El alfil del acreedor; soberanía y deuda

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Mueven negras y sin embargo su suerte ya está echada. Aunque el peón avance firme en el tablero y la reina cruce a defender al rey el destino marca un mate en tres movimientos. La partida empezó simétrica, como siempre, con toda la combinatoria dispuesta ante la voluntad de los jugadores. Sin embargo, ya es tarde. Si las negras no dejan caer el rey es solo por el honor postrero de morir de pie.

No es cierto que la única lucha que se pierde es la que se abandona. Pregúntenle a Allende, que algo supo de esto. Ni la derrota ni la victoria son solo actos de la voluntad; hay circunstancias en las cuales la estrategia sólo nos indica el instante del fracaso. Los más hondos compromisos, las líneas rojas infranqueables de nuestros valores compartidos, están tan sujetos a esta norma como el destino del peón solitario o del rey negro condenado.

Esta lección no es ni fácil ni nueva, pero mi sensación es que cabe recordarla en el contexto de la reciente crisis de soberanía de los países del sur de Europa para hacer una anatomía de su fracaso. Quizás nos sirva para evitar suertes similares.

La hora negra de Zapatero
El 12 de mayo de 2010, el presidente español José Luis Rodríguez Zapatero habló ante el congreso de los diputados en Madrid. En su discurso anunció un vuelco en su estrategia de gestión de la crisis que llevaba dos años afectando a la economía española. Zapatero presentó un paquete de medidas que destrozaba todas las líneas rojas que su propio gobierno había trazado en los últimos meses. Si semanas antes el gobierno del PSOE afirmaba que el gasto social era intocable, ahora proponía reformas en esencialmente todos los frentes, congelación de pensiones, reducción de salarios, eliminación parcial de las ayudas a las personas en situación de dependencia. La inversión pública se paró en seco. Unos meses después, el gobierno agregaba aumentos del IVA y nuevos recortes a sus medidas de ajuste.

4 felipe-carozzi-200x230Ese no era el plan original. En el último trimestre de 2008, cuando la crisis recién comenzaba, el gobierno había seguido una estrategia totalmente diferente. No se tocaba el gasto social y se lanzaba un plan de inversión pública que en sus dos fases movilizó más de diez mil millones de euros. De inspiración claramente keynesiana, el Plan E se planteaba como la respuesta al frenazo económico de un país con espalda financiera y capacidad de gasto. Un año y medio más tarde, con el desempleo todavía en aumento y las cuentas públicas contra las cuerdas, el gobierno de Zapatero se plegaba a las voces de austeridad que ganaban terreno en Europa.

El cambio de dirección oficiado en 2010 no fue un capricho del gobierno. Al cierre del 2009, España tenía un déficit público del 11.9% del PIB. Aunque la cifra era abultada, el país mantenía niveles de deuda bajos y capacidad para endeudarse a precios accesibles de modo que este guarismo no desencadenó un ajuste inmediatamente. El gobierno afirmaba, probablemente con razón, que era preferible un ajuste gradual a un cimbronazo repentino. No hay que agregar una contracción pública a una contracción privada, se dijo. Pero en el mes de abril, los problemas financieros de Grecia desencadenaron una venta masiva de bonos de los países del sur de Europa. Los costes de endeudamiento se dispararon súbitamente y ante este cambio el déficit del 11% se volvía enteramente insostenible. El gobierno seguía entendiendo que un recorte súbito sería un remedio peor que la enfermedad. Pero los ataques especulativos sobre el bono español no dejaban mucha salida. En esos meses, la Unión Europea creó un fondo para aislarse contra dichos ataques pero eso solo supuso un cambio de interlocutores: ante el desinterés de los fondos de inversión internacionales, el gobierno español pasó a depender de la protección de sus socios europeos. De la misma manera, una década antes varios países latinoamericanos habían tocado la puerta del FMI para pedir ayuda ante unos mercados de financiación que ya no financiaban a nadie. El resultado fue similar.

En dos cartas terribles, el Banco Central Europeo y los países acreedores plantearon a España un calendario de reformas que daban de frente con la línea que había seguido el PSOE. Incapaz de financiarse por sí mismo el gobierno dobló la rodilla y aceptó las condiciones. La situación no mejoró. Un año después el déficit apenas había bajado del 11% al 9% y el desempleo seguía subiendo. En esta circunstancia y tras el incumplimiento de los compromisos políticos que hasta cierto punto constituían la identidad del PSOE, el partido quedó noqueado. Adelantó las elecciones seis meses y en noviembre de 2011 obtuvo el peor resultado electoral de su historia reciente.

España había entrado en la crisis con las cuentas públicas ordenadas. Sin embargo, en apenas dos años, tras el estallido de una burbuja inmobiliaria de proporciones excepcionales, el país quedó en la mano de sus acreedores. Aún a sabiendas de que suponía un harakiri político, el gobierno aceptó las medidas impuestas. Es cierto que existían algunas alternativas a los recortes. Por ejemplo, yo nunca pude entender por qué el gobierno no intentó salvar al menos parte de la brecha de financiación con cambios progresivos en el IRPF. Exitosos o no, por lo menos habrían sido más coherentes con su propia posición ideológica (estos cambios fueron incluidos en el programa del PSOE para 2012, pero a esa altura la derrota estaba ya asegurada). Sin embargo, tenemos que reconocer que la situación en 2010 presentaba pocas alternativas. Cuando los compradores de deuda le dieron la espalda a los bonos españoles el gobierno quedó en mano de sus socios europeos y la cesión de soberanía ya era inevitable.

