El abrumador fantasma de la sospecha

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La patología del engaño, el enigma, la mentira, la sospecha, el ocultamiento, el odio subyacente y la eventual impunidad son los siete vectores argumentales de “Anatomía de una caída”, el impactante thriller de la joven, talentosa e inquieta realizadora francesa Justine Triet, que indaga en los complejos entretelones de los vínculos humanos y en la violencia, en este caso concreto soterrada.

La película, que oscila entre el género policial con impronta bien europea y el cine de tribunales, es en realidad un minucioso ensayo sobre la condición humana, que plantea un esquema argumental laberíntico y desafiante. En tal sentido, el mapa argumental y hasta el formato cinematográfico no son tan trascendentes.

No en vano, la muerte de uno de los personajes es un mero pretexto para indagar en las atribuladas conductas de quienes comparten el mismo espacio físico, aunque no se amen.

En este caso concreto, la lujosa mansión emplazada en una nevada zona montañosa de los Alpes franceses es la escenografía que alberga a una familia absolutamente disfuncional integrada por una pareja y un niño que padece minusvalidez visual, donde abundan los conflictos, los gritos y las agresiones físicas y emocionales.

Esas riñas, que para el espectador tienen un origen desconocido, inicialmente no se visibilizan, aunque, desde el comienzo, se percibe un clima de tensión y hostilidad expresado más por las actitudes que por los actos en sí mismos.

No en vano, en los primeros minutos de este relato, asistimos a la primera agresión entre los personajes, cuando Sandra (Sandra Hüller), una escritora consagrada que está siendo entrevistada por una periodista. Sin embargo, esta tarea se torno imposible, ya que una música atronadora borra toda posibilidad de comunicación.

El responsable de este desaguisado no es otro que el esposo de la anfitriona, Samuel (Samuel Theis) –también escritor- quien eleva el volumen de un equipo de audio al máximo, con el claro propósito de malograr el reportaje y molestar a su mujer. ¿Cuál es el origen de esta actitud? La respuesta aflora con el devenir de la historia.

 

Aunque aparentemente no hay diálogos, se percibe claramente una atmósfera enrarecida, por esa mixtura entre ruido atronador y silencio sepulcral, en una mansión que parece vacía y sin señales de vida.

Es en esa pesada mansedumbre que sucede lo inesperado. Mientras juega solo en las afueras del inmueble, Milo (Milo Machado Graner), el hijo de la pareja, encuentra un cuerpo inerte tendido sobre la nieve. Es el cadáver de su padre.

El hallazgo, que naturalmente impacta, dispara una auténtica montaña rusa de acontecimientos, a partir de la denuncia de la muerte, que transforma a la Policía en protagonista.

Obviamente, las lucubraciones se multiplican, ya que el occiso no tiene señales de violencia más que aquellas derivadas del golpe provocado por la caída a la cual alude el título.

Aunque la hipótesis más firme es que el hombre cayó de la terraza de la mansión o bien se suicidó arrojándose al vacío, rápidamente se instala la sospecha que pudo haber sido asesinado. En ese contexto, descartado el niño –que es además el único testigo- la indagatoria se concentra en la mujer, quien alega naturalmente que es inocente.

¿Qué motivaciones puede haber tenido esta fémina para perpetrar el crimen? ¿Hay motivaciones afectivas, económicas o ambas? Estas dos preguntas, que se formula el espectador, también se las formulan la Policía y la Justicia, que ponen a la sospechosa bajo estricta vigilancia, aunque no la privan de su libertad.

La cineasta gala Justin Triet platea un esquema similar al de “Anatomía de un asesinato” (1959), un recordado clásico del magistral director Otto Preminger, que narra la peripecia de un avezado abogado encarnado por James Stewart, quien expone ante el jurado los pormenores del asesinato del dueño de un bar para demostrar la inocencia de su cliente, un teniente de la base militar, que ultimó al hombre de un disparado luego de enterarse que la víctima había abusado de su esposa.

