la unificación y la independencia. Por otro lado promovía la conquista del norte de África por Italia como en la época del Imperio Romano.
Otro de los intelectuales que desempeñó un papel aún más dañino sobre la joven nación fue Gabriele D’Annunzio (1863-1938), el aristócrata poeta y literato influyó a varias generaciones de italianos con su promoción del militarismo (la glorificación de la guerra como purificación de la humanidad) y del imperialismo. D’Annunzio le legó al fascismo la camisa negra que usaban los Arditi (las tropas de asalto del ejército italiano en la Primera Guerra Mundial), el saludo romano (que después adoptarían también los nazis), la expresión Mare nostrum y el diálogo demagógico entre Mussolini y la multitud. Otro inspirador del fascismo fue Enrico Corradini, lider del Partido Nacionalista, un promotor sistemático del orgullo agresivo, el militarismo, la evocación del Imperio Romano y las ideas nitzcheanas del “superhombre”.
La lista de intelectuales italianos que influyeron en los orígenes del fascismo se complementa con Filippo Tommaso Marinetti (1876-1944), poeta, dramaturgo e ideólogo fascista que fue el fundador del movimiento “futurista”. Marinetti fue un estrecho colaborador de Mussolini, fue el poeta oficial del régimen, llegó a combatir contra la URSS (fue herido en Stalingrado) y murió de un infarto cardíaco en 1944.
A su vez estos italianos estaban compenetrados con las ideas del filósofo Friedrich Nietzsche, el sociólogo Vilfredo Pareto, el sindicalista Georges Sorel y el periodista Louis-Auguste Blanqui (Mussolini también reconoció influencias de Charles Péguy y Hubert Lagardelle).
No hay que olvidar que Mussolini se inició como socialista (fue director del diario Avanti, miembro del comité ejecutivo nacional del Partido Socialista Italiano, desde 1912 – hasta su expulsión por promover la participación del país en la Primera Guerra Mundial – en 1914). Había tenido contacto con las obras de Karl Marx pero su interpretación de las mismas era distorsionada y tendenciosa: lo que pretendía era encontrar en ellas el énfasis que Sorel le atribuía a los actos espontáneos de violencia.
Mientras estaba en el exilio en Suiza, Mussolini asistió a conferencias de Vilfredo Pareto el polímata de la teoría de las élites que sostenía que el humanismo no solamente es ineficaz sino perjudicial porque impide el conflicto abierto que se tiene que resolver con la supremacía de los más fuertes y los más inteligentes. Al futuro Duce también le interesó la teoría de los ciclos de Pareto y sus tesis acerca del desarrollo de una raza fuerte para la conquista de un imperio. Por otra parte, la influencia de Nietzche sobre Mussolini que data de la misma época no hizo más que consolidar concepciones que este ya sustentaba antes de leer al filósofo alemán.
Las características principales del fascismo italiano
En enero de 1915, Mussolini y sus secuaces mantuvieron el primer congreso del Fasci d’Azione Rivoluzionaria. El futuro Duce ya había establecido su programa: un chovinismo violento, militarista y anticomunista. Su organización se dedicó a promover la participación de Italia en la Primera Guerra Mundial del lado de Francia e Inglaterra, contra Alemania y Austria-Hungría. Finalmente, en mayo de 1915, los liberales que gobernaban le declararon la guerra al imperio austrohúngaro. El mismo Mussolini participó en los combates como cabo de un cuerpo de fusileros, los Bersaglieri, y resultó herido.
Al final de la guerra el Tratado de Versalles no contempló las pretensiones de Italia. Los ingleses les habían prometido en abril de 1915 que tendrían la posesión de las costas dálmatas e islas del Adriático, así como buena parte de las colonias alemanas en África. Estas promesas no se cumplieron, Italia obtuvo muy pequeñas ventajas territoriales y se difundió la creencia de que habían sido engañados y la muerte de 670.000 hombres había sido en vano (además la pandemia de gripe ocasionó otras 400.000 muertes).
Mussolini comprendió que ese descontento popular podía capitalizarse para crear un nuevo movimiento político. De este modo, en 1919, los “fasci de combatimento” que fundó como organizaciones paramilitares impulsaron fuertemente la idea de que Italia debía conquistar un imperio en las regiones en torno al Mediterráneo y en África, que los “politiqueros” del gobierno no habían sabido conseguir en los acuerdos de la posguerra. El chovinismo fue uno de los puntos más populares del fascismo temprano.
Al terminar la guerra el reino de Italia se encontraba en una situación extremadamente delicada. Miles de italianos habían resultado muertos y heridos, muchas fábricas e industrias habían sido destruidas en el norte del país, numerosos espacios agrícolas habían sido arrasados y como consecuencia se vivía una de las peores crisis económicas de la historia del capitalismo italiano. Ya durante las postrimerías de la guerra el movimiento obrero del Norte de Italia había protagonizado importantes acciones reclamando por la jornada de ocho horas y contra el desabastecimiento de artículos básicos de consumo.
A su vez los obreros de Turín llevaron adelante una insurrección armada que si bien fracasó tuvo en vilo durante una semana al gobierno y a sus fuerzas represivas. Este acontecimiento fue el inmediato antecedente del “Bienio Rosso”: una importante sucesión de acciones revolucionarias de la clase obrera italiana entre 1919 y 1920. Durante esos dos años surgieron consejos obreros, inspirados en los soviets de obreros y campesinos de la revolución rusa. Los consejos de fábricas promovieron la gestión obrera de la producción, avanzando cada vez más en una línea revolucionaria.
Las luchas sociales se multiplicaron tras las elecciones generales de 1919, en las que la coalición liberal gobernante perdió la mayoría en el parlamento. Los trabajadores y los campesinos reclamaron aumentos de sueldo, reducción de las largas jornadas laborales, reparto justo de las cosechas y división de los latifundios rurales, pero ninguno de los pedidos fue atendido. La Confederación General del Trabajo, la Liga Roja y la Confederación Católica Italiana del Trabajo, promovieron agitaciones revolucionarias por todo el país.
Durante los dos años posteriores a la guerra las huelgas, las tomas de fábricas y las manifestaciones fueron creciendo y la situación fue tomando un carácter pre revolucionario y, como respuesta, aparecieron los Fasci Italiani di Combattimento con una notable fuerza y determinación, para enfrentar las manifestaciones populares. Nutridos en buena parte por ex soldados de las tropas de asalto (los Arditi) y de ex combatientes en general, se dieron a conocer cuando comenzaron a enfrentar y reprimir a las movilizaciones obreras consiguiendo, de este modo, ganarse la confianza de los sectores más conservadores de la sociedad italiana.
El hostigamiento que comenzaron a llevar adelante los fascistas contra la clase obrera y el campesinado fue constante desde mediados de 1920, pero durante 1921 y 1922 los ataques fueron feroces en todo el Centro y Norte de Italia. Incendios, palizas y asesinatos estuvieron a la orden del día. A finales de 1920 había 28 fasci con 20.615 miembros y a finales de 1921 había 834 con 249.036 miembros. Solo desde el 1º de enero hasta el 14 de mayo de 1921 los fascistas asesinaron a 207 e hirieron a 819 obreros y campesinos. El gobierno no solo no intentó evitar el accionar fascista sino que lo toleró.
Mussolini aprovechó el miedo de los industriales y se mostró como decidido opositor del Bienio Rosso, empleando desde 1921 a sus belicosos squadristi para someter por la violencia a quienes reclamaban mejoras. De este modo, Mussolini terminó accediendo al poder poco después en tanto el fascismo fue apoyado como “prevención contrarrevolucionaria”. Hay que tener en cuenta que los fascistas contaron con el apoyo de los políticos liberales conservadores, el empresariado y sobre todo la monarquía, el ejército y la Iglesia Católica.
Llegado al poder, Mussolini intentó transformar a la Italia fascista en un instrumento para cumplir su proyecto de conquista y colonización de un gran imperio mediterráneo (“hacer grande a Roma otra vez”). Es falsa la imagen de que la Italia fascista era una dictadura relativamente blanda. La ideología fascista se basaba en una organización jerárquica y monolítica de la totalidad del pueblo. Cada individuo debía jugar un papel en la fuerte estructura corporativa de la nueva Roma. Se debía producir una perfecta reconciliación del individuo con el Estado produciendo así una estructura invencible, temida en todo el mundo. Fue el mismo Mussolini el que acuñó el término “totalitario” para definir el grado de regimentación que quería introducir en la vida italiana.
Una característica del fascismo fue el intenso adoctrinamiento de los niños y los jóvenes. El 1º de mayo de 1935, Achille Starace, el secretario del Partido Nacional Fascista (PNF), escribía al Duce refiriéndose a la militarización de la juventud: “la organización de la juventud fascista constituye un poderoso ejército en nuestras manos (…) los jóvenes conocen solamente al Duce, aman solamente al Duce, siguen solo al Duce y más allá del fascismo no comprenden nada”.
Desde 1923 se hicieron grandes esfuerzos para reformar la enseñanza, se despidió a los docentes que no eran fascistas, se modificaron los programas a todos los niveles y se crearon los textos únicos. Siempre se hizo un esfuerzo para fascistizar las universidades hasta que en 1931 se exigió a todos los docentes universitarios que prestaran juramento de fidelidad al Duce. De 1.200 solamente 11 se negaron a hacerlo. La estructura autoritaria de la universidad italiana y su tradicional subordinación al Estado dio como resultado una mentalidad conformista de modo que el número de académicos que emigró fue relativamente bajo.
En cuanto a las mujeres se las desalentaba para que no estudiaran. El destino reservado a las muchachas era el de transformarse en madres prolíficas porque el aumento de la población era necesario para colonizar un imperio. El fascismo desarrolló una especie de mística de la maternidad. Las mujeres que tenían muchos hijos eran tratadas como heroínas y también se estableció un impuesto al celibato. Todo iba acompañado de ideas eugenésicas y de darwinismo social.
Así como lo había hecho con los recursos humanos, el fascismo intentó movilizar y encuadrar a las fuerzas sociales. Los sindicatos del periodo prefascista fueron sustituidos por corporaciones que se consideraban como la superación de la lucha de clases dado que en ellas estaban igualmente representados los patronos y los trabajadores. Este tipo de organización del trabajo se consideraba esencial para constreñir a los trabajadores al mayor esfuerzo en pos del armamentismo que requerían las conquistas imperiales.
Sin embargo, el control fascista sobre la economía no fue total. Entre otras cosas porque los dirigentes empresariales, que en 1919 se habían agrupado en la Confindustria, consiguieron mantener cierta libertad de acción y una relación privilegiada con el fascismo. El control fascista sobre la economía estuvo lejos de ser total. Mussolini intentó una política económica autárquica para crear en Italia una economía de guerra mediante proteccionismo y exoneraciones fiscales con supervisión centralizada. En el campo de la economía de guerra Mussolini fue mucho menos eficiente que Hitler.
La propaganda fue controlada directamente por el mismo Mussolini. Las primeras estaciones de radio empezaron a funcionar en Italia en los años 1924 y 1925; a fines de esa década solo había 100.000 receptores autorizados. Pocos años después la radio se había convertido en el principal medio de propaganda. La industria cinematográfica también contribuyó. Los gigantescos estudios de Cinecittá fueron inaugurados por el Duce en abril de 1937.
El ejército fue un componente muy importante de la Italia fascista. Teniendo en cuenta las ambiciones militares del Duce se comprende que haya hecho los mayores esfuerzos para controlar a las fuerzas armadas. Más allá de que la mayoría de los altos mandos eran monárquicos, Mussolini convirtió a muchos y estableció la afiliación al PNF que era indispensable para los ascensos. El Rey Vittorio Emmanuele III era el comandante en jefe de las fuerzas armadas pero en junio de 1925 Mussolini encontró la forma de sortear este inconveniente y se autoadjudicó el título de Primer Mariscal del Imperio además creó el cargo de Jefe del Estado Mayor General de las Fuerzas Armadas y se lo adjudicó al mariscal Pietro Badoglio (1871-1956) que fue su gran colaborador para fascistizar a las fuerzas. Volveremos a ver a Badoglio más adelante puesto que fue uno de los mayores criminales de guerra italianos.
La presión fascitizante se desarrolló muy intensamente por parte del general Federico Baistrocchi, especialmente entre 1933 y 1936 cuando fue subsecretario del Ministerio de Guerra. Baistrocchi promovió sistemáticamente a los mandos adeptos al fascismo, impuso el saludo romano y el paso de ganso y la marcha fascista Giovinezza se interpretaba siempre junto con la Marcha Real. Si bien la obligatoriedad de afiliarse al PNF no se dio hasta 1940, consiguió una adhesión casi total. La “milizia fascista” (Milicia Voluntaria para la Seguridad Nacional – MVSN) creada por Mussolini como un ejército privado fue incorporada como formaciones independientes al ejército (en 1938 contaba con 764.000 hombres). Los Carabineros eran una fuerza policial considerable que participó como policía colonial en Libia, en Somalía y en Eritrea combatiendo los movimientos de liberación de esos países.
En todo caso la Italia fascista no era en aquellos años un país tranquilo, como suele describírselo. La oposición interna había sido reducida a silencio con medidas durísimas pero no había desaparecido: en 1927 fue creada por Arturo Bocchini la policía secreta u OVRA (Organizzazione per la Vigilanza e la Repressione dell’Antifascismo) cuyo objetivo era identificar y detener a todos los opositores. Además, el PNF contaba con su propia policía política: el Servizio Speciale di Investigazione Politica della Milizia que estaba habilitado para actuar independientemente de la policía regular. También se estableció un Tribunal Especial para los “delitos políticos” que condenó a 21.000 personas. Pero el número de presos sin proceso y los condenados a confinamiento en lugares aislados y en islas poco habitadas fue muchísimo mayor.
