/ El amor como ideal supremo, la sexualidad, la seducción, la grandeza, la decadencia y las creencias son los seis potentes ejes temáticos que explora “Parthenope: los amores de Nápoles”, el fascinante y sensible filme del realizador Paolo Sorrentino aclamado en los festivales de cine de Cannes y San Sebastián, que indaga en las pasiones a menudo explícitas o bien implícitas de una mujer totalmente desprejuiciada, desenfrenada y sin eventuales ataduras morales ni afectivas.
Esta es la nueva película del talentoso director que, en 2013, impactó y subyugó a las audiencias con “La grande belleza”, una película que destaca por la superlativa belleza de sus imágenes pero también por la profundidad de sus planteos sociales, políticos y si se quiere hasta psicológicos.
Seguramente, Sorrentino tiene muy claro que resulta muy complejo superar el esplendor y la calidad artística de este film sin dudas singular, que retrata a una Roma entre brillante y decadente, por su pasada historia de grandeza y por su presente ambiguo y contradictorio.
Esa suerte de caleidoscopio social se expresa en las fastuosas fiestas de los burgueses aburridos de sus ociosas rutinas y hasta en los recorridos nocturnos por la Ciudad Eterna, que bajo la lente del cineasta mutan en auténticas aventuras de alegórica fantasía.
Obviamente, el relato no soslaya una vitriólica crítica a ese submundo de ricachones que desperdician cotidianamente sus vidas sin hacer nada productivo, mientras sueñan con comprar prestigio aunque carezcan de talentos, porque les sobra dinero.
Naturalmente, en esta película sin dudas formidable por su discurso y por su acendrada formulación estética plena de excesos estilísticos y de desmesurados barroquismos, no falta un demoledor discurso contra la religión, que anestesia las conciencias y se apropia de la lealtad de sus fieles a cambio de promesas que nunca se cumplen.
En ese contexto, no faltan referencias casi nada subliminales a “La doce vita” (1960), un verdadero clásico del cine de todos los tiempos, que incursiona en el período simbolista del venerable y venerado maestro Federico Fellini, uno de los grandes cultores del neorrealismo italiano.
Este nuevo trabajo de Sorrentino posee los signos de identidad de la producción de su autor y, naturalmente, homenajea al nunca extinto y siempre vigente neorrealismo italiano, que nació en el período de la posguerra como una suerte de subversión y un alarido de rebeldía contra el silencio impuesto por la cruda censura del fascismo liberticida.
En efecto, durante la dictadura de Mussolini, al igual que en la Alemania nazi, todas las expresiones culturales estaban rígidamente controladas por el Estado. Sin embargo, en 1937, paradójicamente, en plena dictadura, nació Cinecittá, un inmenso complejo de arte audiovisual proyectado por el arquitecto Gino Peressutti, que cuenta actualmente con 73 edificaciones, de las cuales 21 son estudios cinematográficos.
Por entonces, el cine italiano era un cine oficial, porque cualquier expresión independiente estaba rigurosamente prohibida. En ese contexto, más allá de su eventual calidad artística, todas las películas eran panfletarias y, por ende, idealizaban al régimen fascista, que a su vez abrevaba del glorioso pasado del imperio romano. El trabajo audiovisual de la época abundaba en apócrifos dramas de impronta nacionalista o en comedias meramente costumbristas, que jamás abordaban la problemática real de las personas.
Empero, esa suerte de mordaza que amputaba la creación desapareció con la caída del régimen y la instalación de la republica italiana, que restituyó el derecho de los italianos a ser dueños de sus propios destinos y el de los artistas a dar rienda suelta a su creatividad, sus inquietudes y sus ideas.
Eliminada la censura y la prohibición de abordar desde el punto de vista temático los problemas que aquejaban a la población, nació una corriente cinematográfica que escribió la mejor historia del cine italiano de posguerra: el neorrealismo.
Esta vertiente, que decantó rápidamente hacia un cine de denuncia, visibilizó particularmente las dramáticas secuelas de la dictadura y la guerra: la miseria social, la pobreza y el desempleo, entre otras lacras heredadas del período más oscuro que padecieron los italianos.
Los precursores y auténticas figuras señeras de esta escuela cinematográfica que con matices mantiene hasta hoy plena vigencia, fueron Roberto Rossellini, cuyo filme emblema, “Roma, ciudad abierta” se considera el primer exponente del movimiento, y otros paradigmáticos maestros de la talla de Vittorio De Sica, Federico Fellini y Luchino Visconti, por citar apenas cuatro de tantos realizadores referentes.
