El Regionalismo en Europa es el mejor ejemplo real de proceso de integración regional. Y precisamente por ello, dicho proceso se ha utilizado en demasía como paradigma único para utilizar en otros procesos (sobre todo en América Latina, y por ello, su crisis profunda actual.
La interpretación convencional del origen y objetivos iniciales del proceso de integración europeo parece correcta: se trataba de superar el conflicto intraeuropa occidental, esencialmente el franco-alemán, que había ensangrentado el mundo durante los últimos 80 años, en particular durante las dos guerras mundiales, mediante el “método Monnet” de la cooperación económica. El medio concreto para alcanzar este fin debía ser la creación de un mercado común.
El “viejo regionalismo” en América Latina está dado por el Regionalismo e Industrialización por Sustitución de Importaciones El primer brote de regionalismo en América Latina, que cobra fuerza en los años 1960, aparece íntimamente ligado al pensamiento de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y, en particular, del economista argentino Raúl Prebisch.
En el marco de las estrategias de la ISI, orientadas a lograr un desarrollo “hacia adentro”, se impulsó el crecimiento de industrias con altos niveles de protección frente a la competencia externa, la planificación fue puesta a cargo del estado, priorizando las empresas públicas en rubros estratégicos, y se realizó una estricta regulación de los flujos de inversión extranjera.
Los acuerdos tenían como principal objetivo complementar el modelo de desarrollo de la ISI, marcado por la reticencia frente a la dependencia extranjera y basado en altos niveles de proteccionismo, la alta injerencia estatal y la incidencia directa del sector público en los mercados.
El contexto del “nuevo regionalismo” hacia fines de la década de los 80, el estancamiento económico en América Latina, sumado al surgimiento de la nueva estrategia de desarrollo basada en la rápida apertura comercial, unos precios relativos “apropiados” y la desregulación, parecía señalar el fin de los esfuerzos de integración en la región.
Sin embargo, comenzó a observarse un fuerte resurgimiento del interés por dichos esfuerzos. En efecto, durante los años 90, se asistió a una verdadera explosión de nuevos acuerdos regionales de integración económica, que superaron holgadamente los números registrados en los años anteriores.
El nuevo regionalismo latinoamericano tiene origen tanto en la combinación de factores mundiales o generales que modificaron las estructuras de la economía política internacional, como en la combinación de factores regionales o particulares que dieron a la integración regional en América Latina características específicas. Los factores globales o generales pueden resumirse en dos fenómenos que marcaron la década de los 80: la aceleración del proceso de globalización económica y el fin de la Guerra Fría.
La nueva globalización económica y algunas de sus características determinantes (el cambio tecnológico, las políticas estatales pro-mercado y las nuevas dinámicas económicas) fomentaron los proyectos regionales en dos sentidos. Primero, la reducción de las dimensiones espacio-temporales en las que se desarrollan las actividades económicas trajo aparejada una ampliación de los mercados.
Se creyó que, con los cambios tecnológicos y la eliminación de las barreras comerciales y la inversión por parte de los estados, la dinámica de mercado llevaría a muchas empresas a ampliar sus actividades del nivel nacional a un nivel regional transnacional o incluso mundial.
Segundo, se pensaba que los beneficios económicos potenciales que resultarían de la ampliación de la escala geográfica de los mercados conducirían a los estados a la implementación de medidas de liberalización comercial, de eliminación de controles a la entrada de capital productivo y financiero, y de desregulación económica.
En este contexto, los proyectos de integración económica regional se presentan como una de las herramientas de los estados para potenciar el desarrollo económico a la vez que se gestiona la actividad de los mercados regionales.
El nuevo paradigma de desarrollo económico priorizaba la racionalización del gasto público, las reformas fiscales, la liberalización financiera, la fijación de un tipo de cambio competitivo, la liberalización comercial, la promoción de la inversión extranjera directa, la privatización, la desregulación, y la garantía de los derechos de propiedad. En este contexto, el nuevo regionalismo tenía por objetivo el fortalecimiento de las reformas económicas estructurales.
Al mismo tiempo buscaba propiciar la atracción de flujos de Inversión Extranjera Directa (IED), a fin de captar los efectos “derrame” que los mismos traen aparejados, tales como el desarrollo de redes exportadoras, la transferencia de tecnologías y la modernización institucional.
El nuevo regionalismo cubría también un aspecto geopolítico, en cuanto a que los acuerdos regionales servían para proteger los sistemas democráticos de los países más débiles, promover la paz y dotar a los estados con una mayor capacidad negociadora. Por último, el nuevo regionalismo tenía como meta favorecer la cooperación regional funcional, en cuanto a los acuerdos comerciales, que representaban un punto de partida para iniciativas de integración regional más ambiciosas.