Aunque el formato escenográfico y argumental de ambas películas ex similar, la radical diferencia es que en el film de Preminger el homicida está plenamente identificado y en este caso sólo existen conjeturas.

En esas circunstancias, la analogía entre ambos largometrajes radica en lo que sucede en los tribunales, donde el abogado de la mujer debe probar la inocencia de la sospechosa, en una situación adversa, ya que todas los indicios parecen incriminarla.

En el curso de la indagatoria, la Policía presenta la única prueba que tiene ante la fiscalía: la reproducción de audios realmente reveladores, de los cuales pueden surgir eventuales insumos para la investigación y la determinación de responsabilidades.

En ese marco, la ausencia de otras evidencias, como ser huellas digitales o señales de violencia, deriva en una indagatoria cuyo único elemento probatorio son esos registros, que recrean conversaciones y otros sonidos complejos de identificar.

Allí afloran finalmente agrias disputas entre los dos integrantes del matrimonio, que se agreden verbalmente y presuntamente también físicamente. Por supuesto, resulta virtualmente imposible identificar al eventual agresor y al agredido.

Empero, aunque no se trate de pruebas concluyentes que coadyuven a la dilucidación del caso, igualmente se percibe un ambiente de conflicto, cargado de reproches, gritos y veladas amenazas.

Empero, esa realidad que no es tangible, contrasta radicalmente con la visualización de fotos, que revelan un pasado de singular armonía en la convivencia y, por cierto, también de amor.

¿Puede el afecto horadarse al punto de transformarse en odio y eventual compulsión homicida? Ese es otro de los interrogantes que a priori plantea este film, que está cargado, en toda su extensión, de más incertidumbres que certezas.

Por cierto, todas o la mayoría de las parejas se desgastan, por el tiempo, por la rutina y hasta por el aburrimiento, que luego de un prolongado lapso inevitablemente sobreviene.

Empero, para que uno de los integrantes del matrimonio adopte la drástica medida de matar a la persona con quien ha compartido buena parte de su vida, tiene que haber una motivación muy fuerte o bien un resentimiento.

En este policial sin acción y de ritmos narrativos morosos y sosegados, prevalecen naturalmente las escenas que transcurren en la sede penal donde se dirime un proceso judicial de compleja resolución, por la ausencia de evidencias que permitan determinar qué es lo que realmente sucedió.

Obviamente, ante la falta de contundentes pruebas materiales, el testimonio de la madre y el niño resultan claves, aunque la mujer es la sospechosa y el niño es ciego, por lo cual no puede aportar elementos oculares que eventualmente contribuyan al esclarecimiento del extraño caso.

En esas peculiares circunstancias, la intimidad del hogar es violada por la Policía, que radica allí un equipo técnico, mientras una funcionaria designada por la fiscalía se instala en el lugar, con el propósito de observar todos los movimientos y así evitar que la mujer tenga contacto con su hijo y pueda presionarlo.

La sospechosa, por su condición de tal, se transforma en una suerte de presa en su propia casa, ya que tiene limitados sus movimientos y el vínculo con su vástago.

Aunque todo en la superficie transcurre en la residencia o en los tribunales, por debajo de esa escenografía circulan los conflictos y las miserias humanas, los rencores, los odios, los reproches y los sentimientos más aviesos.

En ese marco, el menor –que por sus condiciones de salud y su pequeño porte está descartado como homicida- debe necesariamente testificar sin la posibilidad de haber visto lo que sucedió y tiene un dilema realmente de hierro: la posibilidad de aportar elementos que puedan conducir a la condena de su madre. Se trata, por supuesto, de un conflicto de naturaleza ética y, por supuesto, afectiva.

Evidentemente la caída del título alude no sólo al cuerpo de la víctima que se precipitó al espacio e impactó en el nevado suelo, sino también al quiebre de la pareja, que transformó al hombre y la mujer casi en enemigos.

