
Ateniéndonos a la clásica definición de realismo mágico, esbozada originalmente por Uslar Pietri, emparentado con el realismo maravilloso, impulsada como definición por Alejo Carpentier, tenemos una serie de elementos representativos como: 1) el contenido de elementos mágicos o fantásticos, percibidos como normales por los personajes, 2) elementos mágicos tal vez intuitivos, no explicados del todo, 3) lo sensorial como parte fundamental de la percepción de la realidad, 4) los temas que se ubican en los estratos más duros y crudos de la pobreza y marginalidad social, espacios donde la concepción mágica y mítica se hace presente, 5) los hechos que son reales pero tienen una connotación fantástica, ya que algunos no tienen explicación, o es muy improbable que ocurran. En cuanto al tiempo podemos definir: a) el tiempo cronológico, donde las acciones siguen el curso lógico del tiempo; b) la ruptura de planos temporales, donde hay una mezcla de tiempo presente con tiempo pasado (regresiones —flashback—) y tiempo futuro (adelantos —flashfoward—), y además, se fragmenta el texto; y c) el tiempo estático, donde el tiempo cronológico se detiene mientras interaccionan los pensamientos de los personajes. Esto es importante porque en la novela del artiguense Luis Do Santos están presentes casi todos estos elementos, por lo que estamos ante una obra de un claro realismo mágico. Es decir, lo sobrenatural se hace posible a partir de la realidad, que es transmitida por medio del recuerdo. Lo líquido del título de este ensayo, es por la predominancia del río, que está en todas las cosas de esta novela, empapándolas hasta el fondo (al respecto ver la relación de autores que han tratado sobre la literatura fluvial, desde Heinrich Heine hasta la Santa María de Onetti, como destaca Valentín Trujillo en su columna de El Observador del 22 de abril de 2018).
El territorio mágico, compuesto no sólo por el río sino por el monte circundante, su flora y fauna, nos es revelado zambulléndose de lleno en el recuerdo y expresado en primera persona. Así se nos muestra el método del escritor: “Fue una época tapizada de esos días en que por el sólo hecho de vivirlas a pleno las cosas insignificantes se vuelven extraordinarias”. Y también, se nos presentarán personajes característicos enmarcados en una zona de frontera (por partida doble: brasilera y argentina) y que, como toda región fronteriza, tiene sus particularidades bien definidas: el contrabando y los seres al margen de la legalidad, la pobreza y el estar lejos de todo, hasta de Dios.
El río como fundamento de vida pero también de muerte.-
Es bastante evidente que el agua, y por extensión todos los cursos acuáticos, son expresión de vida, pero también pueden resultar mortales. El poblado en el que vive nuestro personaje y su familia, dependen del río. Allí está su fuente de recursos y el poco trabajo existente gira alrededor de este elemento. El padre de nuestro personaje tiene un trabajo que consiste en colocar los caños que servirán para el riego, en el fondo del río (aunque no lo dice expresamente, la zona donde transcurre la acción es terreno de la caña de azúcar, y es más, el pueblo de Calpica Itacumbú, lugar de nacimiento del escritor, combina el nombre de la empresa Calpica —Cooperativa Agropecuaria Limitada de Producción e Industrialización de la Caña de Azúcar— y se erige próximo a la desembocadura del arroyo Itacumbú, podría ser el pueblo de nuestro personaje.
Actualmente el pueblo se llama Mones Quintela, en honor al ingeniero agrónomo que en la década de 1940 introdujo el cultivo de la caña de azúcar en la zona de Bella Unión, luego de realizar ensayos en Tranqueras, situada en el departamento de Rivera, y quien creó varias cooperativas agrícolas azucareras). “El río a esa hora era un potro embravecido dando coletazos contra la ribera”. La particularidad del padre es su capacidad de mantener durante varios minutos la respiración bajo el agua y de soportar la presión en profundidades que pocos pueden realizar. “Mi padre trabajaba en la empresa de riego, como casi todos en el pueblo. Siempre fue agrietado y hosco, cultivador de pocos amigos, parecido a la tierra”. “Su singular oficio era instalar esos poderosos chupones en el lugar más hondo para mejorar el rendimiento de bombeo”, y “decían que podía aguantar la respiración durante más de cinco minutos, o que llegaba a una profundidad que nadie toleraba”. De allí viene lo de “zambullidor”. Esa capacidad le hace, también, rescatar el cadáver de los ahogados. “Muchas veces intenté preguntarle sobre su don increíble de encontrar ahogados —nos dirá el niño ya convertido en hombre—, pero un muro se levantaba entre nosotros, dejándolo impenetrable y lejano”.
