Siempre es difícil enfrentarse a las hojas en blanco (ya sean físicas o virtuales) pero hay ocasiones en la que la dificultad es aún mayor; y no por falta de ideas, sino por la cantidad abrumadora de sentimientos e ideas que se mezclan en la cabeza de quien escribe.
Hoy es una de esas ocasiones. Se cumplieron 70 años de la liberación del campo de concentración de Auschwitz.
Hace poco menos de un año tuve la oportunidad de recorrer con mis propios pies, ver con mis propios ojos y sentir con cada centímetro de mi cuerpo aquellos «campos de trabajos forzados» situados al oeste de Cracovia.
Desde ese primer momento tuve la necesidad de escribir sobre esa experiencia pero nunca lo hice y con el paso de las semanas, meses, temía que ya no pudiese hacerlo por haber perdido la emoción, la sensibilidad inmediata del momento. Sin embargo hoy la piel se me sigue erizando de la misma manera que lo hizo once meses atrás.
A día de hoy, los campos de concentración (Auschwitz y Birkenau) se han convertido en una especie de museos donde los visitantes pueden ver dónde dormían los reclusos, fotografías de los mismos (junto con sus fechas de entrada y «salida» del campo… Raro era el que superaba el mes y medio), las cámaras de gas, un patio donde eran fusilados desnudos tras haber recibido un falso juicio por algún delito inventado. También en uno de los edificios se pueden ver las pertenencias de quienes entraron allí tras un viaje en tren que no puedo ni imaginar.
Recuerdo aquella guía que nos iba informando de cada suceso, a cada cual más espeluznante que el anterior, la recuerdo bajita, pequeña, frágil, con la voz quebrada y la mirada siempre en el suelo.
Recuerdo mis ojos acristalados durante toda la visita. Recuerdo el silencio atroz, las miles de maletas amontonadas tras una cristalera, con los nombres de sus dueños escritos en letras enormes.
Recuerdo las cabelleras, las ollas, las cenizas… Pero sobre todo recuerdo cómo unos zapatos en especial llamaron mi atención. Entre una montaña de zapatos grises, zapatos polvorientos, rotos, se veían unos zapatitos rojos que no deberían superar el número 20. De repente pude ver la historia detrás de esos zapatos, pude ver a una niña yendo con su madre a la tienda de su pueblo en busca de unos zapatos que llevar a la plaza, unos zapatos de los que presumir delante de sus amigas. Vi a esa niña, vi su sonrisa cuando se los probó por primera vez y decidió que sí, que se llevaría esos zapatos rojos que tan bien le quedaban con aquel vestidito de fiesta. Vi a esa niña poniéndose esos zapatos la mañana en la que se la llevaron para, a base de gritos y empujones, meterla en un tren hacia su propio infierno. Vi a esa niña correr, presa del miedo y el desconcierto, por las mismas piedras que pisaba yo ahora. Y de repente quise abrazarla, quise sacarla de ahí, quise poder llevármela y que jamás tuviese que volver a preguntarse por qué, que jamás tuviese que volver a preguntarse en qué momento esos seres humanos había perdido toda su humanidad.
Pero no pude. Solo me quedó volver a la realidad, cerrar los ojos y que aquella sonrisa con esos zapatitos rojos llenos de inocencia arrebatada se quedasen fijos en mi retina para el resto de mi vida.
Por Natalia Irina Crea
Fuente: algodeaquialliyunpocomasalla blogspot com
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