La Italia fascista era una sociedad dominada por el miedo, donde cualquier persona podía ser arrancada de su casa o su trabajo, golpeada o asesinada sin proceso de clase alguna. La conducta de Mussolini respecto a los masones y los hebreos demuestra que fue capaz de identificar a grupos sociales enteros como peligrosos para el régimen. El ministro de relaciones exteriores, el conde Galeazzo Ciano, anotó en su diario en julio de 1938 que el Duce se proponía instalar campos de concentración para recluir a los judíos, a los masones y a los liberales.
Las más sucias de las guerras coloniales de exterminio
En Libia, los italianos mantenían una guerra de exterminio especialmente concentrada en la orden musulmana político religiosa de los senussi o sanusíes. Ya en 1923, los fascistas anularon una amnistía concedida por el gobierno anterior y desataron un represión sangrienta contra los nómades que se resistían a la dominación italiana. Decenas de miles de prisioneros (hombres, mujeres y niños) fueron recluidos en campos de concentración a la intemperie; eran simples explanadas, rodeadas de alambre de púas y desprovistas de cualquier abrigo. Más de 80.000 beduinos fueron obligados a abandonar sus tierras fértiles de la Cirenaica y fueron confinados en el desierto de Sirte privándolos de agua y alimentos para exterminarlos. Fue una verdadera operación genocida.
La historiografía exculpatoria del fascismo ha señalado que el mariscal Badoglio, responsable superior de las fuerzas italianas habría intentado moderar el rigor de su subordinado Rodolfo Graziani (1882-1955) uno de los más crueles militares coloniales. Sin embargo, la correspondencia y comunicaciones entre Badoglio y Graziani (en 1930 y1931) muestran todo lo contrario. El mariscal coincidía totalmente con los planes de Mussolini para exterminar a la población indígena y promover la colonización italiana así que alentaba a Graziani, reconociendo que se debía adoptar las medidas más severas para conseguir ese objetivo.
Muchos jeques árabes y otras personalidades libias fueron brutalmente asesinados. Un caso ejemplar fue el asesinato del jeque Said El Rafidi y quince de sus familiares y colaboradores que fueron arrojados al vacío desde un avión volando a 400 metros de altura mientras su gente fue agrupada para que contemplara el crimen.
Las condiciones higiénicas en los campos de concentración eran horrendas. Solamente en Soluk, de 20.000 personas, 7.000 murieron por el tifus en pocos meses.
La conducta racista que los italianos habían desarrollado en Libia en los años precedentes a la Primera Guerra Mundial fue plenamente desarrollada por los fascistas. Los beduinos, acostumbrados a una vida sencilla en sus tiendas, eran considerados bárbaros, muy poco superiores a sus animales y tratados en consecuencia. Para Graziani, el beduino semi nómade era un anárquico “que no toleraba limitaciones, obstinado, indomable, ignorante y orgulloso”. Para el general fascista esto justificaba su exterminio.
Las campañas de exterminio de esta guerra racial eran el antecedente de lo que poco después el fascismo desarrollaría en Etiopía, Grecia y Yugoeslavia. Era una ironía que los fascistas pretendieran crear un nuevo imperio como el romano, estableciendo colonias en todo el Mediterráneo, cuando su política de exterminio de la población indígena era la opuesta a la habitual política del Imperio Romano que se basaba en la integración. La política de los gobiernos italianos liberales, anteriores al fascismo, era más parecida a la política moderada de los antiguos romanos.
Por ejemplo, antes del fascismo los niños árabes e italianos iban a las mismas escuelas, mientras que bajo el fascismo la coeducación fue terminantemente prohibida y se estableció un régimen de segregación racial en todos los órdenes de la vida y se interrumpió cualquier esfuerzo para italianizar a las poblaciones sometidas. Tal rechazo de la asimilación no solamente difería de la política seguida antes del fascismo sino también de las políticas coloniales desarrolladas por los ingleses y los franceses. Estos últimos pretendían explotar a los indígenas pero sin exterminarlos. Mussolini despreciaba la política de los británicos en Kenia o la de los franceses en Argelia.
El 31 de julio de 1935, Mussolini escribía : “la política de la Italia fascista ha encontrado su suprema justificación histórica y humana en la dominación militar”. Pronto se produciría una agresión no provocada contra Etiopía. De esta guerra que se extendió por siete meses todavía se desconocen muchos aspectos. Los archivos militares italianos permanecen cerrados y las atrocidades de esta guerra colonial son conocidas en base a los testimonios de observadores extranjeros, fundamentalmente médicos y enfermeras de la Cruz Roja.
El general Emilio de Bono (1866-1944) fue uno de los primeros militantes del Partido Nacional Fascista y ya en 1932, a pedido de Mussolini, había preparado planes para la invasión de Etiopía. La invasión prevista por De Bono sería barata, fácil, segura y lenta. Sin embargo, Mussolini involucró al Ejército y este desarrolló su propia campaña masiva en la que se usaron cinco o seis veces más tropas del número requerido por De Bono. En 1934, Mussolini unió los planes en uno que enfatizaba la idea militarista de la guerra total.
El 3 de octubre de 1935, las fuerzas bajo el mando de De Bono cruzaron a Etiopía desde Eritrea. Tras algunos triunfos iniciales el avance se hizo más lento. El incremento de la presión internacional sobre Mussolini llevó a la necesidad de victorias rápidas y brillantes, sin lugar para retrasos. El 16 de noviembre, De Bono fue ascendido a Mariscal de Italia, pero Mussolini, cada vez más impaciente por los lentos progresos de la invasión, lo relevó de su cargo el 17 de diciembre mediante el Telegrama de Estado 13181, en el que constaba que había cumplido su misión. Pietro Badoglio ocupó su lugar.
Fue una guerra especialmente sucia porque los italianos recurrieron sistemáticamente el uso de gases tóxicos sobre las tropas etíopes y especialmente sobre las poblaciones civiles inermes. Ya en 1930 se estaban acumulando bombas de iperita (gas mostaza que no es realmente un gas sino un líquido) en un arsenal en la Somalía Italiana. Sin perjuicio de que se usaran proyectiles de artillería para difundir la iperita el medio principal fue el bombardeo aéreo. Contra un ejército y una población que en su enorme mayoría estaba descalza el efecto de la iperita fue terrible.
Un balance en cifras apenas da una idea de la desproporción. Los italianos contaron con unos 207.000 soldados, 6.000 ametralladoras, 700 piezas de artillería, 150 aviones y 150 tanques (además de una cantidad importante de camiones y animales de carga). Los etíopes movilizaron a 350.000 soldados apenas una cuarta parte de los cuales tenían cierto nivel de organización y entrenamiento, 200 piezas de artillería (la mayoría anticuadas), 50 cañones antiaéreos, 4 tanques y 7 carros blindados. Las bajas de los italianos fueron de 2.741 muertos, las de los etíopes 275.000 muertos.
A lo largo de 1936 y buena parte de 1937, los italianos estuvieron inmersos en un clima de exaltación nacional fomentado por una propaganda omnipresente que ocultaba cómo, en realidad, las cosas en África iban bastante mal. El levantamiento de las sanciones impuestas por la Sociedad de las Naciones supuso el reconocimiento tácito de las nuevas posesiones italianas por parte de otras naciones y el acontecimiento fue recibido en Italia con entusiasmo.
El prestigio del Duce nunca fue tan alto, el país y los jefes del régimen reconocieron que el imperio era una consecuencia del trabajo casi exclusivo de Mussolini; el propio rey Víctor Manuel le otorgó la condecoración militar más alta del reino. Mussolini, cuando terminó la guerra, afirmó que estaba satisfecho con los resultados: había derrotado a la Sociedad de Naciones, una coalición de cincuenta y dos países que habían aplicado sanciones contra Italia, y había logrado un enorme éxito ante la opinión pública nacional. Lo que no vio, o fingió no ver, fue que la entrada en Adís Abeba no significó mucho; que las posesiones tan lejanas aumentaron la vulnerabilidad marítima de Italia; y que la colonia constituiría una sangría de fondos en un presupuesto ya muy desequilibrado, debilitando la posición de Italia frente a Alemania y a otras potencias.
Desde el principio, muchos miembros del partido y delegados extranjeros entendieron que la victoria en África podría tornarse en catástrofe, especialmente después de que Mussolini comenzase a hablar y actuar como si, después de haber vencido a un ejército feudal mal equipado, mal organizado e incapaz de contender con una potencia europea, fuera capaz de batir a cualquiera. Este exceso de confianza en el ejército y el diletantismo político le privaron de todo margen de maniobra en política exterior y convencieron a las demás potencias europeas de debían rearmarse y no tomar muy en serio las declaraciones del Duce. El fácil éxito en Etiopía convenció a Mussolini de que, con su ejército, la doctrina y la organización fascista podrían desafiar a cualquiera en una guerra europea y esto lo alentó en el presuntuoso intento de representar en Europa un papel mucho más agresivo de lo que permitían los recursos del país.
La guerra en Etiopía fue un capítulo decisivo en la expansión colonial italiana y, al mismo tiempo, tuvo una relevancia que trascendió los acontecimientos nacionales. Según el historiador Nicola Labanca, la guerra tuvo un lugar destacado en la historia general del siglo XX porque representaba el primer caso en el que un régimen fascista europeo recurría tan consistentemente a las armas; también se destacó porque fue la última gran guerra colonial y, al mismo tiempo, fue la más anacrónica, puesto que la desencadenó una potencia colonial débil en un momento en que el imperialismo europeo se sumía en la crisis por el surgimiento de los movimientos anticoloniales y independentistas, lo que desató reacciones internacionales de desaprobación.
Según el historiador Enzo Traverso, la conquista colonial de Etiopía dirigida por el fascismo creó un puente entre el imperialismo europeo del siglo XIX y la guerra nazi por el lebensraum alemán, apoyado en las justificaciones clásicas del colonialismo, que afirmaban la superioridad genética y moral de las poblaciones europeas ante las de África, y mediante las teorías del darwinismo social (el predominio del más fuerte). La empresa colonial fascista, que causó más de doscientas cincuenta mil víctimas entre la población nativa, según Traverso, Rochat y Pierre Milza, puede considerarse como una guerra genocida, muy similar a la que desató luego la Wehrmacht en Polonia y la URSS, con el objetivo a largo plazo de eliminar a la población etíope. También según Labanca, la guerra desempeñó un papel decisivo en la historia del fascismo italiano: la empresa de Etiopía precedió en pocos meses a la intervención en España y en algunos años a la Segunda Guerra Mundial y determinó, de manera decisiva, el acercamiento de Italia a la Alemania nazi con el que Mussolini pretendió romper el aislamiento internacional en el que le había dejado la guerra en Etiopía.
La Sociedad de Naciones había condenado la acción italiana, pero nunca pudo aplicar sanciones económicas eficaces contra Roma, pues a pesar de decretarse un embargo comercial, este no privó a los italianos de las materias primas necesarias para continuar la guerra, en particular del petróleo. A pesar de que varios países, como México, fueron estrictos en rechazar la invasión italiana, Francia y Gran Bretaña tampoco mostraron una intención seria para detener a Italia, tratando más bien de seguir una política de apaciguamiento hacia el régimen fascista (Francia incluso negoció con Italia para bloquear los suministros que necesitaba Etiopía).
El plan operativo italiano contra Etiopía incluyó desde el principio la posibilidad de usar armas químicas, en particular gases asfixiantes, soslayando las Convenciones de Ginebra de 1925 que prohibían su uso en la guerra (después de la experiencia traumática de la Primera Guerra Mundial) y que Italia había suscrito. Mussolini, desde las directrices del 31 de diciembre de 1934 dirigidas al jefe de Estado Mayor Badoglio, previó explícitamente el uso de gas. Más tarde, fue Badoglio quien, el 22 de diciembre de 1935, tomó la decisión de usar agentes químicos. Esto se debió a la situación militar, no muy favorable para el ejército italiano, que necesitaba detener la contraofensiva etíope en Shire, Tembien y Endertà; se aplicó también con el objetivo de sembrar el pánico entre la población en la retaguardia, mediante el bombardeo de aldeas, pastizales, rebaños, lagos y ríos con gases tóxicos.
Mussolini aprobó repetidamente este comportamiento: el 19 de enero escribió que se debían “usar todos los medios bélicos, quiero decir todos, tanto desde el cielo como en tierra”; el 4 de febrero reiteró la autorización para “utilizar cualquier medio” que creyese oportuno. Haile Selassie denunció el uso por parte del ejército italiano de armas químicas contra la población etíope ante la Sociedad de Naciones el 12 de mayo de 1936.
En el frente sur, a partir del 15 de diciembre de 1935, el general Graziani comunicó que creía que tenía que usar todo tipo de armas “contra las hordas bárbaras” y exigió “libertad de acción para el uso de gas asfixiante”. Al día siguiente, el propio Mussolini autorizó al general con las palabras: “es bueno usar gas en el caso de que Su Excelencia lo considere necesario por razones supremas de defensa”. El general luego bombardeó a las tropas del ras Destà y la ciudad de Neghelli con gas; el 30 de diciembre de 1935, Graziani también autorizó el bombardeo con explosivos convencionales del área de Gogorù, junto al hospital de campaña sueco de Malca Dida.