Por supuesto que para el niño el padre es un héroe, “una imagen apenas manchada por el recuerdo vivo del ahogado” (pág. 12), y aquí ya hay un punta del hilo “que descoció el resto” (como dice el epígrafe al libro, que está tomado de Viralata, de Fabián Severo, con quien se emparenta no por el lenguaje, que allí es portuñol, sino por el terreno fronterizo que insinúa su obra). Y ya en la mitad del primer capítulo, Do Santos abandona lo que podría haber sido la historia del padre (realmente sería muy tentador que el autor se decidiera por escribir desde el punto de vista del padre), y se dedica a narrar las peripecias del hijo, ese niño revoltoso e indisciplinado, feroz. Dice: “hay recuerdos que son como un duro veneno, entran por las venas a infectar, sin antídoto ni fecha de vencimiento. Hasta ahora me anda en la piel aquel agosto sin viento, de frío implacable”, que es cuando comienza todo, con el rito paterno (y sugestivamente simbólico —y elemento mágico por antonomasia, además—) de echar al agua un blanco jazmín, como ofrenda de pureza, antes de zambullirse y rescatar algún cuerpo que la correntada, o la imprudencia, ha sumergido para siempre. Porque sin embargo, en medio de esa fiesta de los sentidos, la dura realidad del río se muestra, omnipresente; “…uno de los hermanos Lima se había ahogado en el río. Dijo, llena de orgullo (la madre), que si no fuera por mi padre y el jazmín bendito jamás lo hubieran encontrado. Ese día entendí el secreto de las lágrimas. Aquel don increíble de descubrir la muerte era, también, su propia y pesada maldición”.
La madre, en cambio, era una mujer especial, sobrepasada por las circunstancias de un medio agreste, donde las oportunidades escasean. “Ella era alta y flaca, la nariz dibujada perfecta entre los pómulos, el pelo siempre atado y los ojos limpios, delatores de una rara belleza que no había sido opacada por la erosión del sacrificio diario ni la soledad. Esa fragilidad de la dureza, ese encanto del silencio pocas veces roto, la hacía especial” (pág. 11), y este detalle significativo: “las manos de mi madre son duras. Tienen los callos de la vida, la rabia atascada en las uñas y la rudeza de las ortigas” (pág. 14). Es que en ese medio no hay tiempo, ni posibilidad, de demostrar el cariño salvo de un modo tosco, casi agresivo, y los hijos se van educando a sí mismos, como si fuera la naturaleza la que los educara. No nos puede extrañar que ese niño sea impulsivo y que todo su dolor se exprese de forma violenta. No tiene otro lenguaje, no puede tener otro lenguaje si quiere sobrevivir en ese medio tan hostil.
La infantilización de la soledad.-

Nadie parece reparar en sus necesidades, no las materiales sino las de carácter espiritual: “Cuando uno se siente de nadie, la tristeza se mete en los huesos hasta quebrarle el alma”. De esa manera el niño se hace a la soledad, apenas compartida con un amigo y compinche de aventuras llamado Emilio, “mi gran compañero de viaje, un gringuito flaco, audaz y extrovertido, que tenía la piel tatuada de travesuras, los ojos vivaces y un montón de pecas que cambiaban de color al paso del sol, como angelito de patio”. De esas travesuras, que poco a poco terminan siendo cada vez más vengativas, como realizadas por un pequeño diablillo, terribles, vendrá el castigo paterno, un castigo brutal que en vez de aplacar su ira la reconcentra y la hace más endiablada. Así, el castigo fue dado con un rebenque “de dos puntas (que) hacía sangrar las piernas y la espalda en cada latigazo”. “Mi padre dejó de pegar recién cuando caí desmayado…”, dirá, y luego será confinado al galpón de fondo, como un exilio forzado. “El viento merodeando en la ventana rota, la cantinela de las ranas en el pastizal, la luna en harapos y un perro aullador. Todos confabulados para asaltar bajo las frazadas”. Esa forma de ser, traviesa y un poco maldita, es algo intrínseco a él, está en su propia alma: “Desde que tengo memoria, la pasión sin aduanas ha sido mi perdición” (pág. 79). Y esto podría ser la explicación de su conducta.
