La evolución política de Argentina, con el triunfo de Macri; de Venezuela, con el triunfo legislativo opositor; y de Brasil, con el proceso de impeachment a Roussef, dejan pensar a muchos que estamos ante el fin de la ola progresista que empezó en el continente en 2003 con la llegada de Lula en Brasil. Creo que no se puede sacar esa conclusión tan fácilmente.
Me parece que conviene analizar cada vez, en temas electorales y políticos, las circunstancias que hicieron que los gobiernos perdieran mayorías, o que se debilitaran hasta el punto de promover un mecanismo constitucional de fin de mando presidencial. Lo digo más simple: en cada país, pesa más la historia de cada uno, el peso relativo de sus distintos actores, las características económicas y sociales de todos ellos, que una especie de fuerza oceánica que haría que terminara por romperse la ola progresista inexorablemente.
No hay que ceder a los análisis sencillitos que creen que los tiempos están marcados y que abarcan todo un continente. Tras el rótulo de progresista, las políticas de Morales en Bolivia, de Bachelet en Chile, de Fernández en Argentina o de Correa en Ecuador no son las mismas. Hay diferencias, fracasos y éxitos, en distintos sectores económicos y sociales cada vez.
Es por todo ello que no creo que haya que frotarse las manos convencido de que el Frente Amplio aquí está en su fase terminal y de que el triunfo opositor es inevitable en 2019. Creo, incluso, que el apoyo ciudadano a la izquierda aquí está sustancialmente igual de fuerte que siempre. No hay que dejarse engañar por encuestas y coyunturas que todas son pasajeras. Por supuesto, el crecimiento económico no es el mismo y el desgaste es mayor. Pero de ahí a que el Frente Amplio esté debilitado, no lo tengo nada claro.
Me temo, además, que los partidos de oposición generan discursos críticos, más o menos excesivos según el tema, que terminan siendo creídos por los propios opositores y no mucho más. Convencen a los ya convencidos. En estos meses no hubo nada que me permita pensar que hay una sintonía mayor en los discursos opositores que refleje y represente mejor que antes a los sectores populares de esta sociedad fracturada que es la nuestra. Al contrario.
Pongo un ejemplo en este sentido: la excelente tarea investigadora en Ancap seguramente tenga consecuencias políticas, entre otras. Pero de allí no se deduce que la amplia mayoría del país cambie su inclinación de voto. ¿Se entiende? Es decir: ya pasó 2014, con su desfalco de Pluna, el caballero de la derecha, etc. y el Frente Amplio ganó con mayoría absoluta. Y podría dar algunos ejemplos más que ilustran el mismo problema, que es un problema que se arrastra desde hace muchos años y no se cambia.
Lo cierto es que termina 2015 con cambios en la región que son importantes. Pero no creo que con ello alcance, ni que sea un augur, de cambios aquí. Me parece que, al contrario, el susto despierta al mamado, como dijeron desde la izquierda alguna vez. Y que estas circunstancias van a hacer que esté más alerta el Frente Amplio para enfrentar los desafíos que tiene por delante y llegar a ofrecer una buena opción electoral en 2019.
Resumo una idea central de todo este proceso: para ganar las elecciones, sea en 2019 o en 2024 o cuando sea, hay que enfrentar cambios importantes de estructura, de discurso, de forma de encarar el trabajo político que deben empezar pronto y que no aseguran tampoco un éxito rápido. Pero sin esos cambios, no hay forma de vencer a la hegemonía cultural y política de izquierda cuya expresión electoral mayoritaria es frenteamplista, se extiende territorialmente y además, está bien arraigada en las nuevas generaciones. ¡Feliz 2016!
Por Francisco Faig
Fuente: Semanario La Democracia
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