La noticia dio la vuelta al mundo: para justificar el bombardeo del hospital y el uso de gas en los sectores de Ogadén y Juba, utilizó el brutal asesinato el 26 de diciembre de dos aviadores italianos, derribados con su avión sobre las líneas enemigas, capturados, asesinados y mutilados por los nómadas somalíes y no por los regulares etíopes. El 1 de enero de 1936, fueron aprobadas las acciones de Graziani en calidad de “represalias por las infamias cometidas contra nuestros aviadores”.
Fue la Aviación la que desempeñó el papel principal en la guerra química en Etiopía. Los aviones usaron iperita contenida en las bombas C-500T de doscientos ochenta kilos. En los documentos de la Regia Aeronautica, las misiones de guerra con gas se llamaban “acciones de barrera C”, ya que, dado lo letal de la iperita y la persistencia de su acción en el tiempo, los ataques generalmente tenían lugar en lugares relativamente alejados del frente y de las líneas de avance previstas para las tropas italianas.
Según otros datos, el total de las bombas de iperita C-500T lanzadas en el frente norte fue de 1020 en 66 misiones. En febrero de 1936, ante la resistencia de los etíopes, Mussolini consideró recurrir incluso a la guerra bacteriológica. El general Badoglio expresó fuertes reservas sobre esta propuesta por razones de oportunidad política internacional y porque el uso del gas ya estaba dando “buenos resultados”; Mussolini terminó por desistir, aunque escribió que estaba de acuerdo sobre el uso de la guerra bacteriológica.
Badoglio y el ejército italiano mantuvieron el secreto sobre la guerra química: los periodistas se mantuvieron alejados, los equipos de servicio K recuperaron la tierra cerca de las tropas italianas y se dice que solo unos pocos oficiales y algunos pilotos fueron informados de las operaciones aunque este último aspecto es muy dudoso. Dicen que gracias a las precauciones para ocultar el uso de gases, la gran mayoría de los soldados italianos no se enteró y no tenía experiencia directa de los hechos; por el contrario, los testimonios fueron muy numerosos entre los excombatientes etíopes. En realidad los soldados y pilotos italianos habían visto con sus propios ojos el uso de gases tóxicos y los terribles efectos sobre la población.
A pesar de las precauciones del aparato militar de Badoglio, que incluyeron el bombardeo de hospitales de campaña suecos y belgas para ahuyentarlos, las recurrentes protestas internacionales después de la denuncia del negus ante la Sociedad de Naciones el 30 de diciembre de 1935, los testimonios de observadores y periodistas extranjeros y dicho bombardeo italiano de hospitales obligó al régimen, después de haberlo negado firmemente, a admisiones parciales, minimizando la importancia de los hechos y justificándolos como represalias legítimas por el uso de balas explosivas dum dum por los etíopes, prohibidas por la Convención de Ginebra. Las quejas italianas se basaron inicialmente en un telegrama falsificado que acusó a una compañía británica de entregar estas balas.
Si los italianos no hubieran cometido atrocidades de todo tipo contra la población civil habría bastado un solo hecho y es el envenenamiento del lago Ascianghi para deshonrar totalmente el nombre de una nación cristiana cuyo gobernantes se jactaban de la misión civilizadora que estaban realizando en África. En las etapas finales de la guerra, en abril de 1936, los aviones italianos asperjaron iperita en el lago por la noche y a la mañana ametrallaron a los miles de personas cegadas por el gas que se encontraban en las orillas. Muchas personas se habían acercado al lago intentando aliviar los ardores producidos por el gas pero no se habían imaginado que la misma agua del lago se había transformado en un elemento de tortura. Es muy difícil considerar como víctimas de guerra a los miles de hombres, mujeres, niños, animales domésticos y selváticos que murieron a orillas del lago.
Civilizando a sangre y fuego
Adis Abeba cayó en manos de los italianos, Mussolini consagró al Rey de Italia como Emperador de Etiopía, Graziani fue nombrado Virrey y se instaló en el Palacio Imperial, su residencia oficial y sede del gobierno. El 19 de febrero de 1937 organizó unos grandes festejos por el nacimiento de un heredero en la monarquía italiana.
Se ordenó a todos los obispos de la iglesia copta, los nobles y dignatarios etíopes que asistieran. Era el día de San Miguel y anualmente el Emperador etíope recibía a los indigentes en los jardines del palacio y les entregaba limosnas. Los fascistas resolvieron hacer algo parecido y para seguir con esa tradición cerca de tres mil de los más pobres de Adis Abeba se congregaron en los jardines para recibir unas monedas etíopes y una refección. Entre los huéspedes más distinguidos estaba Hailè Selassiè Gugsa, el yerno del emperador que había traicionado a los suyos sobornado por el oro fascista.
A eso de las 13 horas se produjo una explosión. Nueve granadas de mano fueron lanzadas contra el Virrey y quienes le rodeaban; treinta personas resultaron heridas incluso el mismo Graziani que había sido el blanco principal, numerosos generales, el intendente de Adis Abeba (el podestá) y varios periodistas. La reacción de los italianos ante este atentado es uno de los ejemplos más notorios de la barbarie fascista. Apenas se hubieron dado cuenta de que no se habían arrojado más granadas comenzó una ola de terror que a partir de la capital se extendió a todo el país.
Guido Cortese (1908-1964), el secretario del partido fascista local, descargó su revolver contra los dignatarios etíopes que estaban con él. Los carabineros, vestidos con los uniformes de la guardia de palacio, dispararon contra el pobrerío reunido en los jardines. Miles de cadáveres quedaron esparcidos por todo el palacio, una matanza tanto más injustificable en cuanto la multitud inerme estaba integrada por ciegos, paralíticos, ancianos enfermos y mujeres.
Los que intentaban huir del palacio eran abatidos en las puertas por la guardia que tenía órdenes de disparar sobre cualquier etíope. Lo que no sabían los jefes fascistas era que los autores del atentado, Abraha Deboch y Moges Asgedom no eran etíopes sino eritreos que habían venido antes de la invasión para estudiar pero no habían podido hacerlo por una prohibición general.
Ya antes del atentado contra el Virrey Graziani, este había dispuesto que en caso de cualquier revuelta en la ciudad se debía fusilar a cualquier etíope que se encontrase en la calle. En la tarde del 19 de febrero se difundió entre los italianos que el atentado marcaba el inicio de un levantamiento contra los ocupantes. El ya citado Guido Cortese produjo una proclama de emergencia que decía: “Camaradas, hoy es el día en que debemos demostrar nuestra devoción al Virrey actuando y exterminando a los etíopes. Durante tres días les doy carta blanca: destruyan, maten, hagan lo que quieran”.
La población blanca de Adis Abeba no tenía necesidad de demasiado aliento para desatar una furia homicida contra los negros de la ciudad. Hombres, mujeres y niños fueron agredidos con mazas, látigos, sables y armas de fuego. Los fascistas se reunieron en la sede del PNF y fueron a atacar los barrios de los etíopes, quemaban las casa con nafta y cuando los habitantes escapaban les masacraban con granadas de mano.
La mayor parte de los italianos, gente por lo general pacífica y respetuosa de las leyes, entre ellos funcionarios administrativos, comerciantes, camioneros, aprovechaban ahora para atacar a la población negra. Una explicación para su conducta salvaje podría ser el desprecio racista que sentían pero lo italianos no se limitaban a despreciar a los etíopes, les tenían miedo. Era obvio que un pueblo tan orgulloso más temprano que tarde habría intentado volver a controlar su propio país. De este modo, como fue el caso en muchas atrocidades cometidas por los italianos fue el miedo, junto con la culpa por los crímenes cometidos, la codicia y la avidez, lo que llevó a muchos soldados y civiles italianos a llevar a cabo los terribles planes de sus jefes.
En Adis Abeba había una comunidad armenia muy importante que jugaba un papel en la vida financiera de la capital. Muchos armenios se habían hecho ciudadanos etíopes pero no se involucraron en las masacres de sus compatriotas negros y se mostraron solidarios tal vez porque ellos mismos se habían visto sometidos a un genocidio a manos de los turcos, pocas décadas antes.
El sábado 20 de febrero apareció en los muros un bando que decía “hasta ahora Graziani ha demostrado su generosidad a los etíopes, esta noche les mostrará su inmenso poder”. De modo que las matanzas continuaron. Los fascistas entraban casa por casa buscando víctimas. Los aviadores italianos se mostraron desconformes porque no habían podido participar en las atrocidades del día anterior y entonces el Virrey les autorizó a volar bombardeando y ametrallando los suburbios.
Las estimaciones sobre el número de muertos durante los tres días de la masacre varían pero los etíopes, que denominan a esta catástrofe Yekatit 12, mencionan alrededor de 30.000 muertos mientras que fuentes italianas hablan de tan solo unos cientos. Una relación de la masacre de 2017 calculó que 19.200 etíopes habían muerto, alrededor de un 20% de la población total de la capital de Etiopía.
El gobierno fascista expandiría la masacre con una subsecuente purga y genocidio: el atentado le proporcionó a Mussolini un pretexto adecuado para implementar una orden que había planeado desde el 3 de mayo de 1936 y que consistía en la masacre de intelectuales y todos aquellos etíopes que tuvieran educación universitaria. El mismo día del atentado, un tribunal militar fue constituido que esa misma noche, juzgó y ejecutó a 62 etíopes en la prisión Alem Bekagn. La masacre de Yekatit 12 resultó en la casi total aniquilación del componente intelectual de la resistencia etíope.
Miles de etíopes de todas las clases fueron encerrados en campos de detención en Danan en la región del Ogaden y en las islas Dahlak donde las condiciones eran inhumanas. Graziani había ordenado que los prisioneros recibieran la cantidad mínima posible de alimentos y agua; esto resultó en las muertes de hasta la mitad de todos los presos, ya que en instalaciones muy burdas y un clima húmedo campeaba la malaria y no había atención médica. Muchos prisioneros fueron sometidos a trabajos forzados. En Dahlak las condiciones fueron aún peores ya que además de los 1.000 prisioneros de Yekatit había también 500 encarcelados anteriormente por toda clase de crímenes y había una gran escasez de agua más un calor opresivo que causaba insolación y disentería.
En mayo se dio la represalia final por parte de los italianos cuando sus investigaciones descubrieron que Abraha y Mogus habían estado unos días en el monasterio copto de Debra Libanos (después huyeron y fueron asesinados). El Virrey consideró que los religiosos eran cómplices y el 19 de mayo ordenó al comandante local ejecutar sumariamente a todos los monjes incluyendo al vice-prior. Al día siguiente, durante la fiesta del santo Tekle Haymanot, 293 monjes y 23 laicos fueron fusilados.
El gobierno italiano encubrió la historia con cierto grado de éxito ya que los detalles específicos de la misma no se conocerían sino hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Uno de los resultados ha sido que la masacre nunca ha formado parte notoria de la consciencia colectiva del pueblo italiano al grado que, por ejemplo, en el año 2012 se emplearon fondos municipales (127.400 euros) en Filettino, donde nació Graziani en la provincia de Frosinone, para erigirle un monumento conmemorativo en un parque que lleva su nombre. Esta falta de atención sobre esta parte de la historia se mantiene aunque ya no se censura la discusión y las publicaciones sobre la misma ni su enseñanza en escuelas. Para conmemorar la masacre, Etiopía considera al 19 de febrero como el Día de los Mártires Etíopes que es una celebración oficial.
La tragedia griega
El general Giuseppe Pieche, comandante de los carabineros en Grecia escribió que “el ajusticiamiento de rehenes, la internación indiscriminada en campos de concentración, la destrucción de pueblos y propiedades: todo lo cual corresponde a la exasperación de la hostilidad colectiva y crea mártires del ideal nacional”.
En agosto de 1941, en el árido altiplano al Este de la ciudad de Larissa, los italianos instalaron en la sede abandonada de una base antiáerea griega, un campo de concentración. Como en todos los países ocupados por ellos, los fascistas instalaron varios campos, entre ellos Vonitsa, Corfú, Trikala y Lazaretto pero el peor de todos fue el de Larissa. Los presos eran asignados a diversos conjuntos de barracones: el de las mujeres, el de los prisioneros ingleses, el de los oficiales del ejército griego y el de los comunistas. Los militares griegos eran el grupo más numeroso y el blanco de la sevicia de los guardias de modo que, de 1.100 prisioneros que ingresaron en 1941, 500 murieron ese mismo año.
La tasa de mortalidad en el campo de Larissa era elevadísima, unos diez muertos por día, de modo que nadie sobrevivía más de seis meses. Los enfermos eran trasladados a una pieza conocida como “el baño” donde se los abandonaba para morir y eran víctimas de las ratas. El capitán Montilliani, el comandante del campo, sabía que hombres totalmente desesperados podían creer cualquier cosa y se divertía haciendo correr noticias falsas. Por ejemplo, en el otoño de 1942, hizo correr la voz de que con motivo del vigésimo aniversario de la marcha sobre Roma, Mussolini había dispuesto liberar a todos los presos políticos de derecha y matar a los comunistas. Muchos prisioneros mordieron el anzuelo y se abocaron a demostrar que no tenían nada que ver con la izquierda. Dividir a los presos era uno de los objetivos de Montilliani por lo que las noticias falsas eran una forma de tortura psicológica.
