Contumacia profesional y sus efectos perversos

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De la ingenuidad y el pensar con el deseo, a la soberbia, la pseudociencia y la manipulación en los espejos distorsionantes de la realidad.

En las elecciones internas de los partidos políticos, el 1º de junio pasado, las empresas de investigación de la opinión pública erraron sus pronósticos. A pesar del tiempo transcurrido no corrigieron sus métodos y volvieron a errar aún más feo el 26 de octubre. ¿Por qué el dueño de una de las encuestadoras rezongó al Dr. Tabaré Vázquez en junio (“nosotros reflejamos la realidad, si no le gusta cambie Ud. la realidad”)? ¿Por qué el mismo empresario reclama ampararse ahora en una futura regulación legal de su actividad?

Predicciones torticeras – Los errores profesionales en materia de predicción son más comunes de lo que se piensa y no se limitan a los sucesos de amplia repercusión mediática como lo son sin dudas las grandes instancias democráticas en que la ciudadanía elige sus gobernantes.

En los últimos días, con el escándalo de las encuestadoras se han puesto sobre la mesa casos similares en los que los errores de predicción son capaces de enervar la prevención de riesgos importantes, de inducir a otros errores con consecuencias graves y duraderas o prestarse, inocentemente o a sabiendas, a la manipulación de las personas.

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De hecho durante meses los pronósticos hacían sobrestimación de la preferencia por blancos y colorados y “explicaban” que el Frente Amplio había retrocedido entre los jóvenes, en el interior y en las capas medias a resultas de lo cual no alcanzaría la mayoría parlamentaria. Todos esos pronósticos fallaron pero fueron machaconamente empleados en las campañas publicitarias y los discursos dirigidos a influir sobre los electores. Ahora es imposible cuantificar hasta que punto esos pronósticos distorsionaron los resultados.

Como ejemplo de predicciones empleadas para manipular la opinión pública se ha citado a las empresas calificadoras de riesgo dado que la gran mayoría de los analistas económicos y banqueros de los centros del capitalismo mundial fueron incapaces de prever el estallido catastrófico de la última burbuja financiera en Europa y en los Estados Unidos.

Tanto las calificadoras de riesgo como los gurús empresariales, no advirtieron el descalabro inminente porque ellos mismos lucraban con el despelote de los bonos basura y los préstamos hipotecarios carentes de respaldo. Carecían de autoridad moral y de idoneidad técnica para jugar el papel de árbitros que se atribuían.

Las crisis del capitalismo se caracterizan por descargar las pérdidas, la destrucción de bienes, la angustia, la ruina y la locura, en los más débiles, en los intermediarios ingenuos, en los ahorristas modestos y en quienes viven de su trabajo. Muchas personas fueron empujadas al suicidio, a la indigencia, al desempleo, a la pérdida de su vivienda y de su salud pero los principales responsables no solamente no perdieron sino que ganaron en todos los campos. Para algunos hubo “paracaídas dorados” y lugares abrigados en los botes salvavidas.

Los vaciadores de bancos y grandes ejecutivos aumentaron enormemente sus ganancias, cobraron bonos, indemnizaciones, premios y sueldos fabulosos en medio de la debacle. Recuérdense estas paradojas al comprobar la vida, hazañas y fortuna actual de los estafadores que actuaron en la crisis, en el Río de la Plata: los Rohm y los Peirano.

En estos días, junto con los daños que provocan las turbonadas primaverales, también se atribuye responsabilidad a los meteorólogos por no haber previsto fenómenos que, por ahora, con los medios técnicos existentes son poco previsibles. Este ejemplo resulta menos adecuado porque los pronósticos meteorológicos tienen más similitud con las acciones adivinatorias que con la predicción científica. En el peor de los casos los pronosticadores podrían haber pecado de liviandad al interpretar los indicios que les proporcionaban sus medios y en el mejor, podrían ser exculpados por la falta de herramientas adecuadas.

