Aquella lejana alianza para el progreso

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En la tarde del 16 de agosto de 1961, en la conferencia de la Organización de Estados Amercanos (OEA) reunida en un salón improvisado del casino San Rafael de Punta del Este –muy propicio para el encuentro, entre ruletas y mesas de baccarat-, nació la Alianza para el Progreso, propuesta por los Estados Unidos, supuestamente para dar un gran impulso al desarrollo de los países del continente.

La iniciativa fue aprobada por 20 votos a favor y la abstención de Cuba, después de un célebre discurso de Ernesto Che Guevara, quien denunció el acuerdo como una farsa para detener al socialismo en la región y someter a los pueblos. Sus palabras serían premonitorias

En el Uruguay de aquellos días, Eduardo Víctor Haedo, periodista, pintor y político blanco, presidía el colegiado del Consejo Nacional de Gobierno –y aprovechaba el encuentro para invitar al Che a compartir unos mates en su residencia La Azotea-, en la Argentina gobernaba Arturo Frondizi, João Goulart acababa de asumir en Brasil, Alfredo Stroessner promediaba sus 35 años de mandato en Paraguay, Jorge Alessandri era el presidente de Chile, Rómulo Betancourt de Venezuela, Adolfo López Mateos de México y John Fitzgerald Kennedy de los Estados Unidos. En aquel año de 1961, en Nicaragua surgía el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) –fundado por Carlos Fonseca Amador y Tomás Borge-, que 18 años después expulsaría al dictador Anastasio Somoza y colocaría al frente del gobierno a Daniel Ortega.

En abril de 1961, la CIA norteamericana había fracasado en la invasión de Bahía Cochinos, con la que intentaba derrocar al gobierno de la Revolución cubana. La operación fue ordenada por el presidente Dwight Ike Eisenhower, pero se llevó a cabo bajo la administración de Kennedy, y consistió en desembarcar en Playa Girón a unos 2.000 contrarrevolucionarios y mercenarios cubanos entrenados por la CIA, que partieron en naves estadounidenses desde Nicaragua para establecer una cabecera de playa en la Isla, ingresar a alguna ciudad alejada de La Hababa e instalar un “gobierno provisional”. Después, pedirían el respaldo de la OEA y el reconocimiento internacional y reclamarían una intervención norteamericana. Pero la aventura duraría menos de tres días. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias aplastaron a los invasores; un centenar de éstos resultó muerto y 1.200 fueron capturados.

El frustrado operativo dio luz verde para que Kennedy impulsara entonces el Plan B, la Alianza para el Progreso, como una forma de respaldar a los gobiernos aliados de la región y promover su desarrollo, y de esa forma contrarrestar los movimientos revolucionarios que surgían en el continente, animados por el triunfo de la Revolución Cubana en 1959. Fue así que los representantes de 22 países se reunieron durante once días en Punta del Este –del 5 al 17 de agosto de 1961- en la Conferencia Interamericana promovida por la Casa Blanca, que tenía la declarada intención de mejorar las condiciones laborales, apoyar las economías del sector privado, hacer una distribución más justa del ingreso e, incluso, fomentar una reforma agraria y democratizar toda la región. Estados Unidos se comprometía a entregar tecnología a los países latinoamericanos para ayudar a su crecimiento, además de transferirles 2.000 millones de dólares anuales durante una década.

El lunes 7, el jefe de la delegación estadounidense, Douglas Dillon, presentó la propuesta de crear aquella alianza. El representante cubano era el Che Guevara, ministro de Industria en la Isla, quien desde el primer día se diferenció de los discursos de los representantes más allegados a Washington, mencionó la invasión a Playa Girón y recordó que “el presidente Kennedy tomó sobre sí la responsabilidad total de la agresión”, citó palabras de José Martí y al Ariel de José Enrique Rodó, explicó que una verdadera reforma agraria se hace expropiando los latifundios, mostró los índices de crecimiento de Cuba y alertó sobre los riesgos que sobrevendrían si no se hacía una verdadera alianza de los pueblos. “Tengo que decir –expresó Guevara- que Cuba interpreta que esta es una Conferencia política, que Cuba no admite que se separe la economía de la política y que entiende que marchan constantemente juntas. Por eso no puede haber técnicos que hablen de técnica, cuando está de por medio el destino de los pueblos. Y voy a explicar, además, por qué esta Conferencia es política; es política, porque todas las conferencias económicas son políticas; pero es además política, porque está concebida contra Cuba, y está concebida contra el ejemplo que Cuba significa en todo el continente americano”.