La capitulación de Tsipras
El gobierno del primer ministro griego Alexis Tsipras aceptó, este año, una cesión de soberanía aún mayor que la que le correspondió a Zapatero. Si bien ambas situaciones fueron diferentes (Tsipras llegó al poder en medio de la crisis, Zapatero la precedió) hay un paralelismo claro – en ambos casos se incumplió un compromiso político de primer orden bajo presión de los acreedores.

La coalición de izquierda Syriza llegó al poder en Grecia el pasado febrero con un mandato: acabar con las políticas de austeridad sin salir del euro. Esa fue su propuesta y ese era el deseo mayoritario de los griegos. El nuevo gobierno griego planteó inmediatamente a sus acreedores que deseaba renegociar las condiciones de la fase final del segundo rescate. Incapaz de financiarse en el mercado internacional de capitales y con una recaudación fiscal mermada por una doble recesión, Grecia dependía financieramente de los demás países europeos, el banco central y el Fondo Monetario. Las negociaciones comenzaron de inmediato.

En las sucesivas reuniones con los socios de la primera mitad del año, el gobierno griego pidió que se relajaran las condiciones de financiación para poder seguir pagando sus cuentas y, a su vez, aflojar las políticas de austeridad que atenazaban la economía. Se encontró con una mezcla de desprecio y desdén. Ante un supuesto ultimátum de los acreedores europeos cargado de medidas que el gobierno no quería aceptar, Tsipras convoca el referéndum europeo y pide el No.

La convocatoria y la victoria del No generó muchísimo entusiasmo en la izquierda de todo el mundo. Sin embargo, cuando volvió a la mesa de negociaciones Tsipras encontró aún más rigidez que antes. Los acreedores no estaban dispuestos a ceder. O Tsipras aceptaba las condiciones o Grecia salía del euro. Y he aquí el problema fundamental. Como dije antes, Syriza llegó al poder con el mandato de frenar la austeridad sin salir del euro y estos dos objetivos se revelaron contradictorios. La salida del euro era la única amenaza que podía utilizar Grecia para con sus acreedores. En la medida en que el pueblo griego mayoritariamente se mostraba contrario a esa medida, se trataba de una amenaza no creíble.

Entonces, el gobierno griego no estaba dispuesto a asumir el impacto económico de una salida del euro y los acreedores lo sabían. Además, en julio el tímido superávit primario con el que Syriza había llegado al poder había desaparecido. Grecia ya no podía costear el funcionamiento del estado sin apoyo. Esto imposibilitaba un impago unilateral.

La respuesta de los acreedores a esta debilidad estratégica griega fue endurecer más las condiciones de financiación. Su actitud puede haber sido inmoral, caprichosa, anti-europea o anti-democrática pero fue exitosa: Tsipras aceptó las condiciones y se dispone a aplicar un plan en el que no cree con su partido tocado por una capitulación lamentable. Al menos en su caso, el pueblo griego parece haber entendido las circunstancias del fracaso y los niveles de popularidad del primer ministro siguen siendo altos. Pero la sensación de fracaso es indiscutible.

El alfil del acreedor
Una reacción frecuente ante estos dos problemas es enojarse con la actitud del acreedor. Hasta cierto punto, es un enojo razonable. El exministro de economía griego Yanis Varoufakis cuenta en sus artículos como sus análisis de la situación griega ante los demás ministros de la zona euro eran recibidos con desinterés. No solo los gobiernos europeos se negaban a ceder en las negociaciones, también se negaban a responder a los argumentos del otro. La austeridad no era, entonces, una política elegida por convicción, vertebrada en un discurso persuasivo. Se trataba, en cambio, de una estrategia por defecto para los acreedores. Esta especie de indiferencia no es solo egoísta sino que hasta cierto punto es irracional: es cuanto menos discutible que seguir con las políticas de los últimos años sea la mejor estrategia para recuperar el dinero prestado.

Sin embargo, tenemos que tener en cuenta que esta línea de acción, este reclamo de mayores y crecientes sacrificios está en el centro de las negociaciones entre los países y los acreedores institucionales casi siempre. La misma actitud era desplegada por el FMI en sus negociaciones con los países latinoamericanos y asiáticos durante los 90. Ante una recesión se proponían recortes acelerados, liberalizaciones express y casi siempre subidas de tipos de interés. Esta combinación arrastraba a las poblaciones por un valle de lágrimas sin necesariamente mejorar las condiciones del país como pagador. Y sin embargo la respuesta seguía siendo la misma. A pesar de la fingida candidez de los discursos, el que financia suele asumir una posición claramente moral: el deudor debe purgar sus pecados con dolor, además de pagar sus deudas.

Ante esta regularidad quizás lo mejor sea anticipar la mezquindad del acreedor y dotarse de instrumentos para no necesitar de la ayuda capciosa de los demás. Detrás de los dólares prestados a menudo viaja una condición, sobre todo cuando esos recursos son necesitados desesperadamente. Aplica a estas circunstancias la cita de Bob Hope: “Un banco es un lugar que te presta dinero si puedes demostrar que no lo necesitas”. En esos momentos la rebeldía es difícil: tenemos que reconocer que la necesidad nos hace débiles ante el chantaje.

La clave radica en no ser vulnerable. Las negras no cuentan con la generosidad de las blancas para sobrevivir. Su única baza es posicionarse bien en el tablero y mantener una solidez estratégica que, en la medida de lo posible, sea inexpugnable. La defensa de los derechos sociales y la soberanía a menudo requiere condiciones similares.

Por el Economista Felipe Carozzi
Doctorado en curso del Centro de Estudios Monetarios y Financieros de Madrid. Profesor asistente en London School del Reino Unido.

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