Otros profesionales que viven de las predicciones que efectúan son la mayoría de los psicólogos que se dedican a hacer psicodiagnósticos, evaluaciones psicológicas y pruebas ya sea en el campo forense (para determinar la posibilidad de libertades anticipadas y salidas transitorias de los presos, determinar la custodia de menores, etc.), en el ámbito educativo (para establecer quienes necesitan educación especial, promociones, etc.), en el ámbito laboral (para seleccionar quienes pueden acceder al mundo del trabajo, quienes pueden ascender en un concurso o quienes pueden ocupar uno u otro cargo) en el campo de la salud (para certificar afecciones, respaldar la elección de tratamientos terapéuticos, posibilitar la obtención de subsidios, etc.).

Muchos psicólogos emiten juicios, recomendaciones y diagnósticos capaces de afectar muy seriamente la vida de cientos y miles de personas, de todas las edades y condiciones. Como en el caso de los encuestadores, los analistas económicos, los calificadores de riesgos y los meteorólogos, los psicólogos cometen errores profesionales capaces de perjudicar a las personas en formas que no pueden ser menospreciadas. Sin embargo los “errores psi” están más localizados y recién ahora empiezan a ser expuestos por sindicatos que defienden los intereses de los trabajadores vulnerados por evaluaciones psicolaborales eliminatorias, basadas en “diagnósticos absolutos inapelables”, llenos de arbitrariedad y carentes de respaldo científico.

Fronteras nebulosas– Los sociólogos, economistas, politólogos, meteorólogos y psicólogos que hacen pronósticos tienen un aire de familia: todos pretenden manejarse con el método científico. Esa disciplina es la que, en primera instancia y a nivel declaratorio, los distinguiría de charlatanes y adivinos.

Los charlatanes procuran aprovecharse del prestigio de la ciencia valiéndose de la pseudociencia que consiste en disfrazarse de científicos adoptando títulos que no poseen, refiriéndose a estudios que nunca hicieron e investigaciones que nunca realizaron, empleando términos de la jerga técnica, aderezando sus pronósticos con vaguedades y generalidades que sirven para cualquier conclusión o para vestir cualquier interpretación y, sobre todo, manteniendo el secretismo en relación con sus procedimientos.

Para los practicantes de la pseudociencia, el secretismo es fundamental porque busca asegurar que sus asertos no sean sometidos a comprobación lo cual, en definitiva, es la clave para distinguir una chantada de una predicción científica. Hace más de medio siglo que Karl Popper, un filósofo de la ciencia, dejó bien sentado que las afirmaciones irrefutables no son científicas.

En materia de pronosticadores suele suceder que empleen disciplinas auxiliares de la ciencia, como la estadística y, a veces, que pretendan emplearla aunque no lo hagan. También suelen presentar escalas, puntajes y otros procedimientos de representación de datos o de explicación reduccionista en clave críptica, es decir sin explicación alguna.

Desde luego, el uso de esos recursos no quiere decir que el marco teórico haya sido adecuadamente explicitado, que la herramienta haya sido bien utilizada, que la investigación que precede al juicio haya sido bien concebida y esté exenta de fallas metodológicas y sobre todo que exista un accionar transparente y autocrítico con las limitaciones metodológicas, las posibilidades de error y la responsabilidad social de los científicos en cuanto al respeto de los derechos ciudadanos.

Embusteros o charlatanes – Cuando los pronósticos se estrellan contra la porfiada realidad se percibe que hay fronteras nebulosas entre la ciencia y la pseudociencia, entre las buenas intenciones de los pronosticadores y la manipulación, entre verdad, charlatanería y mentira. Estas son las fronteras que exploró Harry G. Frankfurt en su ensayo On Bullshit. Sobre la manipulación de la verdad (2006, Paidós, Barcelona).

Para Frankfurt, tanto mentir como alardear son formas de tergiversación o engaño. “Ahora bien – dice – el concepto más central y característico de la naturaleza de la mentira es el de falsedad. El mentiroso es alguien que deliberadamente enuncia una falsedad. También farolear tiene típicamente como objetivo trasmitir algo falso. A diferencia del simple mentir, es más específicamente cuestión de falsificación que de falsedad”.