La película, que está cargada de deliberadas ambigüedades, reflexiona no sólo sobre la caducidad del amor y el descaecimiento de los afectos, sino también en torno a la violación de la intimidad privada y de la privacidad ultrajada por la acción del Estado y su derecho a la punición. En tal sentido, hay una colisión entre lo público y lo privado, con el vulnerado derecho de la familia a preservar su espacio.

Por supuesto, esta historia también plantea otras lucubraciones en torno tal vez a la violencia doméstica hoy penalizada, pese a los escasos avances logrados en torno a la cuestión de género.

En tal sentido, la ausencia del marido muerto y su falta de testimonio, no permite avanzar demasiado en el esclarecimiento de un caso aparentemente sin resolución. En efecto, aunque hay presunción de delito, las pruebas, que son escasas, impiden determinar eventuales responsabilidades, en la hipótesis que la muerte no haya sido originada por el suicidio o bien por un muy improbable accidente.

Naturalmente, lo que está en juego es nada menos que la búsqueda de la verdad horadada frecuentemente por la mentira, en una indagatoria compleja en la cual nada parece responder a las reglas de la lógica, que suele ser un insumo indispensable.

Trabajando en ambientes cerrados que desestiman la magnificencia del paisaje nevado, todo se limita a una enconada pulseada entre la Justicia y la defensa de la sospechosa, ejercida por un abogado que parece tener un exceso de familiaridad con la mujer. Obviamente, este vínculo también puede despertar sospechas.

En este contexto, la película transcurre en un ritmo cansino y casi de cámara lenta, en un juicio que parece estar destinado al fracaso, pese a la ansiedad del fiscal por condenar a la mujer, lo cual se podría interpretar como una compulsión machista.

“Crónica de una caída” es bastante más que un mero film policial y hasta judicial, porque la presunción de inocencia prevalece sobre las eventuales sospechas, más allá de las lógicas suspicacias que disparan los conflictos subyacentes de la pareja, que se dirimieron en un ambiente aislado de la sociedad.

El filme, que exhibe indudables virtudes, porque posee un guión bien aceitado y también excelencias en materia de fotografía, montaje y música, es una suerte de ensayo sobre la violencia oculta, esa que se ventila puertas adentro de la intimidad de un hogar cerrado a cal y canto.

Asimismo y siempre dentro del terreno de la hipótesis, la historia hace aflorar los más aviesos sentimientos de dos personas que en el pasado fueron felices pero que transformaron su pareja en un infierno de convivencia.

La cineasta Justine Triet mueve los hilos de la narración con singular y cronométrica maestría, hasta un desenlace si se quiere previsible pero cargado de inescrutables enigmas, en el cual puede consagrarse la inocencia o bien la impunidad.

Ese es el dilema que recorre una narración siempre austera y no menos claustrofóbica, en la cual apenas se visualizan o se intuyen los sentimientos, los rencores y los eventuales odios, siempre encubiertos por la complicidad del silencio.

Al frente de un reparto actoral de correcto desempeño, se destacan particularmente la magistral interpretación de la descollante actriz alemana Sandra Hüller, quien encarna a una mujer aparentemente fría y calculadora y el niño Milo Machado Graner, que demuestra una sorprendente y sugestiva gestualidad para su corta edad.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

 

FICHA TÉCNICA 

Anatomía de una caída. Francia 2023. Dirección: Justine Triet. Guión: Arthur Harari y Justine Triet. Fotografía: Simon Beaufils. Edición: Laurent Sénéchal. Música: Thibault Deboaisne (supervisión musical). Reparto: Sandra Hüller, Swann Arlaud, Milo Machado Graner, Antoine Reinartz, Samuel Theis, Jehnny Beth, Saadia Bentaïeb, Camille Rutherford y Anne Rotger.

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