Aunque existe naturalmente una fuerte identificación entre la posguerra y este movimiento realmente revulsivo, que marcó su impronta y su cenit hasta entrada la década del sesenta del siglo pasado, varios cineastas posteriores recogieron el legado para seguir creando cine de calidad y de superlativo realismo, que reflejara, como en una suerte de espejo, los problemas cotidianos de la gente, con sus dramas, sus alegrías, sus desvelos y sus sueños.
Más allá de la auténtica invasión del cine de industria, con su parafernalia de acción desenfrenada, sus efectos especiales y su pesado bagaje de tecnología, que suele seducir a las audiencias, en particular a las más jóvenes, el cine con el sello del neorrealismo sobrevive felizmente hasta el presente.
Aunque a priori se podría afirmar que las producciones que van en esa línea están destinadas a paladares exigentes y cultos, aun hay un nicho, nada pequeño, que es receptivo a esta impronta artística sin dudas intransferible.
Un ejemplo bastante reciente de esa vigencia es “Extrañeza” (2022), del realizador italiano Roberto Andó, que aborda las vicisitudes del célebre dramaturgo Luigi Pirandello, uno de los más paradigmáticos cultores del teatro realista, quien fue un innovador de la técnica escénica que, aunque pueda parecer paradójico, ignoró los cánones del propio realismo en su vasta producción.
La impronta teatral de esta película que yo reseñé hace tres años para este portal periodístico, está presente también, con sus matices propios, en “Siempre habrá un mañana” (2023), de la actriz, autora, cantante y directora italiana Paola Cortellesi, quien en esta oportunidad debuta en la dirección y ciertamente de la mejor manera, con un film que mixtura el drama con la comedia costumbrista ambientado en Roma en la posguerra, durante la ocupación de las fuerzas aliadas. En este cuadro, aflora la violencia machista más desaforada, entre otras tantas lacras del modelo patriarcal conservador, pero también el compulsivo deseo de emancipación femenina.
Al igual que en el film mencionado precedentemente, en “Parthenope: los amores de Nápoles” la protagonista también es una mujer, aunque radicalmente diferente, ya que se trata de un ser libre que le rinde culto al amor, a la sensualidad y a la sexualidad, como si se tratara de la diosa griega Afrodita, impresa sobre una suerte de lienzo en el paisaje sobrecogedor de una de las ciudades más hermosas de Italia, que otrora fue una floreciente polis de la denominada Magna Grecia y está recostada a la Costa Amalfitana, entre el Mar Tirreno y el Mar Mediterráneo.
Esa circunstancia le otorga a Nápoles una belleza inusual, a lo cual se suma el esplendor de su centro histórico. No en vano, esta urbe inigualable ha sido reconocida por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad, por sus monumentos, que representan como pocos la cultura europea y mediterránea. Sobre el particular, es pertinente valorar el rol de Nápoles como cuna de la cultura italiana, incluyendo la literatura, el teatro, la música y la cocina.
Aunque naturalmente la ciudad es la verdadera protagonista de este trabajo cinematográfico, debe competir con la belleza precisamente de Parthenope (magistral Celeste Dalla Porta), una joven que representa la seducción en estado químicamente puro de la feminidad condensada en erotismo, como la también mitológica sirena de la cual toma su nombre.
La historia, que se desarrolla durante casi siete décadas, cobra singular relevancia cuando la joven emerge del mar como si se tratara de la propia Afrodita. Es, sin dudas, un ser humano de características casi oníricas, que subyuga a los hombres no sólo por su impresionante belleza física, sino también por su carisma y su irresistible magnetismo.
No en vano, todos los especímenes del sexo masculino caen a sus pies, la desean y hasta la idealizan, pero la aman más por su apariencia que por otras cualidades, como si se tratara de una muñeca de lujo.
Aunque el planteo de la película es explícitamente feminista, esta suerte de veneración pone a la mujer en la condición de objeto y no como una persona capaz de amar y ser amada y de sentir emociones que trasciendan a la mera carnalidad.
En ese contexto, enamora casi sin proponérselo a su amigo de la infancia Sandrino (Dario Aita) y hasta a su hermano Raimondo (Daniele Rienzo), que ulteriormente se suicida presuntamente por el demoledor peso de la culpa, aunque la muerte es camuflada y atribuida por la familia a una letal epidemia de cólera.