“No exportaremos revolución –aclaró más adelante-. Damos la garantía de que no se moverá un fusil de Cuba, de que no se moverá una sola arma de Cuba para ir a luchar en ningún otro país de América. Lo que no podremos asegurar es que la idea de Cuba deje de implantarse en algún otro país de América y lo que aseguramos en esta conferencia, a la faz de los pueblos, es que si no se toman medidas urgentes de prevención social, el ejemplo de Cuba sí prenderá en los pueblos y, entonces sí, aquella exclamación que una vez diera mucho que pensar, que hiciera Fidel un 26 de julio y que se interpretó como una agresión, volverá a ser cierta. Fidel dijo que si seguían las condiciones sociales como hasta ahora, ‘la cordillera de los Andes sería la Sierra Maestra de América’”.

El discurso del Che fue aplaudido de pie por la mayoría de los asistentes a la Conferencia, pero esa emoción no modificó la decisión de los delegados de acompañar la propuesta norteamericana tal como fue presentada.

En el día de la clausura del encuentro, el miércoles 16, al momento de votar el acuerdo Guevara indicó la abstención de Cuba, que ya estaba soportando el inicio de un bloqueo comercial y la decisión de algunos países de romper sus relaciones con La Habana.

Los buenos deseos expresados por Kennedy para aquella Alianza surgida en tierra uruguaya nunca se cumplieron. Los fondos aportados y administrados por la Agencia para el Desarrollo Internacional (AID) de los Estados Unidos sólo sirvieron para beneficiar a algunos latifundistas del continente, pertrechar a ejércitos y entrenar a los servicios de inteligencia y, en lugar de democratizar, facilitar la seguidilla de golpes de Estado de la segunda mitad del siglo XX. Desde luego, también aquel dinero tuvo que ser devuelto y terminó engrosando las deudas externas de los países de la región.

En aquel mismo año de 1961, John F. Kennedy visitó Colombia para reunirse con su colega Carlos Lleras Restrepo y conoció allí a José Luis Restrepo, oriundo de Medellín, quien ocupaba el cargo de director del Presupuesto Nacional en Bogotá y que lo impresionó muy bien. El jefe de la Casa Blanca le ofreció trabajar en la recién nacida Alianza para el Progreso, en Washington. Y José Luis se afincaría en la capital de la Unión donde nacería su hijo, Daniel Dan Restrepo, quien al crecer se interesaría mucho por la política y la economía latinoamericanas, al punto que se convertiría en un experto y se desempeñaría como director de la Oficina para el Hemisferio Occidental de la Casa Blanca, durante la administración de Barak Obama, hasta 2012. Pero Dan tenía una mirada conservadora, que la expresó al día siguiente de que Obama anunciara el inicio de la normalización de las relaciones con Cuba, el 18 de diciembre de 2014, cuando escribió una columna que le fue publicada por La Nación de Buenos Aires, en la que señaló: “Aunque nunca ha sido una justificación legítima para su represión sistemática, después de más de 50 años de negarle al pueblo cubano sus derechos humanos Cuba ya no tiene la excusa de que está amenazada por su vecino del Norte. Los 11 millones de cubanos que viven en la isla tienen el derecho de la libertad de expresión, de la asamblea pacífica, de participar en elecciones verdaderamente democráticas y de tener acceso a información. Las autoridades cubanas no respetan ni esos ni otros derechos básicos del pueblo cubano”.

Al asumir en 2015 su cargo como secretario general de la OEA, el uruguayo Luis Almagro convocó expresamente a Dan Restrepo para que fuera uno sus más estrechos colaboradores que lo asistieran en su nueva función. Y en ese importante puesto se instaló ese hombre que había abierto por primera vez sus ojos en Washington, predestinado como una suerte de heredero familiar de aquella frustrada Alianza para el Progreso, nacida por un acuerdo votado hace 56 años en una Conferencia de la OEA. Cinco meses después de aquella aprobación –y también durante una reunión en Punta del Este-, la OEA expulsaría de su seno a la rebelde Cuba y haría exclamar a Fidel Castro que esa organización no era otra cosa que el “ministerio de colonias” de los Estados Unidos.

Por William Puente
Periodista

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