Y de pronto en esas circunstancias, desterrado en el galpón, una mañana se le aparece el abuelo. “Estaba cruzado de piernas sobre un pedazo de silla destartalada, la espalda apoyada en el ropero, mirándome con los ojos torcidos. Tenía barba rala, gruesos anteojos de carey, camisa celeste recién planchada, el pantalón apenas tapándole los zapatos y un sombrero panamá blanco… No me hubiera impresionado si no fuera porque mi abuelo había muerto hacía años” (pág. 22). Por supuesto, “…lo primero que pensé fue estar ante un fantasma. Después me di cuenta de que el hombre estaba ahí, el sol le caía sobre las cejas exagerando su sonrisa verdadera, y las moscas le molestaban demasiado para estar tan muerto como estaba”. Es evidente que este hecho sobrenatural, que nace a partir de la imagen real de una foto sepia “de sus años mozos en que aparecía disfrazado de mariachi”, termina siendo aceptado por él como algo cierto. En última instancia ya ni siquiera importa si puede ser verídico, porque a ese niño, incomunicado, deseoso de hacerse entender, necesitado de comprensión, ese hecho prodigioso le da la posibilidad oral de desarrollarse. “Entonces supe que el increíble don de conversar con los muertos me había sido develado, y no pude evitar sentir en la piel la marca de los elegidos”. Luego de ese encuentro el abuelo desaparece fugazmente, pero al final de la primavera “el abuelo volvió a sacudirme la siesta, dibujado en el rincón sagrado de mi galpón dormitorio”. Y entonces aprenderá a traerlo “con los ojos cerrados, las manos en señal de oración, repitiendo su nombre en silencio, lleno de pensamientos que me salían del pecho”.
Pero claro, ese abuelo termina siendo una versión familiar del amigo imaginario. Y diría más, una terrible versión, porque ese abuelo “continuará su lección nocturna de ocurrencias fatídicas”, como por ejemplo: “una hoja de afeitar atada a la cola de un cometa, la honda cortada del Cardozo chico, una culebra muerta sobre la cama de Rosita (su hermana), caricia de ortigas para Marcos, el enano llorón. Y luego de cada travesura una paliza, un sermón viejo, un castigo nuevo. Pero nada nos detenía. Ni las clases de catecismo de María Teresa, devota de los milagros imposibles, ni el exorcismo del padre Pancho, ni las lecciones de la maestra marcando el camino”. Al final con su amigo deciden hacer el velorio de su abuelo, porque las travesuras de a poco van subiendo de tono hasta irse tornando peligrosas, únicamente por el placer de hacer daño. “Nos llevó una semana juntar lo necesario para concretar la idea del gringuito flaco que parecía cada vez más viejo…”, esto es que “en un claro del monte, sobre el banco de arena que a veces forman las crecientes, una fotografía rodeada de velas, cierta tristeza en el aire, la tarde cuajada y mortuoria” (pág. 31-32). “Ahora que lo traigo de lejos —y este párrafo nos marca el tiempo real desde donde se escribe la historia que nos está contando—, vuelvo a sentir la congoja de aquel velatorio desesperado. Lo cierto es que, a partir de aquel día, jamás volví a ver al abuelo. Se esfumó dejando apenas un reguero de nostalgia sobre la silla vacía”. Así se cierra esa etapa, pero sus infortunios seguirán marcándole el paso.