Dos años antes, el 28 de octubre de 1940, Mussolini había cometido un crimen mucho más grave para celebrar la marcha sobre Roma al desencadenar su ataque a Gracia sin que mediara motivo alguno. La agresión a un país que consideraba más débil fue el preludio de atrocidades que costaron la vida a muchos miles de griegos.
Desde 1936, el Duce proyectaba invadir Grecia que estaba gobernada por Ioannis Metaxas, un dictador filofascista que trataba de mantener buenas relaciones con Italia. A principios de octubre de 1940, los alemanes invadieron Rumania y el Duce se enfureció porque su aliado había actuado sin avisarle y juró que Hitler se enteraría por la prensa que Grecia había sido ocupada por los italianos. Sin embargo la empresa no fue tan fácil: el esfuerzo bélico de los italianos no fue suficiente y el 6 de abril de 1941 un ejército nazi debió intervenir para ayudar a los fascistas.
En octubre de 1941 los alemanes decidieron que los italianos debían proveer por si solos las necesidades alimentarias de la población griega. Bajo la supervisión de los fascistas italianos, los alimentos comenzaron a ser distribuidos a los griegos colaboracionistas y a sus familias, así como a quienes trabajaban en las industrias consideradas vitales para el esfuerzo bélico italiano. Para el resto de la población, considerada “no esencial” y naturalmente la más numerosa, el hambre pasó a ser el espectro cotidiano.
En Atenas, en el otoño de 1941, se estableció una ración diaria de 200 gramos que se redujo después, durante el invierno, a 100 o 150 gramos irregularmente distribuidos. Entre diciembre de 1941 y marzo de 1942 la mortalidad fue de 10.000 personas por mes. Las tropas de ocupación consumían la totalidad de la producción de aceite, de uvas pasas, higos y otros productos locales. En Volo, en Tesalia, por ejemplo, según el obispo de la localidad, los 3.000 soldados italianos acantonados allí consumían toda la producción de alimentos lo que producía una gran escasez y carestía.
No todos los italianos se comportaban en forma inhumana con los griegos hambrientos. Algunos soldados daban algún pedazo de pan a niños que mendigaban cuando estaban participando en las requisas de alimentos que hacían los carabineros. Otros en cambio reservaban comida para mujeres griegas, sus amantes o prostitutas. Otros hacían transacciones por medio de intermediarios griegos, la mayoría de los cuales eran criminales comunes liberados por los italianos y empleados como agentes. Muchos soldados italianos que llegaron pobres, retornaron a su país enriquecidos porque el oro, las joyas y otros objetos de valor se podían “adquirir” a cambio de unas hogazas de pan o una barrica de harina.
La hambruna producto de la escasez fue responsable de decenas de miles de muertes por inanición y de un número indeterminado de casos graves de desnutrición pero esta fue solamente un aspecto del terror y del genocidio llevado a cabo por lo fascistas italianos y sus aliados contra los griegos. Los italianos identificaron algunas categorías de personas como candidatos a la eliminación; a la cabeza de la lista se encontraban los intelectuales definidos como “enemigos irreductibles” de la ocupación fascista. También los ex oficiales del ejército griego y los curas del rito ortodoxo que eran considerados nacionalistas que hacían campaña de odio contra los italianos católicos.
Los carabineros fueron responsables de numerosas atrocidades que aterrorizaban a los habitantes de los países ocupados. El jefe del contraespionaje italiano en Grecia, desde abril de 1941 a enero de 1943, fue el coronel Mariano Scolaro, que frecuentemente hacía uso en sus interrogatorios de la “tortuga”, un cíngulo de hierro que se ponía en la cabeza del torturado y se apretaba gradualmente, primero se producía sangrado y finalmente la fractura del cráneo.
Palumbo efectúa una pormenorizada relación de los crímenes cometidos en las diversas regiones de Gracia ocupadas de modo que es imposible citar todos los casos. Uno particularmente bestial fue el terror que se impuso sobre la población de Kastoria, en Macedonia Occidental. Los italianos consideraban que esta región no pertenecía a Grecia y la habían “reservado” con intención de incorporarla al imperio de Mussolini. El comandante de esta región era el coronel (después general) Del Giudice que fue uno de los jefes más sádicos del ejército italiano. Del Giudice autorizó torturas que incluyeron prisioneros quemados vivos, otros con los miembros desarticulados por colgamiento y ojos arrancados. El sistema más diabólico era una bomba que se insertaba en el ano y se inflaba hasta hacer estallar los intestinos.
El caso más repugnante de tortura registrado en Kastoria fue perpetrado por el teniente Giovanni Ravalli (1909-1998) y sus asistentes del departamento dos (inteligencia) de la División Pinerolo. A un joven policía griego Isaac Sinanoglou, acusado de haber dejado escapar algunos compatriotas, le arrancaron todos los dientes con una pinza. Luego Ravelli lo hizo atar a la cola de un caballo que hicieron galopar por terreno pedregoso por tres horas. Después fue colgado por varios días mientras se le vertía sal sobre sus heridas. Sinanoglou tenía una fuerte complexión física y después de una semana de torturas seguía vivo y Ravelli y sus hombres le hicieron cavar su fosa, cosa que debió hacer de rodillas porque no podía tenerse en pie, y finalmente lo mataron.
El caso de Ravelli es característico del proceso de ocultamiento y leniencia que se aplicó a los crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos por los fascistas. En 1948, los gobiernos de Grecia e Italia conformados por fascistas y colaboracionistas formados por instigación de británicos y estadounidenses para impedir gobiernos de izquierda, firmaron un tratado secreto. En el mismo se indicaba que Grecia se abstendría de juzgar a la mayoría de los criminales fascistas italianos y dejaba a Ravelli como el único oficial italiano que sería sometido a la Corte Especial para Crímenes de Guerra en Atenas. Ravelli fue juzgado el 18 de febrero de 1946 acusado de seis cargos por crímenes de guerra y de lesa humanidad.
El 10 de junio de 1946 fue sentenciado a tres prisiones perpetuas, confiscación de sus propiedades por el Estado y se dispuso que pagara costos y costas del juicio. Ravelli fue recluido en Kozani y en Tesalónica y en 1959 fue amnistiado por el gobierno griego después que Italia amenazara con dejar de pagar las reparaciones de guerra. La noticia de su liberación provocó iracundas manifestaciones populares en Kastoria. Ravelli volvió a Italia y fue designado como Prefecto de Policía en Sicilia. Llegó a ser asesor del Primer Ministro Italiano de la época y murió tranquilamente ya retirado, a los 89 años, en su apartamento de la Via Cristoforo Colombo 179 en el sur de Roma.
De la intervención en España a los crímenes en los Balcanes
Desde 1934 los derechistas españoles habían trabado contacto con los fascistas y recibido apoyo con dinero y armas para preparar su golpe de Estado si la izquierda volvía a ganar el gobierno. En julio de 1936 se produjo la sublevación contra la República Española e inmediatamente los alemanes e italianos ayudaron a los sublevados. Los aviones de transporte de la Legión Cóndor y los Savoia Marchetti de la Regia Aeronautica trasladaron las tropas coloniales de Melilla a territorio español.
Poco después Mussolini dispuso el envío de lo que se llamó Corpo de Truppe Volontarie, integrado por milicianos del PNF y tropas regulares del ejército. En total se mantuvieron hasta el fin del conflicto una media de 50.000 hombres que participaron en distintos frentes de la guerra civil española (y sufrieron un descalabro importante en la batalla de Guadalajara). Sin embargo, tal como venía de hacerlo en Etiopía, fue la fuerza aérea la que cometió crímenes especialmente en 1938 cuando bombardeó y ametralló las ciudades de la zona republicana y causó miles de víctimas en la población civil.
Los italianos llevaron a cabo numerosos “bombardeos estratégicos” sobre la poblaciones inermes con el único objetivo de aterrorizar a los civiles. Así lo hicieron en Durango y en Guernica junto con la Legión Cóndor. Especialmente cruentos fueron los bombardeos de Madrid, los de Barcelona en marzo de 1938, el bombardeo del mercado central de Alicante y el de Granollers, a fines de mayo, con un elevado saldo de víctimas mortales. De enero a junio de 1938, la Aviación Legionaria italiana realizó 782 ataques aéreos en la costa mediterránea española controlada por los republicanos, lanzando más de 1.600 toneladas de bombas.
El 31 de julio de 1942, Mussolini se reunió en Gorizia con los altos mandos de sus ejércitos. Gorizia era una ciudad italiana ubicada en la Venezia Giulia, una región habitada por la etnia eslovena, que durante veinte años había sido sometida a una represión despiadada por los fascistas. Parte de esta región pasó a manos de los italianos después que Hitler invadió Yugoeslavia en la primavera de 1941. Los nazis habían dividido el país en un complejo mosaico de provincias y distritos, muchos de los cuales quedaron bajo el dominio o influencia de los italianos.
Los italianos recibieron Montenegro y cierta influencia en el Estado títere de Croacia y el control directo de la Dalmacia que incluía una importante población croata. También se hicieron cargo de la provincia eslovena de Lubliana y de la región poblada por eslovenos junto a Fiume. Durante años los fascistas habían desarrollado una política de “italianización” forzosa de los eslavos meridionales, los eslovenos. A partir de la ocupación militar en los Balcanes, miles de eslovenos, hombres, mujeres y niños, fueron sometidos a tribunales militares y enviados a campos de concentración bajo los invariables cargos de “organizarse y atentar contra las autoridades italianas”.
En las distintas provincias yugoeslavas empezaron a operar desde la invasión alemana fuerzas guerrilleras, los partisanos. Estos pertenecían a dos organizaciones , los partisanos propiamente dichos organizados por los comunistas y encabezados por Josip Broz Tito y los chetniks que eran guerrilleros monárquicos, derechistas y anticomunistas. Las fuerzas de ocupación italianas se vieron obligadas a desarrollar permanentes acciones de rastrillaje para combatir a los guerrilleros. La directiva para estas operaciones fue dada por el general Mario Roatta a través de la Circular 3C de marzo de 1942. Esa circular preveía el fusilamiento in situ de prisioneros, la toma de rehenes en las poblaciones, el internamiento de familias en los campos de concentración (ubicados en Italia y en Yugoeslavia), la destrucción de casas, comercios y talleres.
Las operaciones de rastrillaje que se extendían a todas las zonas ocupadas fueron efectuadas por cinco divisiones del XI Cuerpo de Ejércitos, numerosos contingentes de milicias fascistas (MSVN) y carabineros. En total se emplearon unos 100.000 hombres, con blindados, artillería y escuadrillas aéreas. Durante el “periodo calmo” que se extendió del 15 de setiembre de 1941 al 20 de mayo de 1942, los informes del Cuerpo de Ejército daban cuenta de que se había muerto a 321 civiles y que 1.825 habían sido enviados a campos de concentración. El número real ha de haber sido mucho más elevado porque una directiva del 3 de marzo de 1942 indicaba que los civiles abatidos debían ser clasificados como “muertos combatiendo a las tropas italianas”. Muchos civiles inocentes debían de haber formado parte de los 10.000 partisanos fusilados que señalaba el informe.
Durante el verano de 1942 las acciones represivas se incrementaron considerablemente. Las fuerzas italianas solían considerar a los jóvenes como miembros de la guerrilla solo por serlo, aunque en su zona no hubiese actividad partisana. El general Mario Robotti, comandante del XI Cuerpo de Ejército era claro en sus instruciones: “se entiende naturalmente que la práctica del internamiento (en campos de concentración) no debe interferir en modo alguna con la aplicación de las medidas relativas a la ejecución de todas las personas responsables de actividad comunista o sospechosas de tal”. Los italianos manejaron más de 200 campos de concentración por los que pasaron más de 100.000 personas , todas torturadas y hambreadas por lo que se dio una elevada tasa de mortalidad.
El General Robotti (1882-1955) se ganó su reputación como el peor criminal de guerra en Yugoeslavia. Sus superiores en Roma lo ascendieron a comandante del Segundo Ejército y por ende fue el jefe de todas las tropas italianas en Dalmacia, Croacia y Eslovenia (en setiembre de 1943 Robotti escapó de ser capturado por los alemanes y se retiró a vivir con su familia en Rapallo, sin ser molestado).
El 12 de julio de 1941 se había celebrado una pomposa ceremonia en Cetiña, pequeño pueblo en Montenegro, para la instalación de Serafino Mazzolini como Alto Comisario de un gobierno colaboracionista con los invasores fascistas. Los festejos por la proclamación del nuevo orden no habían terminado cuando otros montenegrinos iniciaron un levantamiento masivo. Los partisanos capturaron a 4.000 soldados italianos y liberaron la mayor parte del país.
Cuando Mussolini supo del descalabro que en 36 horas había derrotado a sus tropas dejándole solamente el control de unas pocas ciudades se puso furioso. Los montenegrinos eran un pueblo orgullosamente independiente, habían sido los primeros balcánicos en liberarse del yugo turco y ahora los partisanos se disponían a liberarse de la opresión del Eje. La mayor preocupación del Duce era la de evitar tener que pedirle ayuda a su aliado alemán. En lugar de recurrir a la intervención de los nazis optó por ahogar en sangre el levantamiento.