Además, las externalidades generadas por los vínculos económicos entre las partes normalmente requieren que la cooperación trascienda la esfera económica hacia la política. Por lo tanto, el avance de la regionalización del comercio y por ende de la interdependencia económica entre los países causó un aumento proporcional en la cooperación funcional entre los estados, parte de diferentes acuerdos de integración en el ámbito económico, político y social.
El “overlapping” o solapamiento es otro rasgo distintivo del nuevo regionalismo latinoamericano, la participación simultánea de los estados en varias agrupaciones regionales. Casi todos participan en al menos dos proyectos de integración, y en algún caso hasta en cuatro o cinco diferentes. Por ejemplo, y sin tener en cuenta su participación en las negociaciones del ALCA, todos los miembros del Mercosur y de la Comunidad Andina también eran miembros del ALADI, alguno de ellos formaba parte del G-3, y entre éstos México era también miembro del TLCAN; por otro lado, países con costas en el Pacífico como Chile, México o Perú participan en el Foro de Cooperación Económica Asia- Pacífico (APEC). Esto incrementó la complejidad en el funcionamiento de las agrupaciones regionales, pero al mismo tiempo contribuyó a acelerar el desmantelamiento de las barreras comerciales y a los movimientos de capitales.
En América Latina, las iniciativas integracionistas han sido emprendidas y lideradas por los estados. A diferencia del caso asiático, los niveles de regionalización efectiva antes del lanzamiento o reactivación de proyectos regionales eran bajos. Así, las agrupaciones regionales surgen con la finalidad de impulsar estas relaciones económicas entre vecinos geográficos. Sin embargo, pese al liderazgo gubernamental en los inicios del nuevo regionalismo en las américas, el sector privado tuvo una incidencia directa y activa en el desarrollo de las iniciativas de integración.
De esta manera, el regionalismo abierto en América Latina pretendía complementar el multilateralismo, dentro de una estrategia que lo fiaba casi todo a la liberalización comercial, que se debía alcanzar por distintas vías, que se acostumbraban a ordenar de “más a menos best” (unilateral, multilateral, regional, bilateral). Se priorizaba la economía regional sobre las economías extranjeras, pero se trataba de un regionalismo abierto a las relaciones intrarregionales y con el resto de países del mundo.
La integración en vez de constituirse en un medio para alcanzar un fin último u objetivo principal, se ha convertido en un fin en sí misma. Esta tesis (la de la integración por la integración) ha quedado encarnada en la “teoría de la bicicleta” (se cae si no avanza) o del spill over en términos más sofisticados, que continúa siendo repetidamente proclamada, tanto por responsables políticos como por académicos, como si tuviera algún sentido.
El surgimiento de un “novísimo regionalismo” en Asia y el Pacífico En contraste con otros casos, como el del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) y la Unión Europea (UE), Asia Oriental en su conjunto hasta ahora no había tenido mecanismos formales de integración regional que vinculen a toda esa región.
La situación ha cambiado mucho en años recientes, con el auge en Asia Oriental de lo que se denomina “nuevo regionalismo económico”, basado en la adopción de varias iniciativas regionales: se han alcanzado dos grandes acuerdos llamados “plurilaterales” (ASEAN + 3, ASEANChina y ASEAN-Japón) y han empezado a firmarse y a estudiarse acuerdos comerciales bilaterales entre países.
Hoy en día, Asia del Este se encuentra en la cabecera de la actividad liberalizadora regional. Ese fenómeno es novedoso en la medida en que los países de Asia Oriental carecían de esquemas de integración regional (con la única excepción, ya mencionada, de la Asean) y habían optado, en su política comercial exterior, por un enfoque multilateral, primero por medio del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) y luego también en el marco de los otros acuerdos gestionados en la Organización Mundial de Comercio (OMC) Sin embargo, a diferencia de los procesos que tuvieron lugar en otras regiones del mundo (y en especial, en América Latina), este “nuevo regionalismo” en Asia Oriental surgió como un proceso espontáneo, liderado por las fuerzas del mercado, como resultado del incremento del comercio intrarregional y la inversión entre los países vecinos, y el consecuente aumento de la interdependencia entre sus economías.
Desde una perspectiva más crítica, y en resumen, el “nuevo regionalismo” presenta ventajas en comparación con los acuerdos de comercio preferencial del pasado (muchas de ellas relacionadas con un ámbito de política comercial más amplio), pero también nuevos problemas que impiden llegar a conclusiones claras sobre su superioridad. En algunas circunstancias, el “nuevo regionalismo” puede traer beneficios tangibles para un país en desarrollo, como el rápido crecimiento de las exportaciones industriales en el caso de México.
No obstante, la naturaleza y el alcance de esos beneficios dependerán del contenido del acuerdo, la agenda bilateral, las características estructurales de los socios y las políticas internas. Estas condiciones parecen bastante obvias, pero se les ha restado importancia en el pasado y solo recientemente comenzaron a ocupar un lugar más importante en el debate de políticas públicas.