La maestra, Dorotea Prestes, quien “nunca llegó a superar la frustración de tener que enseñar para la vida en aquella escuelita del fin del mundo”, “dueña de un carácter explosivo, de poca paciencia, áspera y dura en sus convicciones” hasta que queda embarazada, también será blanco de su rabia. Porque esa maestra estaba armada “con la pesada regla de lapacho que odiábamos todos” y con la que castigaba cualquier distracción. Su penitencia, en ese caso, fue oficiar de monaguillo durante tres meses, pero obviamente tuvo que terminar ese año “en un aula de alumnos mayores”. Quizá como castigo divino, si hemos de atenernos al espíritu mágico de la novela y podemos referirnos a designios celestiales, “una raya me mandó al hospital y aprendí que los héroes a veces tienen alas de niño sin estrella” (pág. 34). Y como todas las cosas no vienen en vano, aunque a menudo tengan doble intención, “extrañamente, aquella internación dolorosa fue la experiencia de amor maternal más tangible que pude experimentar”. Un mes después volvía a la casa y se enteraba por su madre que “los padres de Emilio se habían marchado hacia algún lugar del mundo que nunca más pude recordar”. Y volvía, otra vez, a la soledad, para ver si es verdad que “de la pura desolación también se puede salir sin quemaduras”. Y años después, estando ya en la capital, cuando encuentra al amigo de la infancia, éste parece no acordarse de él, “se había ido bajo las luces muertas de la calle a vivir la otra vida”, la vida ajena, la vida distinta de los que no quieren recordar su pasado, como si se avergonzaran de él.
Un rasgo que quiero destacar, es el enorme paraíso donde nuestro personaje se encarama para escapar a los castigos cada vez que hace alguna diablura (aunque sabe que cuando toque tierra su padre lo atrapará y si no cuando vuelva a su casa no podrá escapar al escarmiento). Es un rasgo distintivo de todos los niños el de andar entre los árboles, o de tener una casa en un árbol, por ejemplo. Me vino a la memoria, fue inevitable, las historias de El barón rampante, de Italo Calvino, donde el personaje principal, Cósimo, se refugia de un mundo que niega la más sencilla individualidad de las personas subiéndose a los árboles y promete nunca más volver a pisar el suelo. El personaje de nuestra novela se acomoda allí, en su paraíso, y sólo allí se siente seguro. Porque todos necesitamos un lugar, un lugar físico, donde tener la seguridad de ser quienes somos.
Personajes de la desgracia.-
Hay una serie de personajes que son, parafraseando a Onetti, la cara de la desgracia. Son personajes que forman parte de otro mundo, más antiguo quizá, o más extemporáneo, y que sólo se relacionan con las cosas de este mundo de forma tangencial. Hablamos de la tía Ménquira, la abuela Giralda, el tío Amado, por el lado familiar, y ese personaje de fábula que es Pedro Martinidad, verdadero antihéroe pero sin embargo fundamental en el desarrollo del niño y en la creación de la conciencia de la justicia de las cosas de este mundo.
La tía Ménquira, por ejemplo, es “una morena de pelo ensortijado, ojos de agua, brazos acostumbrados a trabajar, (que) vivía en una casita modesta… rodeada de pájaros y jaulas… Se ganaba la vida haciendo limpiezas en casas de familia y resultaba infalible venciendo empachos… Rezongona y vieja, era muy común encontrarla hablando sola por las calles, dando manotazos al aire, como si anduviera rodeada de fantasmas”. Es ella quien les da un trabajo a él y a su amigo: “nuestra sencilla tarea sería tirar los perritos recién nacidos en el canal principal de riego, a cambio de cierto dinero para comprar lo que quisiéramos”. Arrepentido a último momento se lanza al agua y salva a uno de los siete perros y se lo lleva a vivir con él. Es el Titán, quien tendrá parte importante, como víctima, en el desarrollo de la novela.