Mussolini reemplazó a Mazzolini por el general Alessandro Pirzio Biroli (1877-1962), le dio a este carta blanca para usar cualquier medio para combatir a los partisanos y envió cinco divisiones de tropas del ejército regular y de la milicia fascista para lograrlo. En un texto repartido a sus soldados Pirzio Biroli afirmaba: “al enemigo que tienen enfrente lo conocen. A ustedes que llevaban la milenaria civilización de Roma, demostrando como vencedores la más amplia generosidad, ha respondido con la agresión vil y súbita, matando a vuestros hermanos. El comunismo de Stalin, aliado al oro inglés, ha hecho fácil presa de hombres ávidos, pérfidos, presuntuosos, inconstantes y vengativos, que conservan en su ánimo los mismos estigmas de las antiguas hordas asiáticas, sin desdeñar la adopción de formas de guerra innobles. Esos rechazan nuestra civilización romana en nombre de la hoz y el martillo. Odian nuestra superioridad racial y de ideales por el mismo motivo que impulsa al Mal contra el Bien”.
A pesar de figurar entre los principales criminales de guerra en las listas de las Naciones Unidas, Pirzio Biroli no fue molestado y murió tranquilamente en su casa a los 84 años. De todas las naciones en guerra, Yugoeslavia terminó siendo el país con más muertos en relación con su población: 1.700.000 personas, el 10% de la población total. Benito Mussolini en los tiempos de la ocupación en los Balcanes dijo: “ la población eslava no nos amará nunca (…) finalmente debemos poner fin a la fama de que los italianos no sabemos ser crueles”. Por su parte, Joseph Goebbels, el Ministro de Propaganda del Tercer Reich anotó en su diario íntimo en aquellas mismas épocas: “el régimen de terror que los italianos han establecido en algunas zonas de Croacia elude cualquier descripción”.
Refiriéndose a la situación en Croacia, Michael Palumbo sostiene que es ridículo pintar a Roatta como un héroe a causa de la protección que él les ofreció a los hebreos, de la misma forma que sería ridículo pintar a Himmler como un filántropo por la protección contra las atrocidades fascistas que él les garantizó a los croatas. El rechazo de Roatta en entregar los hebreos a los nazis debe ser considerado como lo que realmente fue, una maniobra maquiavélica considerada en relación con la situación política increíblemente compleja en que se encontraban los fascistas en Yugoeslavia. Roatta advirtió claramente que si hubiese entregado a los hebreos a los nazis o a los pelotones de fusilamiento de los ustachas, los serbios, aliados de los italianos, no habrían creído en la garantía de protección que les había dado.
Al principio de la ocupación, los italianos habían colaborado con los ustachas, los terroristas nacionalistas croatas basados en su racismo religioso, pero gradualmente se fueron distanciando debido a la total dependencia de los ustachas de los alemanes. Entonces los fascistas se inclinaron hacia los chetniks, los nacionalistas monárquicos y conservadores serbios, cuyas unidades quedaron en las montañas después que el ejército yugoeslavo capituló en abril de 1941.
Los chetniks se oponían a Tito y sus partisanos comunistas y los combatieron permanentemente. Los alemanes desconfiaban de los chetniks y Hitler mantuvo discusiones prolongadas con Mussolini en relación con las garantías que los italianos le habían dado a esta gente. Los fascistas consideraban que los chetniks serbios eran una valiosa ayuda para exterminar a los croatas, los proveían de armamento y los animaban a tomar represalias por los crímenes cometidos por los ustachas. Esas incursiones eran parte importante de los planes de los italianos para exterminar a la población indígena de Dalmacia y Croacia. Sin embargo, en lugar de combatir a los ustachas, los chetniks se dedicaron a masacrar y saquear a las pacíficas poblaciones croatas y musulmanas.
Hasta los ingleses, que al principio abastecían por via aérea a los chetniks para que lucharan contra los alemanes se dieron cuenta de que los únicos que combatían a las fuerzas del Eje eran los partisanos de Tito y empezaron a apoyarlos.
La caída de Mussolini – guerra civil y antisemitismo
A mediados de 1943, los costos de la guerra pesaban sobre Italia. Sicilia había sido invadida por los Aliados y Roma había sufrido bombardeos aéreos. En la tarde del 24 de julio, la plaza frente al Palazzo Venezia, la sede gubernamental de Mussolini estaba vacía excepto un grupo de hombres en ropas civiles que pertenecían a los servicios de seguridad. Las multitudes de camisas negras que vitoreaban al Duce habían desaparecido hacía tiempo.
El Gran Consejo Fascista se reunía por primera vez en los últimos tres años. Los miembros venían armados porque se esperaba una reunión muy difícil, la orden del día apuntaba a limitar los poderes de Mussolini. Los fascistas que integraban el Consejo querían reflejar la opinión popular que requería grandes cambios y que deseaba terminar con la guerra. Algunos miembros habían hecho planes secretos para desplazar al Duce y entrar en tratativas de paz con los Aliados. La sesión empezó a las cinco de la tarde, Mussolini defendió su postura respecto a la guerra durante horas, no creyó en la gravedad de la crisis, pensaba sustituir ministros y nombrar al general Rodolfo Graziani (1882-1955) (El Carnicero de Etiopía) como Jefe de Estado Mayor.
Después de escuchar a Mussolini, el ministro de relaciones exteriores, Dino Grandi, presentó la moción de devolver el mando supremo de las fuerzas armadas al Rey. Diecinueve miembros del Consejo, entre ellos el yerno del Duce, el conde Ciano, votaron a favor, siete en contra y uno se abstuvo. A las tres de la mañana del 25 de julio Mussolini levantó la sesión diciendo que habían provocado la crisis del régimen. En la mañana Mussolini fue a ver al Rey, este le comunicó que había sido sustituido por el mariscal Badoglio y mandó a detenerlo y fue preso a la isla de Ponza.
Badoglio formó gobierno y prometió continuar la guerra junto a los alemanes pero nadie le creyó. El 4 de agosto se reunió en Portugal con representantes de los aliados y el 8 de setiembre anunció por radio la firma de un armisticio. Inmediatamente los alemanes ocuparon todo el territorio y desarmaron a las fuerzas armadas italianas. Badoglio y el rey y su familia se dieron a la fuga, yendo a Brindisi para ponerse bajo la protección de los ingleses y estadounidenses.
El 12 de setiembre de 1943 los alemanes liberaron a Mussolini que estaba preso en un hotel invernal en el Gran Sasso, lo llevaron a Berlin donde Hitler lo convenció de formar un régimen neofascista en el Centro y Norte de Italia. Pocas semanas después, en la pequeña ciudad de Saló, Mussolini proclamó la República Social Italiana (RSI). La mayor parte de sus ministros fueron personajes de segunda o tercera fila porque buena parte de los ex jerarcas fascistas no adhirieron al régimen títere.
Un personaje emergente fue Guido Buffarini Guidi (1895-1945), corrupto abogado toscano que había sido uno de los consejeros que votó a favor del Duce el 25 de julio. Fue nombrado subsecretario del Interior y llegó a tener más poder que el otrora poderoso jefe de la policía Arturo Bocchini (que había fallecido repentinamente en 1940). Según Mussolini, Buffarini Guidi era todavía más odiado que él.
El único miembro conocido del gobierno de la RSI era Graziani, el ministro de defensa. En carta a Hitler, Mussolini decía que el mariscal Graziani “le daba un carácter al gobierno e inspiraba esperanzas y simpatía”. A pesar del optimismo del Duce nadie creía en su gobierno sustentado en las bayonetas alemanas. Solamente Alemania y Japón lo reconocieron. Ni siquiera el Vaticano, que tan bien se había llevado con el fascismo, o la España de Franco, que tanto le debía, establecieron relaciones diplomáticas con su gobierno.
Mussolini intentó atraer al pueblo con un programa social apuntado al proletariado industrial del Norte de Italia. En todo caso los trabajadores no habrían tenido nada que ver con el tardo socialismo mussoliniano. La población se plegó al antifascismo y muchos se unieron a los partisanos. Las tropas alemanas y las fascistas, bajo el mando de Graziani, cometieron brutales atrocidades contra la población civil intentando quebrantar la resistencia de los partisanos.
Para conseguir apoyo para la República de Saló, Mussolini publicó el manifiesto destinado a ser la base ideológica del nuevo régimen. Había sido preparado por el secretario del Partido Fascista Republicano (PFR) Alessandro Pavolini (1903-1945) (que había sido encargado de la propaganda hasta 1943 y el número dos de la RSI) y Nicola Bombacci (un ex socialista revolucionario que había sido expulsado del Partido Comunista). El manifiesto incluía algunas modestas reformas de tipo socialista y, entre otros asuntos, afirmaba que los judíos eran enemigos y extranjeros y como tal debían ser tratados.
El 14 de noviembre de 1943, se convocó en Verona un congreso con el objeto de aprobar el manifiesto. En la primera sesión, la gran sala del Castelvecchio de Verona estaba llena de fascistas provenientes del Norte y Centro de Italia. Reinaba una notable confusión con asistentes que reclamaban todo tipo de reformas, incluso de tipo claramente comunista. Sin embargo, el congreso se oponía furiosamente a cualquier tipo de reconciliación con el antifascismo y apoyó la creación de un tribunal especial para juzgar a quienes habían votado por la dimisión de Mussolini el 25 de julio anterior en Roma (siete fusilados, un absuelto). También hubo un amplio apoyo a las medidas antisemitas más cruentas.
Durante la sesión vespertina, mientras Pavolini anunciaba la inscripción de 251.000 camaradas realmente fieles al PFR, fue interrumpido por delegados que gritaban “Muchos. Demasiados. Queremos ser pocos”. En aquel momento, dos escuadristas fascistas provenientes de Ferrara irrumpieron en la sala, se abrieron camino hasta el estrado y anunciaron que el jefe del partido en Ferrara, Ghisellini, había sido secuestrado la noche anterior y temían lo peor. Pavolini respondió declarando “mataremos a dos antifascistas cada dos horas hasta que Ghisellini aparezca vivo o muerto”.
Poco después otros escuadristas anunciaron que Ghisellini había sido encontrado herido de muerte y surgió un clamor “Todos a Ferrara”. Pavolini contuvo a los exaltados diciendo que el congreso debía continuar trabajando y que los fascistas de Ferrara, acompañados por la policía de Verona y por brigadas negras de Padua irían a Verona a vengar a su camarada.
En realidad, Iginio Ghisellini había sido asesinado por sus camaradas en razón de su moderación respecto a las confrontaciones con la creciente resistencia partisana con la que quería llegar a un compromiso. En setiembre, cuando el armisticio de Badoglio, había desatado la ira de los elementos de la linea dura del fascismo al proponer una tregua con la oposición no comunista en su provincia. Muchos de sus camaradas lo consideraban un hombre peligroso. No se supo quien lo mandó a matar pero el hecho debía servir para intimidar a los fascistas más tibios y favorecer la violencia escuadrista que promovía Pavolini.
Los escuadristas de Verona y de Padua se adueñaron de Ferrara en la noche del 14 de noviembre y empezaron a irrumpir, casa por casa, buscando a una lista de 84 presuntos antifascistas, muchos de los cuales eran viejos ciudadanos de las más diversas clases sociales y muchos de ellos de origen judío. Todo terminó en una masacre. Los cuerpos de los fusilados, ensangrentados y despojados de sus ropas y pertenencias fueron dejados en la calle ante el Castillo Estense. Al otro día, a las nueve de la mañana, cuando los escolares pasaban por allí para ir a clase, los milicianos fascistas les retenían y los obligaban a que vieran los cadáveres. La masacre de Ferrara fue una señal para toda Italia de que la linea dura del fascismo era la influencia decisiva en la República de Saló.
También quedó claro que el antisemitismo fascista no era importado. Como en muchos países europeos el antisemitismo tenía una larga historia. La Iglesia Católica desaprobó las ideas “liberales” y “modernistas” de los judíos porque las consideraba una amenaza para sus doctrinas. Los hebreos habían sido incluidos en la condena a los movimientos de secularización que amenazaban el viejo orden político social y que comprendían a la democracia, el socialismo y el capitalismo. En el seno de la Iglesia, los jesuitas representaban la vanguardia del antisemitismo. En su revista Civiltá Cattolica no faltaban los ataques a esa minoría extranjera en la Italia católica. Para los jesuitas, la solución del “problema judío” pasaba por la abolición de la igualdad de derechos, la confiscación de sus propiedades y la segregación de los judíos en guetos.
Michael Palumbo advierte que muchos historiadores han señalado, erróneamente, que Mussolini mantenía una disposición benévola hacia los judíos. En verdad no tenía confianza en los hebreos, temía su poder económico y tenía muy en cuenta su influencia. En 1908 escribió: “la inversión de los valores morales fue el más importante triunfo del pueblo hebreo. Los palestinos (sic) derrotaron a sus viejos enemigos destruyendo sus códigos y valores morales. Esto fue un acto de venganza espiritual en armonía con el temperamento sacerdotal del pueblo hebreo”.
Durante la Primera Guerra Mundial, como para la mayoría de los nacionalistas italianos, los sentimientos antialemanes de Mussolini se tiñeron cada vez más de antisemitismo. Los judíos eran considerados un pueblo sin una verdadera patria y por lo tanto instrumento utilizable por los alemanes. El 11 de noviembre de 1917, Mussolini denunció a la Revolución de Octubre como el fruto de una alianza sacrílega entre el Alto Mando alemán y una pandilla de judíos rusos.
