“El precio de un hombre”: el rostro más perverso del capital

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La demoledora crisis del capitalismo central como fuente de variados infortunios y removedores dramas humanos que impactan tanto a los países periféricos como a las sociedades desarrolladas, es el disparador temático de “El precio de un hombre”, el alegórico film del realizador francés Stéphanie Brizé.

La película, que está por supuesto en la misma línea temática de “Dos días, una noche”, de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, y de la magistral “Recursos humanos”, de Lauret Cantet, es una nueva denuncia de las graves consecuencias de un sistema económico absolutamente descarriado, que ha transformado a los trabajadores en meras piezas de la maquinaria productiva.

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Ese es precisamente el meollo del problema en “El precio de un hombre”, cuyo título original en francés –bastante más acertado que es de su presentación en castellano- es “La ley del mercado”.

Es que la clave es precisamente la perversidad del mercado que transforma a un cincuentón desocupado en un auténtico paria, susceptible de maltrato y marginación.

El protagonista de la historia es Thierry Taugourdeau (Vicent Lindon), quien, luego de soportar quince meses sin trabajo, deberá aceptar condiciones realmente humillantes para reincorporarse al mercado laboral.

Durante ese largo período, procurará sobrevivir con apenas 500 euros mensuales junto a su esposa y un hijo discapacitado, quien, por su patología, requiere un tratamiento que su padre no está en situación de afrontar por falta de recursos.

En ese contexto, el protagonista se transforma en una suerte de víctima de una agencia de empleos, que le ofrece ocupaciones que no están acordes a su edad ni a su capacitación.

Por supuesto, el drama es que tendrá que aceptar un trabajo con una remuneración inferior a la que percibía en actividad, porque esas son las reglas de juego y no tiene otra alternativa que rebajar sus aspiraciones para cumplir con el objetivo de volver a trabajar.

Esa actitud sumisa se prolonga en las largas entrevistas y sesiones colectivas de capacitación, que se transforman, a la sazón, en una suerte de tortura para el infortunado desempleado.

Como si fuera poco, tampoco obtendrá satisfacción alguna cuando se propone vender su vivienda para solventar su presupuesto, que sostiene como puede con el subsidio estatal que recibe. En este caso, también se convertirá en víctima de sus propias urgencias.

Si quedarse sin empleo fue una contingencia realmente dramática que malogró todos sus planes y proyectos, más lo es aun reinsertarse en el mercado laboral.

En esa situación de absoluto desamparo, habrá que aceptar lo que sea con tal de cumplir con los compromisos inherentes a su condición de padre y esposo.

Aun en esa situación extrema, el protagonista se evade de la realidad cuando baila animadamente con su compañera y con su hijo, construyendo una suerte de barrera afectiva para resistir los embates de la desdicha.

La larga odisea de espera es condensada descarnadamente por el director y guionista Stéphanie Brizé, quien construye un relato que destaca por su extrema morosidad y frontalidad.

El enrolamiento del desocupado en un gran centro comercial en calidad de guardia de seguridad, constituye claramente un radical punto de inflexión que inaugura la segunda parte de la narración.

Su misión será monitorear permanentemente a los clientes y hasta a los restantes empleados, a los efectos de prevenir eventuales hurtos o ilícitos de diversas índole.

Por supuesto, uno de sus cometidos será controlar las actividades de sus propios compañeros, a quienes, si es menester, deberá denunciar ante los propietarios del establecimiento.

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Esa compleja coyuntura opera en el protagonista una suerte de crucial metamorfosis, que lo transforma indirectamente en un auténtico delator y en potencial carne de cañón de los espurios intereses empresariales.

Un infausto episodio acaecido en el propio supermercado desnuda –sin eufemismos- el trato inhumano que se prodiga a los empleados, sin contemplar sus problemas personales y dramas familiares. Queda claro que, para el gran capital, los trabajadores son meros recursos humanos al servicio del aparato productivo.

“El precio de un hombre” es un film controvertido y de acento provocador, que retrata contundentemente la jungla del mercado y las lacerantes consecuencias que aparejan las crisis para los trabajadores.

Aunque la gran actuación protagónica de Vincent Lindon trasunta con realismo el removedor drama de un desocupado y su peripecia de resistencia para sobrevivir con la mayor dignidad posible, el relato padece diversos altibajos que por momentos diluyen el interés del público por la historia.

 

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

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