CINE | “Pájaros de verano”: Una poética de la tragedia
El narcotráfico como estilo de vida y mera estrategia de supervivencia para comunidades marginales e históricamente expoliadas por la neo-colonización, es el potente eje temático de “Pájaros de verano”, el formidable film de los realizadores colombianos Ciro Guerra y Cristina Gallego.
Esta película, que se inspira en hechos reales, es una auténtica radiografía social de la Colombia profunda. No en vano, está ambientada nada menos que en el desierto de La Guajira, un vasto paraje inhóspito y olvidado por la civilización, donde habitan clanes de indígenas Wayúu que integran comunidades cerradas a cal y canto.
La particularidad de estas poblaciones aborígenes es su fuerte sentido de pertenencia y su intrínseco apego a códigos éticos y a culturas y creencias ancestrales, que devienen en una suerte de tributo a la naturaleza y a deidades presuntamente protectoras.
La película, que es una coproducción entre Colombia, México y Dinamarca, mixtura la poética de la imagen con los dramas cotidianos y hasta el cine de acción.
Narrada como una suerte de tragedia griega que divide el relato en cantos como si se tratara de la “Ilíada” homérica, esta ambiciosa producción concebida con una austera economía de recursos, también está emparentada con el denominado realismo mágico que concibiera magistralmente el inolvidable Premio Nobel de Literatura colombiano Gabriel García Márquez.
Desde ese punto de vista, los pájaros del verano a los que alude el título del relato son una suerte de metáfora, de recurrente presencia en los momentos cruciales de la historia. No en vano, estas aves zancudas pueden ser visualizadas en las secuencias más tensas y violentas de una narración impregnada de hondo y removedor dramatismo.
En este film, el autor de la no menos magnífica “El abrazo de la serpiente” (2015), hurga en la intimidad de pueblos que viven en la periferia de la sociedad de su país.
En ese marco, salvo excepciones, el Estado está virtualmente ausente de sus disputas, conflictos y contingencias cotidianas, en una actitud que es claramente deliberada.
La película está ambientada entre la década del sesenta y el ochenta del siglo pasado, durante el auge del ciclo del cultivo y la comercialización de la marihuana conocido como la bonanza marimbera, cuyo destinatario es un mercado de alto poder adquisitivo como el norteamericano.
Por supuesto, en este caso también existe el circuito de la oferta y la demanda, consustancial a un capitalismo que se provee de mano de obra barata y que comercia con la necesidad ajena.
En ese contexto, para estos clanes de indígenas históricamente explotados y segregados por el hombre blanco, la única oportunidad de ganar dinero y acceder a una vida medianamente digna es ejercer el narcotráfico.
Los protagonistas de esta historia son el joven Rapayet (José Acosta), que debe trabajar duro para pagar la dote que le permita casarse con Zaida (Natalia Reyes), quien integra un clan que, como el resto de la comunidad, se dedica al pastoreo y al cultivo de café.
Obviamente, tal cual lo establecen las costumbres de su comunidad, la joven ha cumplido con un año de encierro, condición sine qua non para poder contraer enlace con un hombre que cumpla con los requisitos de la familia y la tradición.
Aunque la ofrenda que debe pagar el novio no es ciertamente en dinero, el protagonista no pierde la oportunidad de ingresar en el siempre lucrativo negocio del narcotráfico, que le puede proporcionar bienestar material y poder. Para ello, se asocia con Moisés (Jhon Narváez), un narco violento y de temperamento incontrolable.
Los clientes potenciales son norteamericanos de alto poder adquisitivo, quienes, pese a su aspecto de hippies y de pagar el precio requerido por la marihuana recién cosechada, realmente están cumpliendo una misión: convencer a los indígenas de las bondades del capitalismo y denostar al comunismo.
Por entonces, al igual que en el presente, la penetración imperialista era muy importante en Colombia, en el marco de una guerra fría que contaminó literalmente a todo el continente sudamericano de dictaduras corruptas y criminales.
Mediante un firme pulso narrativo, que privilegia las guerras entre clanes, los ajustes de cuentas, las ofensas y las venganzas, Ciro Guerra y Cristina Gallego construyen una suerte de ensayo de acento antropológico de fuerte impronta dramática.
No obstante, los cineastas no se limitan sólo a describir los conflictos, las riñas y las rencillas que enfrentan a estas familias de narcotraficantes, sino que retratan- con singular y hasta con admirable elocuencia- las milenarias creencias de estas comunidades nativas.
En tal sentido, resulta contundente la secuencia del segundo entierro del hermano de un capo mafioso, cuyo esqueleto es exhumado, limpiado y vuelto a enterrar en una nueva tumba.
Esta escena -que resulta impactante por su realismo y por su contenido simbólico- es parte de ritualismos de intransferible génesis religiosa que incluyen danzas y cantos de naturaleza épica, como si se tratara de los aedos de la Grecia antigua.
Empero, “Pájaros del verano” no omite la denuncia, cuando explicita- sin ambages ni cortapisas- cómo los narcos le pagan a un grupo de militares para pasar la droga sin contratiempos. Naturalmente, los uniformados escoltan el cargamentos hasta una pista de aterrizase, donde aguardan varias avionetas.
Este es, sin dudas, uno de los mejores films estrenados durante la actual temporada cinematográfica, que conjuga el drama con la violencia, la tradición, las creencias ancestrales y la cotidiana lucha por la supervivencia.
En tal sentido, la película es, además de un potente testimonio que revela las grietas de una sociedad radicalmente asimétrica, una suerte de alegoría de intensa y sensible escritura poética.
Por Hugo Acevedo
(Analista)
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