A comienzo de 1938, Mussolini impuso una política abiertamente antisemita en la Italia fascista motivada por varias razones. La política racista fue patrocinada por el secretario del partido Achille Starace (1889-1945) y su entorno. Se pretendía que el antisemitismo le diera al régimen la oportunidad de intensificar la actividad terrorista en el interior del país. Esto habría aumentado el poder de Starace y sus aliados. Por otra parte los fascistas no podían aceptar una minoría que no se integraba y que mantenía fuertes lazos tanto en el interior como con la prensa antifascista de otros países.
En julio de 1938, un grupo de académicos produjo un manifiesto racial que fue presentado al ministro de cultura y a Mussolini. En el documento se afirmaba que existía una raza italiana pura y que los judíos eran un elemento extraño que no pertenecía a tal raza. A partir de ahí empezaron las leyes antisemitas. En agosto se prohibía que los judíos extranjeros estudiasen en escuelas italianas, el 1º de setiembre un decreto de Mussolini impedía que los judíos incorporados al país después de 1919 vivieran en Italia o poseyeran bienes en ella. La expulsión afectó a muchos judíos que habían buscado refugio en Italia ante las persecuciones en Alemania y en Austria.
A nivel popular, incluso el Rey, se creía que la persecución de los judíos era una imposición de la Alemania nazi. Sin embargo no hay evidencias que respalden esa creencia. De hecho, en la década de 1930 los nazis no hicieron la más mínima presión para introducir el antisemitismo en Italia. Ciano en su diario íntimo dejó claro que los alemanes nunca habían planteado el “problema judío” en las conversaciones que mantuvieron y el mismo Mussolini dijo que era ridículo creer que el fascismo hubiese actuado por influencia extranjera.
Palumbo señala que algo de verdad hay en las declaraciones del aristócrata antisemita Giulio Evola, en el sentido de que el antisemitismo de Mussolini era poca cosa en comparación con el compromiso antifascista de los judíos. Después de la conquista de Etiopía, el Duce afirmó que fue el imperio africano y no su alianza con Hitler lo que volvió inevitables las leyes antisemitas.
El problema más grave tiene que ver con la reacción de la Italia fascista ante el asesinato masivo de millones de judíos europeos que se llevaba a cabo en la Alemania nazi. A menudo se dice que en algunos países europeos, los diplomáticos fascistas y los jefes militares italianos no aprobaban la “solución final”. Sin embargo, de la misma forma en que los alemanes protestaban por las atrocidades italianas en Grecia y en Yugoeslavia, su motivación principal no era humanitaria. Muchas de las protestas eran un reflejo de las tensiones y del antagonismo latente o manifiesto porque, por lo general, la alianza del Eje no era bien vista ni por los italianos ni por los alemanes.
Aunque Mussolini estaba informado de la “solución final” ni él ni sus colaboradores nunca protestaron abiertamente. Más aún, en una de sus cartas al dictador nazi, Mussolini sostuvo que “el judaísmo era una enfermedad que debía ser curada con el fuego y la espada”. En agosto de 1942, el gobierno alemán solicitó a Mussolini remitirle todos los judíos bajo su jurisdicción. Mussolini consintió pero algunos diplomáticos y generales italianos se rehusaron a colaborar con los nazis.
Hannah Arendt, siempre tan benévola con fascistas italianos y franquistas españoles, creía que este era un reflejo de un humanismo generalizado de un antiguo pueblo civilizado. Sin embargo, aunque es posible que algunos italianos se hubiesen rehusado a colaborar con el exterminio de los judíos por razones humanitarias, la falta de ese humanismo general automático en el tratamiento dispensado por los fascistas a los libios, los etíopes, los griegos y los yugoeslavos indica que la falta de colaboración de algunos italianos con los nazis escondía otras razones más allá de las humanitarias.
El motivo más importante era la fuerte tensión entre los aliados nazis y fascistas por lo que estuvieron recíprocamente incómodos durante toda la guerra y se acusaron mutuamente de atrocidades. Otra razón era el trasfondo filosemítico, masón y liberal, que imperaba en los altos mandos del Regio Esercito. Aunque la comunidad judía en Italia era muy pequeña, en ninguna otra parte del mundo tantos hebreos habían llegado a ser almirantes o generales como en Italia. También se debe tener en cuenta que el rehusarse a colaborar con el holocausto por parte de algunos jerarcas italianos se dio cuando ya era claro que Alemania estaba perdiendo la guerra. Los italianos temían que los alemanes intentasen involucrarlos en el exterminio y sabían que estos tenían gran influencia en Inglaterra, en Rusia y en los Estados Unidos.
El diplomático italiano Luca Pietromarchi (1895-1978) escribió en su diario. “A fines de 1943 no quedará un hebreo vivo en Europa. Evidemntemente quieren involucrarnos en la brutalidad de su política”. Pietromarchi consideraba que los documentos que mostraban la falta de colaboración italiana en el exterminio de los hebreos se volverían muy útiles terminada la guerra. Refiriéndose a los de la embajada italiana en Berlín decía que había que conservarlos celosamente “como prueba inconfundible de nuestro modo de proceder, preciosos testimonios para la historia que nos redimirán de numerosos actos de barbarie”.
A fines de 1944 se publicaron documentos para mostrar que la monarquía italiana no había colaborado con el holocausto y de esa manera comenzó una cuidadosa propaganda que los gobiernos italianos desarrollaron durante muchas décadas para persuadir al resto del mundo de que si algunos diplomáticos y oficiales del ejército italiano se habían rehusado a colaborar en la masacre de los judíos, eso significaba que todos los italianos habían sido incapaces de cometer graves crímenes de guerra (italiani brava gente).
Durante la República de Saló, la más infame de las leyes antisemitas fue la ordenanza de policía Nº5 promovida por Guido Buffarini Guidi el 30 de noviembre de 1943, pocas semanas después de la masacre de Ferrara. En ella se establecía que todos los judíos que se encontraran en la RSI debían ser internados en campos de concentración y sus bienes confiscados. En pocos días los escuadristas reunieron a miles de judíos italianos en campos de tránsito antes de ser enviados a los campos de exterminio alemanes. Una de las redadas más grandes se produjo en Venecia y en sus alrededores el 5 de diciembre de 1943. Más de 1.500 milicianos y policías actuaron en esa oportunidad. Hacían sonar las alarmas antiaéreas para q ue la gente permaneciera en las casas y refugios haciendo más fácil su captura.
Una figura clave en la política antisemita de la RSI fue un ex cura Giovanni Preziosi (1881-1945) que durante muchos años había dirigido la revista racista La Vita Italiana all’Estero. Después de la caída de Mussolini en julio de 1943, Preziosi había huído a Alemania donde llamó la atención de la jerarquía nazi, no solamente por su fanático antisemitismo sino por sus ásperas críticas al entorno de Mussolini en Saló.
Además de atacar a los judíos, Preziosi apuntaba contra la masonería que siempre había sido considerada enemiga de la Iglesia Católica y criticaba algunos ministros a los que consideraba “amantes de los judíos”. En marzo de 1944 fue nombrado Inspector General de la Raza (Ispettorato Generale della Razza) que se dedicó a aplicar las Leyes Raciales de Nuremberg en Italia (el 26 de abril de 1945, escapó por poco de los partisanos y se refugió con su esposa en Milán donde se suicidaron).
Una de las prácticas más repugnantes utilizadas por los fascistas en Roma y en otras ciudades fue la de emplear a judíos renegados que traicionaban a su pueblo por dinero. En Roma usaron a la famosa Celeste Di Porto (1925-1981) una joven judía conocida como “la pantera negra”. Trabajaba con el jefe fascista Vincenzo Antonelli y recibía cinco mil liras por cada hombre que denunciaba para ser enviado al exterminio, dos mil por cada mujer y mil por cada niño. Cinco mil liras equivalían al ingreso anual de un obrero. Celeste también compartía el botín que robaban los fascistas en las casas de los hebreos.
Palumbo dedica un documentado capítulo a referirse a las atrocidades cometidas contra la población civil y contra los partisanos, que eran fusilados inmediatamente en caso de ser capturados. La lucha antipartisana no solamente fue desarrollada por las tropas alemanas sino por batallones de la RSI dedicados más a la guerra civil que a enfrentar a los Aliados que avanzaban lentamente desde el Sur de Italia. El rastrillaje y masacres indiscriminadas en pequeños pueblos y en grandes ciudades se volvieron sistemáticos. Uno de los destacamentos fascistas más infames fue el batallón conformado por el príncipe Junio Valerio Borghese (1906-1974).
Cuando se derrumbó la RSI, Borghese que se había especializado en torturar y asesinar partisanos no fue acusado de crímenes de guerra, sino de colaboración con los nazis, y fue condenado a doce años de cárcel, pero en 1949 fue liberado por la Corte Suprema de Italia. Poco después se unió al partido neofascista Movimiento Social Italiano (MSI), apoyado por antiguos fascistas de menor nivel que habían sobrevivido a la guerra. Desde allí, Borghese continuó defendiendo al fascismo y profesando un virulento anticomunismo. En 1968 abandonó el MSI al acusarlo de ser blando y fundó el Fronte Nazionale, de extrema derecha. En marzo de 1971, fue acusado de planificar un golpe de Estado y huyó a España donde murió en 1974.
Los nuevos aliados
En la tarde del 6 de marzo de 1945, la enorme explanada del Coliseo estaba repleta. Era la manifestación más grande que se hubiera visto en Roma. Banderas de los partidos socialista, comunista y liberal tremolaban y la multitud clamaba “muerte a los asesinos”, “abajo los fascistas”. El motivo eran las denuncias contra el gobierno provisorio, acusado de haber permitido la fuga del hospital militar del criminal de guerra general Mario Roatta.
Roatta había servido al gobierno provisorio como Jefe de Estado Mayor del Ejército pero había sido destituido por presión de los yugoeslavos y de los Aliados. Fue procesado y condenado a treinta años de prisión por los métodos terroristas en apoyo al régimen fascista que había desarrollado mientras era jefe del servicio secreto militar (SIM). Los italianos se habían negado a extraditar a los criminales de guerra que reclamaban los yugoeslavos y los etíopes, reivindicando el juzgarlos en su país.
Aunque Roatta era acusado de los delitos más atroces en Yugoeslavia (al mando del Segundo Ejército) esa actuación no se mencionó en el juicio. Un diario yugoeslavo señaló que los crímenes en su país no habían sido mencionados en el juicio por temor de inculpar a otros responsables que ahora se hacían pasar por demócratas italianos.
El 1º de marzo de 1945, después de su condena, Roatta fue transferido de la cárcel a un hospital custodiado por los carabineros y gozó de libertades insólitas, podía recibir visitas a cualquier hora, sus visitantes no eran registrados y él podía moverse libremente por el hospital. Un par de días antes de su fuga, su mujer fue autorizada por el gobierno a retirar una enorme suma de dinero de las cuentas personales del criminal. Estaba claro que el gobierno provisorio, con la complicidad de los ocupantes angloestadounidenses, habían facilitado la fuga.
Después del acto ante el Coliseo, los manifestantes fueron hacia la sede del gobierno en el Quirinal. Alguien lanzó una granada y un manifestante resultó muerto. La multitud enfurecida llevó el cadáver hasta la sede de la Presidencia del Consejo en el Viminal. Allí el sucesor de Badoglio, Ivanoe Bonomi (1873-1951), un moderado que no pretendía depurar a los fascistas ni castigar a los criminales de guerra, recibió una delegación que reclamaba la dimisión del gobierno por su responsabilidad en la fuga de Roatta.
Al otro día Bonomi comunicó que pese al escándalo permanecería en su puesto, anunció una completa depuración de los fascistas y que el mayor responsable de la fuga de Roatta, Taddeo Orlando (1885-1950), ex-subalterno del fugado y como él reclamado por sus crímenes por los yugoeslavos, dejaría de ser el comandante de los carabineros. Bonomi también ordenó la prisión de todos los elementos del viejo régimen que fuesen socialmente peligrosos.
Nadie esperaba que realmente se tomaran medidas severas contra los ex fascistas que ocupaban cargos o hubieran dimitido y mucho menos contra los responsables de actos criminales en África y en los Balcanes. Ni el gobierno provisorio ni las autoridades de la ocupación angloestadounidense hicieron el menor esfuerzo para capturar al fugado. Se decía que Roatta habría escapado a España pero en realidad permaneció en Roma. En 1947 un Tribunal de Apelación rectificó la sentencia anterior que había recaído sobre Roatta y le permitió, a él y a muchos otros criminales de guerra, circular libremente.
Después de la caída del Duce, el 25 de julio de 1943, se desarrollaron negociaciones secretas entre el régimen de Badoglio y los Aliados. Los italianos aceptaron administrar la zona de Italia liberada por los británicos y los estadounidenses (el Sur del país) bajo el control de estos. Las otras naciones aliadas, como Rusia, Francia, Grecia y Yugoeslavia, estarían asociadas a la Comisión de Control por medio de un consejo consultivo encargado de defender sus intereses en Italia.
Británicos y estadounidenses se dieron cuenta que para hacer que los monárquicos italianos se decidieran a combatir a los alemanes no debía presentarse ningún cargo ni recriminación contra Badoglio y su pandilla por los crímenes de guerra que habían perpetrado durante el periodo fascista. Para calmar a los países que habían sufrido la ocupación italiana, el armisticio firmado en Malta el 29 de setiembre, indicaba en su artículo 29: “Benito Mussolini y los jefes fascistas sus aliados y todos aquellos sospechosos de haber cometido crímenes de guerra o delitos similares, cuyo nombre aparezca en las nóminas a presentar a las Naciones Unidas, serán arrestados inmediatamente y puestos en manos de las Naciones Unidas. Cualquier instrucción dada por las Naciones Unidas en tal sentido será observada”.
