Un fantasma recorre Europa; es el fantasma de la corrupción. Pero, ¿son corruptos los europeos? O, mejor dicho, ¿de verdad son tan corruptos como afirman algunos? Lo cierto es que desde hace más de una década, los escándalos financieros, las denuncias por irregularidades económicas y blanqueo de dinero de las temibles y prolíficas mafias empañan el horizonte del hasta ahora honrado, cuando no intachable Viejo Continente.
De hecho, Europa se enorgullecía de haber promovido una serie de conceptos éticos, de haber ideado y llevado a la práctica normas de buena conducta empresariales o de convivencia social. No, el Viejo Continente no era, no pretendía ser, el jardín del Edén. Sin embargo, el abanico de las ventajas sociales logradas por los pobladores de la mayoría de los Estados que conforman la Unión Europea hacía palidecer a la clase política de otras latitudes. Norteamericanos, canadienses y asiáticos miraban con recelo hacia el continente que había regido los destinos del planeta. Mas la Europa de la segunda mitad del siglo XX poco tenía que ver con aquél conglomerado de imperios autoritarios. La cuna de la democracia y de los derechos humanos, quebrada por dos contiendas mundiales, fracturada por el bipolarismo impuesto por las superpotencias nucleares, procuraba levantar cabeza. Lo consiguió merced a los primeros tratados de cooperación firmados en Roma, París, Bonn y Bruselas. La Comunidad Europea del Carbón y el Acero, precursora del Mercado Común, abrió la vía a la integración económica del Viejo Continente. Pocos recuerdan hoy en día la época en la que el concepto de Europa Unida era sinónimo de mito, de mera utopía. Pero qué duda cabe de que la unión hace la fuerza.
La fuerza, la cohesión de los europeos, empezó a preocupar, allá por los años 70 del siglo pasado, a sus amigos y aliados de allende. Una Europa fuerte sí, pero una Europa protagonista, no. Los poderes fácticos no veían con buenos ojos la aparición de un nuevo polo de poder. Con el paso del tiempo, surgieron los primeros roces. Las discordancias se acentuaron a partir de 2001, cuando las principales potencias europeas – Alemania y Francia – optaron por no convertirse en aliados incondicionales del Presidente Bush en su guerra total contra el terrorismo. Una cruzada que algunos asimilaron a un enfrentamiento con el Islam, con un nuevo enemigo, con un fantasma fabricado por quienes necesitaban a toda costa sustituir los peligros rojo y amarillo, por la hidra verde. Mas el Viejo Continente tardó en reaccionar; hicieron falta los ataques directos – Copenhague, París – para hacerse a la idea de que también los europeos estaban en guerra. No quedaba más remedio que seguir a Washington en su ineficaz combate contra el yihadismo.
Curiosamente, la otra guerra que el gigante transatlántico quería ganar era la de Rusia, a través de una Ucrania interpuesta. Pero las cosas se torcieron cuando el Kremlin decidió contrarrestar el golpe.
Las sanciones impuestas a Rusia contaron, desde el primer momento, con el apoyo de la Unión Europea. Un apoyo algo timorato, teniendo en cuenta los variopintos intereses económicos de los 28, su dependencia de los suministros energéticos rusos. Pero cuando la potente locomotora alemana optó por distanciarse progresivamente de la postura intransigente de Washington, estallaron los escándalos. El Deutsche Bank, principal instituto financiero germano, fue acusado por el Departamento de Justicia estadounidense de blanquear de dinero de oligarcas rusos allegados a Vladimir Putin, cuyos nombres figuran en las listas negras elaboradas por Washington.
Pocas semanas después, el FBI lanzaba a su vez un ataque contra la FIFA. La campaña pretendía acusar a la plana mayor de la Federación Internacional de Futbol de haber empleado métodos poco transparentes para la organización de los campeonatos internacionales de Qatar (2018) y… ¡Moscú! (2022).
Pero el golpe de gracia contra el gigante europeo llegó en el mes de septiembre, cuando la Agencia Norteamericana para la Protección del Medio Ambiente desveló la existencia de programas que manipulan los niveles de contaminación en los motores de 11 millones de automóviles Volkswagen, de fabricación alemana. Cierto es que los americanos habían descubierto el fallo hace más de cuatro años. Pero al detectarse los primeros síntomas de recuperación de la economía germana, la perspectiva de unas sanciones económicas de 18.000 millones de dólares sólo en Estados Unidos nos obliga a recapacitar.
Aparentemente, la nueva política de cooperación de los Estados Unidos podría resumirse en dos palabras: disiente y pagaras.
Por Adrián Mac Liman
Analista político internacional
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