Entre los presuntos pretendientes también aparecen un enigmático millonario que persigue a la mujer desde helicóptero y John Cheever (Gary Oldman), un escritor estadounidense que está fascinado con ella, pero que realmente no aspira a tener un romance, porque es declaradamente homosexual.
Empero, la joven, aunque desarrolla una vida de desprejuicio y de desenfadado libertinaje en ambientes bien burgueses, realmente no es feliz, porque nadie la ama más allá de su mera belleza física, de su intensa sensualidad y de su audacia. En ese marco, la peripecia vital de esta fémina deviene en una suerte de desencanto, porque su propia belleza la condiciona y la condena inexorablemente a ser una suerte de diosa del amor y no una personas que pueda aspirar a trascender más allá de esa irresistible cualidad.
Aunque hay un claro paralelismo entre el esplendor de la protagonista y el de la propia Nápoles, el cineasta no soslaya ni oculta el lado más oscuro de una ciudad en la cual conviven, en un mismo espacio físico, la riqueza de familias acaudaladas y una pobreza más propia de un país periférico que de una nación desarrollada como Italia. Ese es el lado dramático de este relato, que remite también a las vicisitudes de la propia Parthenope, una mujer en apariencia radiante pero en su interior desolada, porque todos la desean pero nadie está dispuesto a hacerla feliz, porque hay un encandilamiento con su belleza que limita la capacidad de valoración humana.
Este film es, simultáneamente, una suerte de apología de la libertad entendida como la intrínseca capacidad de una persona de actuar en función de sus impulsos y sus emociones, y la desolación provocada por el demoledor vacío de la infelicidad.
Como la historia transita desde la juventud hasta la ancianidad, el personaje femenino va mutando, en una suerte de búsqueda obsesiva de su propia identidad, cuando se transforma en estudiante de antropología y su brillo intelectual atrae la atención de un docente muy exigente, que bajo su aspecto austero y nada amigable oculta una intrínseca sensibilidad y una intenso dolor, porque carga con la condena de tener un hijo discapacitado mental y de aspecto monstruoso. En este caso, Paolo Sorrentino apuesta a la irreverente crudeza de lo grotesco al mejor estilo del cine feliniano, pero también a la piedad por un hombre devastado por la desdicha.
Al igual que en “La grande belleza”, el realizador se mofa de la religión, cuando la protagonista tiene sexo con un sacerdote idealizado por la comunidad de fieles. Ciertamente, la escena en la cual ambos se desnudan explicita el radical contraste entre la belleza y la juventud de la mujer y la anatomía más bien obesa y desagradable del religioso, quien es mucho mayor que ella.
Obviamente, este vínculo tan efímero como pecaminoso porque el cura viola sus votos de castidad en la propia iglesia de la cual es párroco, corrobora que los religiosos, sin renunciar a su fe, también son humanos y tienen deseos y tentaciones, aunque los fanáticos feligreses crean que son asexuados.
“Parthenope: los amores de Nápoles” es una película de esplendorosa y poética belleza, que transforma a esta maravillosa ciudad italiana en protagonista, narrando una historia humana que mixtura el drama y el desencanto con la comedia costumbrista y hasta con el cine erótico, aunque sin la explicitud característica del género porno de bajo presupuesto y nulo valor artístico.
Aunque este film no es ciertamente una apología feminista, es sí una apología de la libertad en su máxima expresión, que no se agota en la mera formulación estética, sino que también indaga en las más irreprimibles pasiones humanas, sin soslayar algún apunte político y deportivo, como la imagen del astro Diego Armando Maradona como una suerte de santo laico, y obviamente una ácida y por momentos despiadada crítica a la religión católica, acorde con la impronta de un realizador cinematográfico depositario del legado de los emblemáticos maestros del neorrealismo.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
FICHA TÉCNICA
Parthenope: los amores de Nápoles, Italia-Francia 2024. Dirección: Paolo Sorrentino. Guión: Paolo Sorrentino. Fotografía: Daria D´Antonio. Música: Lele Marchitelli. Edición: Cristiano Travaglioli. Reparto: Celeste Dalla Porta, Silvio Orlando, Peppe Lanzetta, Gary Oldman, Luisa Ranieri, Isabella Ferrari, Stefania Sandrelli.
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