Este artículo del armisticio no fue respetado. El mariscal Badoglio (él mismo culpable de atrocidades en Libia y en Etiopía) había incorporado a su gobierno a personajes acusados de ser criminales de guerra. La prueba más evidente era que, a pesar de sus acciones en Yugoeslavia, Roatta que había jugado un papel clave en el complot para sustituir a Mussolini por Badoglio fue designado por el nuevo presidente del Consejo como Jefe del Estado Mayor del Ejército. Cuando Badoglio hizo este anuncio, el 1º de octubre de 1943, se produjo contra Roatta y contra el general Vittorio Ambrosio un fuerte reclamo por parte de los yugoeslavos. Ambos eran responsables de increíbles atrocidades en Croacia y Eslovenia y los Aliados occidentales sabían lo que habían cometido pero no protestaron.
Sin embargo, un informe secreto de la misma fecha había advertido que involucrar a Roatta en el gobierno italiano tendría un efecto deprimente sobre la resistencia yugoeslava lo que reduciría su eficacia contra los alemanes. La preocupación de los británicos y los estadounidenses se apoyaba en que los partisanos yugoeslavos combatían con éxito a más divisiones de la Wehrmacht que las que enfrentaban los Aliados en Italia. Los yugoeslavos recurrieron a la prensa británica y en la misma aparecieron documentados informes acerca de las atrocidades cometidas por Roatta y Ambrosio: métodos terroristas, campos de concentración, eliminación de rehenes, destrucción de ciudades.
Finalmente el gobierno británico presionó para que Roatta fuera removido y se prometió una investigación y “acciones apropiadas” pero esto último no se cumplió. Por el contrario, los Aliados occidentales operaron activamente para proteger a los criminales de guerra italianos. Si los británicos y los estadounidenses carecían de determinación para castigar a los criminales fascistas mucho menos las tenía el gobierno de Badoglio. El 26 de julio de 1943, al otro día de la deposición de Mussolini, el Rey Vittorio Emanuele III aseguró que no se podía permitir recriminación alguna por cualquier acción cumplida durante el periodo fascista. Los generales Roatta y Ambrosio eran los más estrechos colaboradores del Rey.
Badoglio y el Rey se oponían al ingreso de cualquier verdadero antifascista en el gobierno. Las órdenes draconianas para el mantenimiento del orden público no fueron impartidas contra los fascistas sino contra las manifestaciones de los trabajadores y en especial contra “los agitadores de izquierda” y se mantuvo la censura de prensa. Badoglio y el Rey controlaban al ejército que fue utilizado para contener a los antifascistas: la milicia fascista recién fue disuelta el 8 de setiembre.
Dada la política de Badoglio de plena colaboración con los Aliados occidentales y al temor de los británicos y estadounidenses por el peso creciente de los comunistas en Italia, no había dudas respecto a que las autoridades de ocupación cooperarían para proteger a muchos criminales de guerra fascistas, excluyendo aquellos casos en que los fascistas hubiesen cometido crímenes contra prisioneros británicos o estadounidenses. Solamente esos serían juzgados.
Los Aliados podrían no haber aceptado al gobierno de Badoglio como cobeligerante y el general Eisenhower podría haber establecido un gobierno de ocupación militar. Sin embargo, se decidió que sería más fácil expulsar a los alemanes de Italia si los Aliados contaran con un gobierno italiano en el Sur porque de lo contrario el único gobierno italiano que habría existido habría sido la RSI de Mussolini. Churchill confiaba en Badoglio por su evidente conservadurismo. Prefería al viejo mariscal que compartía sus ideas que al conde Carlo Sfroza (1872-1952) o a cualquier otro antifascista, fuera liberal o socialista, apenas regresado a su patria.
Cuando en junio de 1944 la tropas aliadas entraron en Roma, Badoglio renunció y se constituyó un nuevo gobierno encabezado por Ivanoe Bonomi, un socialista moderado de 72 años conocido por sus simpatías monárquicas. El objetivo de Bonomi era retornar al sistema político prefascista. Su gabinete incluía jefes de la resistencia antifascista pero los cambios requeridos por ellos no fueron aceptados por Bonomi; solamente se produjeron algunas reformas simbólicas.
El conde Sforza era el director de una comisión responsable de la depuración de los ex fascistas del gobierno. La colaboración que obtuvo de los conservadores que controlaban el gobierno y de los Aliados occidentales fue ínfima. Los británicos y los estadounidenses le prohibieron a Sforza alejar a los criminales fascistas que las autoridades de ocupación habían contratado como “consultores técnicos”, a menos que obtuviese una autorización específica de la Comisión Aliada de Control.
Las potencias occidentales se oponían a la depuración de los fascistas. El 7 de setiembre de 1944, Sir Noel Charles (1891-1975) del Alto Comisionado Británico en Roma le señaló al ministro de relaciones exteriores inglés que “una completa desfascistización, según la propuesta comunista, equivaldría a una revolución comunista”. Los británicos no se fiaban del conde Sforza a quien consideraban como un liberal sincero pero influido por los comunistas. Si bien Sforza era uno de los demócratas más consecuentes, los Aliados hicieron todo lo posible para alejarlo del gobierno.
Una ocasión para poner en dificultades a Sforza fue lo sucedido con el proceso a Pietro Caruso (1899-1944). Los romanos odiaban a Caruso que había sido jefe de la policía en la ciudad. Junto con el nazi Herbert Kappler, jefe de la Gestapo en Roma, había organizado la masacre de las Fosas Ardeatinas, el 24 de marzo de 1944, como venganza por un ataque del día anterior que los partisanos habían ejecutado contra una columna de soldados alemanes. Por cada baja de los alemanes Hitler había dispuesto la ejecución de diez rehenes y Kappler y Caruso masacraron a 335 personas y las sepultaron en una galería subterránea cerca de Roma.
En la mañana del 18 de setiembre cuando Caruso y sus secuaces eran conducidos al juzgado una multitud intentó lincharlos. Después de enfrentarse con la policía los manifestantes consiguieron apoderarse de Donato Carretta que había sido director de la prisión de Regina Coeli. Carretta fue arrastrado fuera del Palacio de Justicia, golpeado por los parientes de los masacrados en las Fosas Ardeatinas y lanzado al Tíber. Al ver que aún estaba vivo algunos manifestantes lo alcanzaron en una barca y lo mataron a golpes de remo. El cadáver de Carretta fue llevado a la cárcel de Regina Coeli y colgado de una de las ventanas del primer piso.
Caruso fue juzgado y condenado a muerte, el 21 de setiembre de 1944, por las innumerables atrocidades que había cometido en la guerra civil italiana y ejecutado de espaldas por un pelotón de fusilamiento de la Polizia di Stato en el patio del Forte Bravetta en Roma pero el episodio sucedido con Carretta fue utilizado por los angloestadounidenses para desacreditar al conde Sforza.
El capitán Emmery Stone, de la marina estadounidense y comisario en jefe de la Comisión Aliada de Control, avisó a Sforza y al Presidente del Consejo, Bonomi, que si la depuración antifascista generaba incidentes se establecería un gobierno militar Aliado. O.J. Sargent, un diplomático británico, produjo un largo informe que en relación con el conde Sforza decía “sería útil poderlo incriminar de negligencia en el asesinato de Carretta de modo de poder removerlo del gobierno”. El ministro de relaciones exteriores británico, Anthony Eden, respondió “estaría muy contento si Sforza fuese alejado”.
En noviembre de 1944, durante una crisis del gobierno, los británicos vetaron la candidatura de Sforza para la Presidencia del Consejo prefiriendo al más complaciente Bonomi. El 10 de diciembre, el ya citado Sir Noel Charles se manifestaba muy complacido que “es probable que esté de acuerdo en arrebatar el control de la depuración a los comunistas y a Sforza, para confiarlo a la magistratura” (magistratura que, dicho sea de paso, estaba ampliamente integrada por fiscales y jueces fascistas o ulltra conservadores). Poco después Sforza fue alejado de la Comisión de Depuración y de este modo se terminó con casi cualquier posibilidad de sacar a los criminales de guerra fascistas del gobierno.
L’Osservatore Romano, el diario del Vaticano, criticaba, el 21 de noviembre de 1944, a los exponentes de la izquierda que querían alejar a los elementos fascistas del gobierno. La Iglesia Católica no se sentía segura en sus relaciones con los liberales democráticos y prefería a los filofascistas como el mariscal Badoglio. El 2 de diciembre de 1944, Sir Noel Charles escribía “he sabido que aún es de temer que se quiera arrestar al mariscal Badoglio y que se han impartido instrucciones especiales a los carabineros para protegerlo”.
La verdad es que el clamor internacional desde todo el mundo era que el mariscal Badoglio debía ser juzgado como un criminal de guerra y autor de delitos de lesa humanidad en Etiopía y en Libia, además de sus crímenes durante los años del fascismo. En agosto de 1945 otra amenaza se cernía sobre Badoglio. La Alta Corte de Justicia italiana había comenzado a considerar los nombres de las personas alejadas del Senado por sus crímenes durante el régimen fascista.
Temiendo que le llegase el momento a Badoglio, los Aliados se movieron con todas sus fuerzas para protegerlo. El 29 de setiembre de 1945, mediante un telegrama cifrado y clasificado “reservado personal”, el ministro de relaciones exteriores inglés, ordenaba al embajador británico en Roma “tomar la ocasión apropiada para atraer, en forma privada y no oficial, la atención del señor Parri (Presidente del Consejo) sobre la valiosa ayuda prestada por Badoglio a la causa aliada y expresarle la esperanza de que estos servicios pudieran hacerse valer en nota a la Corte antes de que el caso sea discutido”.
Yugoeslavia fue el país que hizo los mayores esfuerzos para obtener la extradición de los criminales de guerra italianos pero aún antes se empeñó en tratar de obtener la liberación de las decenas de miles de sus compatriotas que se encontraban prisioneros en campos de concentración en Italia. Hombres mujeres y niños, una cifra de entre 75.000 y 90.000 yugoeslavos se encontraban recluidos en condiciones inhumanas.
Decenas de miles de deportados se encontraban en campos del Sur de Italia, ya liberado por los Aliados y los yugoeslavos y los griegos solicitaron al Alto Mando la posibilidad de mandar una comisión para ver en que condiciones se encontraban sus compatriotas y comenzar a planificar su retorno. Los jefes militares Aliados rechazaron esa posibilidad considerándola “inoportuna”.
El 19 de octubre de 1945, los yugoeslavos solicitaron formalmente que las autoridades militares de la Aliados extraditaran a los criminales de guerra italianos según estaba prescripto en las cláusulas del armisticio firmado con el gobierno de Badoglio para la extradición de criminales de guerra alemanes. El 15 de diciembre de 1945, casi dos meses más tarde, las potencias occidentales prometieron a los yugoeslavos que permitirían la extradición de los italianos que figuraban en las listas de la Comisión de las Naciones Unidas para Crímenes de Guerra. A pesar de esto la operación seguía dilatándose. La lista de criminales llegó a comprender a setecientas personas, muchas de las cuales ocupaban puestos importantes en el gobierno italiano de posguerra y los Aliados mantuvieron su táctica dilatoria.
Un memorando del ministerio de relaciones exteriores inglés del 12 de marzo de 1946, anotaba que el Cuartel General de las fuerzas armadas Aliadas en Italia había rastreado a muchos de los italianos incluidos en la lista de la Comisión de las Naciones Unidas para Crímenes de Guerra y había descubierto que algunos de ellos ocupaban altos cargos en el ministerio de la guerra italiano y que su arresto habría creado un grave embarazo político. Entre los criminales de guerra aún en servicio se encontraban los generales: Pirzio Biroli, Robotti, Tucci, Bonini, Chinnici y Maccario, todos culpables de las más graves atrocidades cometidas en Yugoeslavia.
El 30 de marzo de 1946, nuevamente el inefable Sir Noel Charles señalaba que muchos de los criminales de guerra fascistas habían prestado un servicio ejemplar a los Aliados y que su detención causaría un shock al gobierno italiano y a la opinión pública. R.A. Beaumont, jefe de la sección para crímenes de guerra en el ministerio de relaciones exteriores británico, destacaba el peligro de una reacción italiana o de un trastorno político si los Aliados hubieran intentado arrestar a los criminales fascistas requeridos por los yugoeslavos. Sobre esta situación escribía “la justicia exige la extradición de estas personas pero la conveniencia temo que se opone a eso”.
Las consecuencias políticas que británicos y estadounidenses temían eran la humillación y el debilitamiento del gobierno filo atlántico italiano cuya caída habría podido impulsar al país hacia una forma de neutralidad filo comunista. El 6 de abril de 1946, el Presidente del Consejo de Ministros democristiano, Alcide De Gasperi (1881-1954), que fue una figura clave en la Italia de la posguerra, se dirigió al almirante Stone jefe de la Comisión Aliada de Control para señalar que la depuración de los criminales de guerra podía crear en el país una situación peligrosa. La situación que De Gasperi quería evitar era un triunfo electoral de socialistas y comunistas desplazando a los democratacristianos conservadores que tanto habían protegido a los fascistas. Él fue quien incorporó a Italia a la OTAN.
