“El hijo de Saúl”: la sórdida maquinaria de aniquilar

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La patología del odio expresada en los más abominables actos de barbarie es la desgarradora temática que aborda “El hijo de Saúl”, la magistral ópera prima del realizador húngaro László Nemes, que cosechó recientemente el Oscar a la Mejor Película Extranjera.

Esta película, que resultó también galardonada en el Festival de Cannes, es una experiencia realmente sobrecogedora, en tanto retrata -sin ambages- la deleznable actividad de la demoledora maquinaria de aniquilamiento montada por el nazismo entre las décadas del treinta y el cuarenta del siglo pasado.

Aunque el film toma como referencia nuevamente al holocausto judío, su lenguaje visual y sonoro lo transforman en una obra que impacta por su explicitud y realismo sin concesiones.

El relato está ambientado en 1944 en el campo de concentración  de Auschwitz, donde fueron perpetradas algunas de las peores tropelías que registra la memoria colectiva.

EL HIJO DE SAUL (2)En ese contexto, esta es la historia de Saúl Ausländer (Géza Röhrig), un judío que integra la Sonerkommando, un grupo de tareas que tiene a su cargo el trabajo sucio que no realizan los criminales nazis.

Su tarea es hurgar en las ropas de las víctimas ejecutadas en las cámaras de gas para apropiarse todos los objetos de valor, remover los cadáveres, arrojar los cuerpos a los hornos crematorios y enterrar las cenizas en inmensas fosas comunes.

Esta “faena” era cumplida por prisioneros de guerra, que compraban días de vida oficiando como mano de obra sin costo para el sistema de exterminio implementado por los miembros del Tercer Reich.

Desde las primeras secuencias, la película remueve y conmueve por los estragos provocados por la violencia, el horror experimentado por las víctimas y la actitud sumisa de los “colaboradores”.

Obviamente, el destino de estas personas era también la muerte. Sin embargo, mientras desempeñaban este trabajo lograban prolongar sus vidas y alentar una mínima esperanza de escapar de su confinamiento.

El personaje del título es un ser imaginario nacido de la fantasía del protagonista, quien se apropia del cadáver de un joven asesinado –aduciendo que se trata de su hijo- con el propósito de sepultarlo con todos los ritos de la religión judía.

Por supuesto, se trata de un acto de rebeldía contra lo inexorable, en tanto desafía a las reglas que establecen que esos desechos de muerte deben ser calcinados y enterrados en una tumba sin nombre, sin nadie que los llore ni venere.

Para cumplir con esta misión que se ha auto-impuesto, requiere la participación de un rabino que oficie como sacerdote de una ceremonia destinada a reivindicar al muerto.

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Desde ese punto de vista, la película es un auténtico cuadro de espanto, que exhibe toda la paranoia de un grupo de hombres que pasó a la historia por asesinar a millones de personas sin actitudes dubitativas ni sentimientos de arrepentimiento.

El film transcurre en medio de ese infierno fraguado por seres humanos realmente inhumanos, donde la vida carece de todo valor y sólo prevalece el odio racial como motor de las más deleznables abominaciones.

Por supuesto, para los prisioneros, que en este caso ofician como meros “cretinos útiles”, la prioridad es sobrevivir hasta donde se pueda, renunciando, si es menester, a su propia dignidad.

Aunque se trata de una temática abordada por el cine hasta el hartazgo, aquí la clave es el formidable tratamiento formal de una historia que obviamente tiene visos de tragedia.

A diferencia de otros films precedentes, en “El hijo de Saúl” las incalificables violaciones a los derechos humanos perpetradas en los campos de concentración son presentadas mediante una estética radicalmente diferente, que prioriza claramente el sonido.

Mientras las imágenes aparecen desenfocadas ante el ojo del observador, la hecatombe está recreada mediante los disonantes ruidos de ambiente, los gritos autoritarios de los nazis y los lamentos de las víctimas que están a punto de morir.

Realmente impresiona escuchar los desesperados golpes de los condenados en las paredes de las cámaras de gas mientras son aniquilados, hasta que -consumado el genocidio- todo queda en silencio.

En su debut cinematográfico, László Nemes asume el riesgo de filmar íntegramente mediante planos cerrados, lo cual coadyuva a la construcción de atmósferas agobiantes y pesadillescas.

“El hijo de Saúl” es una auténtica obra maestra, que retrata los rasgos más dramáticos de una de las peores tragedias de la historia, mediante una caligrafía cinematográfica que privilegia la construcción de una poética del espanto, sin desestimar el valor simbólico, político y testimonial del tema.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

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