Para que el capitalismo se torne progresista, es preciso que deje de ser liberal y se transforme en desarrollista y social. Cincuenta años después del golpe de estado de 1964, es preciso entenderlo, antes que evaluarlo, porque esta evaluación ya se ha hecho mil veces. Por buenas razones, es siempre negativa.
Fue una violencia contra los derechos humanos. Faltaba el sufragio universal, pero ya teníamos una cuasi democracia, frágil, víctima de un golpe de estado (que en 1954 culminó en el suicidio de Getúlio) y de por lo menos un intento de golpe (1955), que tenía siempre como autores a los liberales moralistas de la UDN.
El golpe militar de 1964 tuvo el mismo origen. Pero sus bases fueron más amplias, porque, además de los Estados Unidos, contó con el apoyo de la burguesía brasileña. No sólo de la burguesía comercial y financiera y de la clase media liberal, sino también de la burguesía industrial, que en los 30 años anteriores se había unido a la burocracia pública y a los trabajadores urbanos para comandar la industrialización brasileña.
El nuevo hecho fundamental que rompió el pacto nacional-popular de 1930 fue la Revolución Cubana de 1959, que provocó la radicalización de la izquierda y el alarmismo de la derecha, y llevó a la unión de la burguesía para defenderse de una amenaza comunista que no existía. El presidente João Goulart fue la primera víctima de esta locura colectiva; muchos le siguieron, víctimas de la tortura y de la muerte.
Era razonable pensar que el régimen militar adoptaría el liberalismo económico, pero, después de tres años de un exitoso ajuste macroeconómico, se impusieron las fuerzas desarrollistas conservadoras y Brasil experimentó nuevamente un fuerte desarrollo económico, teniendo ahora como base ya no la sustitución de importaciones, sino la exportación de manufacturas, que creció en forma explosiva.
La lucha armada de 1969-71 no tuvo ningún resultado, pero la demanda del pueblo por democracia y derechos humanos era fuerte y tenía paladines de la talla de don Paulo Evaristo Arns. Frente al Paquete de Abril de 1977, la indignación fue general y, finalmente, la unidad de las clases dirigentes se rompió, los empresarios y la clase media comenzaron a asociarse al pueblo, formándose un gran pacto democrático-popular. Así fue que se inició la transición hacia la democracia, que culminaría a comienzos de 1985.
En aquel momento, el capitalismo brasileño estaba consolidado, la nación ya contaba con una gran clase capitalista, una gran clase media y una gran clase trabajadora. Por esto, la democracia que entonces surgía – y que ahora cumple 30 años – también estaba consolidada. Mientras la «democracia» de la Vieja República era un fraude, y la democracia de 1946, inestable, siempre amenazada, la democracia de 1985 es fuerte. Está muy lejos de lo que cada uno de nosotros desea como régimen político, pero es el mejor que supimos construir hasta ahora.
¿Habrá sido el autoritarismo militar instrumental a la democracia como lo fue el autoritarismo varguista? No lo creo. En los años 1930, no había ninguna posibilidad de dirigir la revolución nacional e industrial dentro de los marcos de la democracia. La apropiación del excedente económico todavía dependía mucho del estado y la sociedad brasileña era oligárquica; no estaba preparada para asumir los compromisos necesarios para que hubiese una democracia.
Pero fue durante el régimen militar que se concretó la revolución capitalista brasileña.
En un excelente artículo en Folha («El golpe de 1964, aquí y ahora», 23/3), Marcelo Ridenti dice que hubo en Brasil una modernización conservadora que el «milagro económico» consolidó. Es verdad. Pero, ¿en qué país hubo una modernización progresista? La modernidad es una bella palabra, es un eufemismo del capitalismo. Para que el capitalismo se torne progresista, es preciso que deje de ser un capitalismo liberal y se transforme en desarrollista y social. Y esta opción está abierta para Brasil, incluso porque la Constitución de 1988 es una constitución desarrollista y social.
Por Luiz Carlos Bresser-Pereira
Traducido para LA ONDA digital por Cristina Iriarte
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