El problema de los criminales de guerra se había transformado en una intriga típica de la Guerra Fría. Aunque los británicos y los estadounidenses se daban cuenta de las atrocidades que los italianos habían llevado a cabo en Yugoeslavia y de la obligación de extraditar a los criminales fascistas, en realidad conspiraron para protegerlos. El embajador británico en Belgrado, Chatton, sugería que los Aliados desmintieran la veracidad de la lista presentada por los yugoeslavos, arguyendo que algunas personas no existían o que las acusaciones no eran correctas. Lord Halifax, desde Washington el 26 de abril de 1946, decía que el Departamento de Estado de los EUA creía que la mejor solución para ambos gobiernos eran tratar de enterrar definitivamente este asunto.
También los franceses intentaron juzgar a los criminales fascistas que habían devastado Córcega durante la ocupación, cuando sometieron a la población a todo tipo de atrocidades y deportación a campos de concentración. Tampoco consiguieron nada porque británicos y estadounidenses protegieron a los fascistas y dieron largas a las reclamaciones hasta eliminarlas.
Por su parte, los griegos a pesar de la innumerables atrocidades efectuadas por los italianos durante la ocupación de su país no hicieron nada para reclamar la extradición de los criminales fascistas. La principal razón para esta omisión era que una guerra entre partisanos comunistas y anticomunistas devastaba el país. El gobierno anticomunista de Atenas estaba ansioso de estrechar vínculos con el de Italia con el cual compartían la orientación política y contaba con el apoyo de las fuerzas de ocupación de los Aliados.
La Comisión de las Naciones Unidas para los Crímenes de Guerra había confeccionado una lista con 191 italianos por crímenes cometidos en Grecia. Los pocos fascistas capturados en Grecia ya habían sido juzgados por los partisanos.
Los Aliados, que habían desarrollado una política para la protección de los criminales fascistas, mediante el enterramiento de expedientes, el embrollo con las listas de requeridos y todo tipo de dilatorias para desalentar los reclamos de griegos, yugoeslavos, franceses y etíopes, se mostraron en cambio muy eficientes y celosos para juzgar y condenar a un puñado de italianos que habían maltratado a prisioneros británicos y estadounidenses.
Dos juicios ejemplares
Michael Palumbo dedica los últimos capítulos de su obra al “caso Bellomo” y al juicio a Graziani.
Bellomo fue un general italiano no fascista, al cual se le fabricó un proceso para condenarlo, como chivo expiatorio, por su presunta participación en la muerte de un capitán británico. En marzo de 1946, los Aliados mantenían detenidos a 75 presuntos criminales de guerra italianos y buscaban a otros 145 acusados de crímenes contra los prisioneros de guerra ingleses. Muchos fueron juzgados por tribunales ingleses después de ser capturados por la policía militar británica.
Nicola Bellomo (1881-1945) sirvió como “ejemplo”: un general italiano juzgado y fusilado por la muerte de un oficial inglés y heridas a otro. En realidad Bellomo no era fascista y era un opositor del clan Badoglio que lo consideraba “persona non grata”. Cuando en setiembre de 1943 Badoglio firmó el armisticio con los Aliados, los italianos acordaron defender de los alemanes las posiciones estratégicas clave del Centro y Sur de Italia mientras llegaba la invasión de británicos y estadounidenses.
La mayor parte de los generales italianos, por ejemplo Roatta y Ambrosio, no estaban dispuestos a enfrentarse a los nazis por lo que Roma, Nápoles y otros puntos importantes fueron entregados a los alemanes con poca o nula resistencia. Bellomo que era comandante en Bari combatió decididamente a los alemanes e incluso fue herido en combate. Para los otros generales italianos, Bellomo había cometido un acto imperdonable porque con su accionar había dejado en evidencia la falta de lealtad de la conversión de ellos a la causa antifascista.
La camarilla del mariscal Badoglio temía que Bellomo desenmascarara la falta de oposición a los alemanes de muchos oficiales italianos el 8 de setiembre. Para poner a prueba su lealtad hacia la camarilla del gobierno provisorio se le encargó un informe acerca de la actividad militar en el Sur de Italia después del armisticio. En ese informe el general desveló los numerosos actos de cobardía, incompetencia y traición de muchos oficiales italianos que no se habían empeñado como deberían en liberar a Italia de los alemanes.
Eso hizo que Bellomo fuera envuelto en un proceso adulterado, sobre la base de un suceso confuso registrado en 1941, y se le condenó como víctima propiciatoria.
Rodolfo Graziani, que se había destacado durante las guerras coloniales en África era conocido internacionalmente como El Carnicero de Etiopía. Durante la Segunda Guerra Mundial llegó a ejercer como ministro de Defensa de la República Social Italiana entre 1943 y 1945 y responsable de las atrocidades que se cometieron durante la guerra civil que se desarrolló en esos años. Fue siempre un ardiente partidario del movimiento fascista de Mussolini.
En la primavera de 1945, tras el inicio de la ofensiva final aliada y la rendición de las tropas alemanas en Italia, la República de Saló colapsó y el llamado Esercito Nazionale Repubblicano se desintegró sin combatir. Graziani emprendió la huida hacia el Norte, inicialmente acompañando a Mussolini, aunque luego decidió rendirse a los norteamericanos antes que caer en manos de los partisanos. Terminó encarcelado, inicialmente en un campo de prisioneros en Argelia, y posteriormente en una prisión italiana. Fue procesado en 1948 en Roma y condenado a trece años de prisión con atenuantes y pronto fue puesto en libertad, en 1950.
El gobierno etíope intentó sin éxito que las Naciones Unidas juzgaran a Graziani por las matanzas perpetradas cuando era Virrey de Etiopía y tampoco el Gobierno italiano tomó medidas en este sentido. Tras la salida de su breve prisión, pasó sus últimos años como militante del Movimiento Social Italiano (MSI), heredero del antiguo Partido Nacional Fascista. En 1952 fue nombrado presidente honorario del Movimiento Social Italiano y falleció en Roma el 11 de enero de 1955, a los 72 años.
Etiopía había estado ausente de la Comisión de las Naciones Unidas para Crímenes de Guerra que se constituyó en 1943 con 17 países. Integraban la misma China, India y Canadá, por ejemplo, pero no Etiopía. Cuando los etíopes reclamaron se les dijo que la Comisión solamente atendería a los casos generados a partir de 1939, cuando se inició la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, en el caso de Japón se habían considerado crímenes de guerra cometidos desde 1928 (incidente de Jinan).
La discriminación que sufrió Etiopía se debía no solamente al deseo de proteger a los criminales de guerra italianos que tan útiles les resultaban a las potencias occidentales sino también a la mentalidad colonialista de los británicos que temían sentar un precedente en que los negros etíopes juzgaran a los blancos.
El balance mortal y los historiadores mentirosos
Es difícil evaluar el número total de víctimas de los crímenes de guerra fascistas. Seguramente cientos de miles de personas murieron en los campos de concentración italianos, en los tremendos ataques y a causa de la hambruna sistemática promovida en Gracia y en los Balcanes. También habría que agregar las masacres llevadas a cabo por las fuerzas de Graziani durante la República de Saló, así como los miles de civiles y prisioneros de guerra asesinados por los legionarios de Mussolini durante la Guerra Civil Española y en el frente ruso durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque no se pueda conocer exactamente el número de las víctimas mortales se pueden estimar en más de un millón de vidas.
A esto se debe agregar el inmenso dolor causado por heridas, desnutrición y enfermedades, los secuestros y deportaciones, la destrucción de familias y comunidades enteras, los daños materiales, el arrasamiento de viviendas e instalaciones comunitarias, el robo, el saqueo y el pillaje sistemático de regiones enteras, la humillación y el odio que sembraron sobre hombres, mujeres y niños, durante décadas en África, en España, en los Balcanes, en Rusia y en su propio país.
Si el régimen de Mussolini hubiese sido más eficiente y su caída no hubiese coincidido con el momento culminante de la Segunda Guerra Mundial, las víctimas habrían sido muchas más. No hay que olvidar que el fascismo se planteaba exterminar las poblaciones en África, en los Balcanes y en Grecia para instalar colonos italianos. La proverbial ineficiencia del aparato militar fascista salvó a millones de vidas.
No es sorprendente que muchos italianos quisieran ignorar los hechos de los que su país fue responsable durante la Segunda Guerra Mundial, en un momento en que muchos países tienen capítulos de su propio pasado que prefieren olvidar. Los Estados Unidos, por ejemplo, solamente en las últimas décadas han comenzado a reconsiderar seriamente la esclavitud y su legalización así como las enormes injusticias cometidas contra los nativos que vivían en el continente antes de la llegada de los europeos. Al mismo tiempo todo esto es controvertido por el supremacismo trumpiano.
De la misma manera, en Francia, un historiador enfrentando el escándalo del colaboracionismo durante la República de Vichy ha dicho : “oficialmente, el régimen de Vichy y todas sus operaciones fueron eliminadas de la historia cuando Francia fue liberada”. La mayor parte de los franceses aceptaron el mito de un amplio movimiento de resistencia en gran escala escala y este mito se alimentó con películas del cine nacional y hollywoodense. El silencio sobre el colaboracionismo durante la guerra hizo posible que catorce ex funcionarios de Vichy accediesen al parlamento francés en 1958.y que el infame Maurice Papon, por ejemplo, recién fuera condenado en 1998 por su colaboración los nazis 50 años antes.
Muchos historiadores han contribuido a perpetuar el mito de que el régimen de Mussolini fue una forma de despotismo benévolo. En su conocido libro de 1949 sobre las relaciones entre nazismo y fascismo, Elizabeth Wiskemann (1899.1971), la periodista, historiadora y agente de inteligencia británica, admitió que algunas atrocidades habían sido cometidas en Dalmacia por unidades de “camisas negras” pero describió a los soldados italianos que ocuparon Yugoeslavia, Francia y Grecia como “gentiles por naturaleza” y totalmente “humanos”. Según ella los fascistas italianos “creían en los derechos humanos”. Wiskemann afirmaba que las fuerzas de ocupación italianas “procuraban espontáneamente métodos para evitar la violencia”.y odiaban los métodos crueles de los alemanes. Aparece como totalmente desinformada sobre los campos de concentración italianos, los rastrillajes y las tomas de rehenes, las hambrunas provocadas, las masacres perpetradas en los Balcanes y en África. Fue una mentirosa contumaz.
Es igualmente horrible descubrir – dice Palumbo – que otro estudioso del fascismo italiano, Howard M. Smyth, historiador del ejército de los Estados Unidos, dijo que “era difícil imaginar de que actos de guerra pudiera haber sido acusado Mussolini” si hubiese sobrevivido a la guerra y hubiese sido procesado. Smyth cita el uso de gases tóxicos en Etiopía pero dice que esos crímenes habían sido perdonados por Gran Bretaña y Francia. Smyth sostiene que los crímenes cometidos por los ustachas durante la ocupación de Yugoeslavia no pueden ser atribuidos directamente a los italianos. Si bien es cierto que los italianos solamente pueden haber sido parcialmente responsables de las 600.000 personas asesinadas por los ustachas también es cierto que tuvieron grave responsabilidad en las masacres cometidas por los chetniks en Dalmacia, Croacia y Montenegro.
Smyth sostiene que la ejecución sumaria de Mussolini por los partisanos italianos “libró a los Aliados de un gran problema”. Sin embargo, si Mussolini hubiera sido juzgado correctamente, los Aliados se habrían visto en dificultades pero no por falta de pruebas, como insinúa Smyth, sino por la abundancia de documentos que habrían incriminado a los capos fascistas, la mayoría de los cuales habían sido aceptados como aliados por las potencias occidentales.
Badoglio, Roatta y otros exponentes del gobierno provisorio eran tan culpables como Mussolini en la programación y ejecución de campañas de exterminio. En muchas situaciones estos jefes actuaron por su propia iniciativa pero cuando lo hicieron siguiendo las órdenes expresas de Mussolini no hay pruebas de que hubieran planteado objeciones. Debe destacarse que muchas atrocidades no fueron cometidas por los “camisas negras” fascistas sino por oficiales y soldados de las fuerzas regulares italianas que, por cierto, no demostraron ser “gentiles por naturaleza” o haber sido influidos por la secular herencia cultural de su país.
Como testimonian numerosos documentos, los británicos y los estadounidenses conocían el pasado de Roatta, de Badoglio y de todos los criminales de guerra muchos de los cuales habían cometido no solamente crímenes de guerra sino de lesa humanidad que deberían haber sido juzgados por tribunales internacionales. Pero los protegieron después de 1943. Alguien podría sostener que las potencias occidentales tenían razones para proteger a los criminales de guerra debido a la necesidad de combatir a los comunistas. Esto no deja bien parados a los que gobernaron las potencias occidentales por el hecho que, en su lucha contra la Unión Soviética se prefirió proteger a quienes habían cometido enormes crímenes bajo la dictadura fascista y de este modo violaron los mismos principios que pretendían defender.
El pacto atlántico (la OTAN) y las mismas Naciones Unidas nacieron con una debilidad intrínseca que, precisamente en estos momentos, en el 2025, con guerras desatadas en Europa y en Medio Oriente resultan evidentes. Si queremos encontrar una salida a los problemas mundiales las mentiras y la deformación de la historia resultan inaceptables. Libros como este último de Palumbo son fundamentales para encontrar el camino.
Lic. Fernando Britos V
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