La abuela Giralda, que es en realidad abuela del padre, vive del lado brasilero de la frontera, “en un pueblito chato en algún lugar de Río Grande, lleno de casitas de madera y calles empedradas, que vivía del cultivo del arroz” (pág. 64). “Hablaba un portugués exagerado, con ademanes y poses enérgicas”, y hacia allí va nuestro personaje como parte del último castigo, donde pasará tres meses con ella. “Recién allí descubrí que aquel viaje era parte de otro castigo ejemplar… Las palabras otra vez se quedaron sin aliento, atoradas en algún lugar de los adentros”. La madre se marcha al siguiente día, casi con vergüenza: “al otro día la vi alejarse presurosa, casi sin despedirse, la mirada en otros rincones, huyendo de aquel adiós”. El único objetivo es disciplinarlo, y para ello la abuela Giralda lo hace andar en un continuo trajinar “desde que despuntaba el sol hasta el anochecer”. “No tenía fuerzas ni para soñar”, dirá el niño, que a todo esto ya tendrá once años, y a esa edad los golpes curan rápido. “A medida que pasaron los días me repuse del primer impacto, los brazos dejaron de doler, secaron las lágrimas y las heridas de las manos, salté sobre el miedo que petrificaba y el alma volvió a remontarse…”. Y un poco después, “una tarde de aquellas, después del arduo trabajo en la huerta, estaba sentado bajo las palmeras esperando el oscurecer, cuando vi acercarse a un negrito flaco, pantalón desflecado a media rodilla, camisa a rayas, tan grande que parecía no ser suya. Descalzo, con los pies tapados de barro, el pelo ensortijado lleno de pasto, una sonrisa ocupando toda la cara. Cargaba una pelota de trapo bajo el brazo. Me habló en portugués cerrado y entendí, no sin dificultad, que su intención era invitarme a jugar”. Así nace la amistad con el Escalada y es quien le pone el apodo de “Casteiano” con que lo conocerán en el pueblo cuando con una bicicleta recuperada del fondo de los tiempos salga a “vender pasteles en la arrocera”. Después de aprender a andar, recuperará la libertad y sentirá que ahora nadie lo puede parar. Es que hasta en los pequeños percances, que la distancia de su entorno natural los hace más trágicos, algo mágico lo devuelve a la vida, a la esperanza, como los dos perritos blancos que le señalan el camino y lo acompañan, como ángeles guardianes en medio de la tormenta (pero totalmente fantásticos). “Así como vinieron se fueron, dejando su presencia entre mis ojos mojados”, dirá sobre esos perritos que lo sacan del apuro. Y al final, dirá que “fue doloroso el adiós a otro amigo, pero pronto el tiempo se encargó de enseñarme que la amistad puede sobrevivir lejos de la piel, y las historias verdaderas andan con uno siempre, a pesar de lo celoso que es el olvido”. Con todo, su despedida tiene cierto sabor a revancha: “…no pude evitar una sonrisa maliciosa imaginando la cara espantada de la vieja Giralda al descubrir que sus pájaros se habían escapado. Y todo por culpa de un desgraciado que dejó abiertas las jaulas”. Es el sabor a la libertad.
El personaje del tío Amado, sin embargo, es triste. Allí está cuando vuelve de ese pueblo brasilero, en esa vuelta en que “no pude evitar sentirme diferente, porque ahora cargaba un adiós y un regreso”, llevando a cuestas su desgracia personal que derivó de un accidente carretero que lo deja incapacitado para siempre. Y sin embargo, ese tío se hará inseparable de él, y a pesar de tener treinta años parecerá un niño. Toda la historia con ese tío toca ciertas fibras íntimas de cada uno de nosotros hasta hacernos lagrimear (será inevitable), porque a su desgracia va unida esa sencillez de los hombres buenos, para los cuales no habrá ninguna condena más que la que lleva encima. “La última vez que tuve noticias de su existencia, supe que lo habían internado en un hogar para personas especiales, porque su estado regresivo era irreversible”.
