A 26 años de la muerte
del líder y en el inicio de
una nueva campaña electoral.
En política, hay valores incanjeables, que no resisten el “relativismo ético” y mucho menos la doble moral. Esos valores, pocos pero eternos, tantas veces olvidados, despreciados y hasta pisoteados en el pasado y en el presente, constituyen la única base sólida para construir el mañana, el futuro Uruguay, la “comunidad espiritual” de la que nos hablaba Wilson.
Puede parecer curioso y hasta contradictorio que, a 26 años de su muerte, el gran caudillo sea la referencia del futuro, el faro luminoso que señala el único camino posible hacia un mañana mejor. Pero un blanco lo entiende.
No somos la izquierda, la derecha, ni el punto intermedio con relación a nadie ni a nada. “Somos los blancos”.
No necesitamos encorsetar nuestro razonamiento en un sistema cerrado de ideas que nos decodifiquen cómoda, pero torpemente, la realidad.
No gusta pensar con cabeza propia, discutir las verdades absolutas, desconfiar de los iluminados, juzgar al árbol por sus frutos y al hombre por lo que hace y no por lo que dice.
Wilson es el futuro que la vida nos negó. Tal vez por incomprensión (¿llegó antes de tiempo?), tal vez por mezquindad, o porque había demasiados intereses creados que se le oponían.
Y sigue siendo futuro porque su proyecto quedó postergado hasta hoy mientras el país vivió años de estancamiento. Y cuando finalmente la prosperidad llegó de afuera, el gobierno frenteamplista la dilapidó y la sigue dilapidando con la urgencia con que se suele gastar la “plata dulce”.
No la invirtió en educación, salud, infraestructura, energía, transporte, comunicaciones (de Pluna ni hablemos). O sea, no la invirtió en futuro, sino que la gastó pensando en el presente y en las próximas elecciones.
Por eso, en la década más próspera de los últimos 100 años, Uruguay ha caído en un estado de decadencia cultural y disgregación social nunca antes conocido en estas tierras. Y al mismo tiempo enfrenta un apagón logístico, la amenaza de una creciente contaminación química y bacteriológica de sus aguas y un alarmante deterioro de la calidad y cantidad de su humus natural debido a la erosión y al mal uso de sus tierras.
Este último proceso ya había sido advertido por Wilson y fue una de las razones por las cuales elaboró y propuso sus siete proyectos de promoción agropecuaria, durante su actuación como Ministro de Ganadería y Agricultura (1963 – 1967). Proyectos que no lograron el consenso político de una sociedad que todavía no había entendido el futuro, que era el lugar donde vivía Wilson.
No pretendo decir que los problemas del Uruguay productivo se puedan solucionar hoy con la aplicación de aquellos proyectos que tienen ya cinco décadas. Wilson era el primero en negarse a congelar sus propias ideas. Sabía, ya en aquellos tiempos, que la realidad es tan cambiante que las soluciones requieren adecuación permanente.
Pero en la prédica y en la actuación de ese gran estadista que era Wilson, hay algunas líneas constantes que los blancos conocemos bien pero muchas veces nos cuesta lograr que otros las entiendan.
Una de ellas es la búsqueda del equilibrio entre la productividad y la preservación de los recursos naturales. Otra es la necesidad de incorporar permanentemente las nuevas tecnologías, pero no al servicio de la depredación y la ganancia rápida y fácil, sino de la preservación y mejoramiento constante del recurso.
Desde el Ministerio de Ganadería, Wilson promovió la investigación científica en una permanente búsqueda de optimizar la producción, de diversificar las exportaciones uruguayas, y de dotarlas de mayor valor agregado.
Alguno de estos objetivos, se han ido cumpliendo -muy relativamente- al precio de la extranjerización de la tierra. Los inversores extranjeros aportan la última tecnología, pero no siempre sus intereses económicos coinciden con la viabilidad a largo plazo de un proyecto productivo nacional.
Y los gobernantes, a veces –y el Frente Amplio menos que nadie- no comprenden la vigencia de la célebre cita artiguista: ”No venderé el rico patrimonio de los orientales al bajo precio de la necesidad”. Estoy pensando en proyectos endemoniados y negocios poco claros –que llegan de la mano de empresarios exóticos- como el de Aratirí. De Pluna seguimos sin hablar, por hoy.
Entonces, parafraseando el viejo eslogan de la UBD en el 58, “la alternativa es clara”. O dejamos que todo siga como está, que es lo mismo que decir que seguiremos retrocediendo, o ayudamos a que Wilson, como el Cid Campeador, gane su última batalla y nos devuelva el futuro.
Por Aníbal Steffen
Periodista del Semanario La Democracía
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