El papel de las políticas internas es fundamental, para que un acuerdo sea útil primero “la casa tiene que estar en orden”. Los acuerdos de comercio preferencial, sobre todo los acuerdos Norte-sur, provocaron fuertes reacciones a favor y en contra. En el debate por lo general se ha relegado a un segundo plano el elemento clave para cosechar los frutos potenciales de la integración económica: las políticas internas. La liberalización del comercio (ya sea preferencial, multilateral o unilateral) puede aumentar la eficiencia, promover el aumento de la productividad y contribuir al desarrollo económico, pero no es una condición suficiente para el crecimiento y el desarrollo, como sugerían las recomendaciones de política simplistas que predominaron en el decenio de 1990.
Es muy difícil que las economías sujetas a crisis externas recurrentes y a flujos de capital volátiles puedan sostener políticas de liberalización comercial exitosas a lo largo del tiempo, y a la vez presentar un ritmo de crecimiento aceptable. Para asegurar condiciones internas que les permitan beneficiarse de la integración económica y la liberalización del comercio, los países tienen que aplicar políticas que fomenten la competencia y compensen las fallas de mercado.
Uno de los errores más dañinos en materia de integración regional, tanto desde el punto de vista analítico como desde la práctica política, ha sido su presentación como un proceso unidireccional, que avanza en fases sucesivas desde la creación de un área de libre comercio hacia formas más amplias y más profundas de integración. Este enfoque no parece correcto, sobre todo por una razón estrictamente empírica: la realidad demuestra que los procesos de integración regional arrancan de manera distinta y siguen caminos distintos que pueden avanzar en direcciones diferentes, aunque todos esos caminos compartan algunos elementos. Si nos concentramos en la naturaleza de la Integración Económica Regional (IER) más que en sus consecuencias.
Basta contrastarla con el NAFTA/TLCAN y el propio Mercosur. El primero incluye aspectos muy importantes de mercado común en materias que van más allá del comercio de bienes (servicios, inversiones), y en cualquier caso mucho más importantes y amplios que los que incluye el Mercosur, sin haberse ni tan sólo planteado el “paso” por la fase precedente, de unión aduanera. Y el Mercosur ha tocado muchos temas propios de la unión política (desde la cláusula democrática a la cooperación educativa, judicial y policial) sin haber avanzado prácticamente nada en materia de mercado común. Tampoco el proceso europeo se ajusta a aquella sucesión de fases porque muchos aspectos relativos al mercado común se plantearon en el momento fundacional y no en un momento ulterior. Y, por último, ASEAN demuestra que se puede invertir el proceso y comenzarse con la política para acabar en el comercio de bienes.
Los desarrollos más recientes conducen a un cambio de perspectiva:
En primer lugar, la crisis económica ha mostrado que el tema verdaderamente relevante para el buen funcionamiento de la economía mundial no es el de los avances incesantes en la liberalización sino, por un lado, el de la “salud interna” de las economías, que la liberalización no asegura en absoluto, y, por otro lado, el de los retrocesos en la liberalización (el riesgo de las espirales proteccionistas).
Ante todo esto, el reto es el de buscar cuál es el espacio político y económico propio de la integración regional. En esta dirección se orientan los planteamientos más recientes, tanto los emanados del BID, con su insistencia en los bienes públicos regionales, como los que promueven gobiernos como el del Ecuador, con su propuesta de “Acuerdos Comerciales para el Desarrollo” que conciben la integración regional como un marco de colaboración política con relativamente escasa incidencia sobre las políticas económicas (y que parecen subyacer a la iniciativa de creación de UNASUR).
En el pasado mes de julio el canciller Rodolfo Nin Novoa compareció en la Comisión de Asuntos Internacionales del Senado para informar sobre el acuerdo alcanzado recientemente con la República Bolivariana de Venezuela así como sobre el estado del Mercosur y la estrategia de inserción internacional de nuestro país en general.
En la oportunidad la senadora Verónica Alonso consultó al Canciller sobre varios aspectos del acuerdo con Venezuela, en particular sobre los compromisos que asume el Uruguay respecto a la quita por la deuda por compras de petróleo a Pdvsa y las cuotas para la exportación de alimentos.
Respecto a la situación del Mercosur, ella sostuvo que “es necesario que el proceso de sinceramiento que impulsa Uruguay tenga resultados concretos para que Uruguay no quede rehén de los caprichos de otros países”. Dijo que respalda la iniciativa de avanzar en un acuerdo con la Unión Europea con los países del Mercosur.
Respecto a la política de inserción internacional de nuestro país Alonso afirmó que “debemos avanzar en la búsqueda de acuerdos comerciales con otros países, a través del Mercosur pero especialmente en forma bilateral”.
“No podemos seguir esperando, debemos tener un política activa en defensa del interés nacional”, afirmó. Por otro lado, también propuso una reestructura de los recursos de la Cancillería para optimizar los destinos desde el punto de vista comercial.
Por la Licenciada Gabriela Tambasco
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