El Mesías del monte.-
He dejado para el final la elaboración en torno a Pedro Martinidad, porque la influencia sobre el niño fue fundamental y porque su personalidad de hombre libre, aunque tiene algo de animalidad salvaje, hace recordar a esos errantes profetas bíblicos con sus leyes aprendidas de la propia naturaleza. Ese hombre “vivía en el monte rodeado de perros, no muy lejos del pueblo adonde muy pocos llegaban. Era solitario, huraño, y sus escasos contactos con la gente se limitaban a las idas al bar donde vendía pescado, carpincho, yacarés y hasta lobitos de río, que cambiaba por varias botellas de caña blanca brasilera y algunos comestibles”. Porque algo que Do Santos deja bien en claro es que todos, absolutamente, tienen que trabajar en algo para mantenerse vivos, y a pesar de que el trabajo escasea en determinados momentos, todos deben rebuscárselas de una u otra forma, incluso hasta los que están por fuera o en el borde de la sociedad. Y en su pasado tenemos que Martinidad “había sido contrabandista de barriles de caña, y era dueño de una extraordinaria puntería, aguzada por el monte y los enfrentamientos con la policía de las dos fronteras. Con la chalana suspendida en el agua, decían que era capaz de darle a un carpincho a cincuenta metros, aun con un litro de la peor caña hirviendo en las venas”. Pero además, debía dos o tres muertes.
En la mente del niño, Martinidad adquiere una altura descomunal, como cuando saca del fondo del río un enorme surubí, de cuarenta kilos, que pesca “sin más ayuda que un puñal y unas cuerdas” después de diez horas, o cuando acierta a la yarará con la escopeta, la misma víbora que había mordido al perro, Titán, y que él llevará al monte intentando curarlo, cosa que hará a medias, porque el animal queda casi ciego e inservible y no habrá más remedio que sacrificarlo. Es por esa razón que Pedro Martinidad empezará a ir por su casa, y “en la semana lo veíamos dos o tres veces y los domingos comenzó a ser infaltable”. Es él quien le enseñará las artes de pesca, le enseñará a tirar con la escopeta, a armar lazos y sentencias de sobrevivencia. Es él quien le mostrará, con su ejemplo, a medias civilizado, la limpieza “del piso de tierra, el orden casi natural que cada cosa parecía tener”, y sobre todo una enigmática frase escrita con letra impecable: “No os afanéis por el mañana, que el mañana traerá su propio afán”. Ese vivir día a día, sin preocuparse de lo que vendrá, le da otra espesura a su andar. Es con él, en definitiva, que aprende a hacerse hombre: “empecé a ir casi todos los días al campamento, por lo que al cabo de unos meses me había convertido en experto tirador de redes, encarnando espineles, tarrafeando carnada, con una innata habilidad para encontrar los pozos donde se escondían las mejores presas… Dominé en poco tiempo las especies de árboles, los yuyos curadores de cualquier flaqueza, los pájaros de la soledad, las víboras, los lagartos, las trampas de nutrias, y hasta una oración infalible para sacar a un tatú de monte atrincherado en la cueva… Me hice fuerte en los remos, dominador de la chalana en correntada fuerte o remanso tibio” (pág. 48), y sobre todo: “aprendí también que a pesar de su soledad añosa, Martinidad no era un descreído de la gente. “Lo bueno te vuelve”, solía decir”.
Pero un día nuestro personaje ve a Martinidad convertido en un borracho decadente, “tenía los ojos perdidos, como si no fueran de él, la cara hecha de trapos incendiados y la vieja cicatriz de nuevo cruda y sin remedio, botada del alma”, y se asusta de tal manera que deja de verlo, le da la espalda. Y cuando se entere de su muerte, porque hombres así no pueden vivir, junto a la certidumbre póstuma de que debió ayudarlo, justo allí, cuando él más lo necesitaba, lo vuelven otra vez díscolo, furioso, donde “todo era pretexto para sacar la rabia”.
Finalmente, Do Santos terminará esta excelente novela con el padre, ese ser reservado que casi no dice palabras, incapaz de expresar sus sentimientos, cerrando el círculo. “La luz manchada por retazos de sombra en las paredes, el silencio quebrado apenas por el goteo del suero, el jazmín que una enfermera piadosa colocó en un vaso sobre la mesita, la más pura soledad”. Para ese entonces, el niño se ha hecho hombre.
(El zambullidor, Luis Do Santos, Fin de Siglo, 2ª edición Mayo 2018, Montevideo, 91 páginas)
Por Sergio Schvarz
Escritor, poeta, y ensayos breves.
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