La esencia de la charlatanería no radica en la falsedad sino en su carácter fraudulento. “Lo malo de una falsificación – sostiene Frankfurt – no es su aspecto, sino el modo en que se ha hecho”. El charlatán crea falsificaciones pero eso no significa que las haga mal, desprolijamente. Una charlatanería bien hecha requiere disciplina y objetividad, aceptación de ciertas normas y evitar dejarse llevar por el impulso o el antojo.

“Los campos de la publicidad y las relaciones públicas, así como el de la política, hoy día estrechamente relacionado con los anteriores – sostiene Frankfurt – están repletos de ejemplos de charlatanería, tan descarados que pueden servir como algunos de los paradigmas más clásicos e indiscutibles del concepto de charlatanería. Y en esos campos hay artesanos extremadamente diestros que – con ayuda de avanzadas y exigentes técnicas de estudio de mercados, encuestas de opinión, tests psicológicos, etc. – se dedican sin descanso a lograr que cada una de las palabras e imágenes que producen sea absolutamente correcta”.

Esta afirmación de Frankfurt no debe encubrir el hecho que también hay artesanos extremadamente torpes, soberbios o descuidados, que manejan las técnicas desaprensivamente en el campo de las encuestas de opinión y, en forma frecuente y ostensible, en el campo de la selección de personal mediante “evaluaciones psicolaborales”.

Estos desaprensivos ocultan determinados procedimientos y chapucerías hasta que no tienen más remedio que “explicarlos”. Este es el caso de los encuestadores que al quedar expuestos descubren que su condición de fieles reflejos de la realidad está determinada por su receta de coeficientes de ponderación con los que ajustan los datos que recogen para configurar “su versión de la realidad”. También es el de las psicólogas que se ven obligadas a exponer el “secreto profesional” y mostrar los procedimientos arbitrarios y carentes de respaldo científico con los que asignaron puntajes eliminatorios en una “evaluación psicolaboral”.

Quién miente y quien dice la verdad juegan en bandos opuestos del mismo juego aunque uno se guíe por la autoridad de la verdad y otro la desafíe. A diferencia de los mentirosos, el charlatán ignora por completo esas exigencias. No rechaza la autoridad de la verdad como lo hace el embustero ni se opone a ella sino que no le presta atención alguna. La charlatanería es peor enemigo de la verdad que la mentira.

Defendiendo el fuerte – Las maniobras de defensa, los atajos, es decir la heurística, y los prejuicios o sesgos han sido materia de investigación en psicología durante décadas.

A partir del descalabro de las predicciones que sufrieron la empresas de investigación de la opinión pública o las psicólogas que produjeron “evaluaciones psicolaborales” eliminatorias (mediante “diagnósticos absolutos inapelables”, es decir irrefutables y por ende no científicos) se repiten los sofismas de distracción que emplean los artesanos desprolijos para eludir cuestionamientos, negar la existencia de errores, justificar su comisión o amortiguar el desprestigio que los deja malparados como proveedores de servicios.

Uno de esos mecanismos de defensa es la soberbia, la reacción ofendida: un profesional no puede ser cuestionado sin que se le agravie corporativamente. Un cuestionamiento metodológico, la exigencia de explicaciones y de transparencia, son vividas como ataques a la dignidad personal, a la honestidad o a la idoneidad técnica u otras virtudes reales o supuestas cuya comprensión y juicio están fuera del alcance del común de los mortales. Sus credenciales e idoneidad no pueden ser puestas en duda, son monarcas del saber por un dogma de derecho divino.

Los analistas serios han advertido reiteradamente acerca de la confusión ínsita entre opinión pública y ciudadanía en la que incurren muchas empresas consultoras. La opinión pública o los “perfiles” arbitrariamente adjudicados, admiten procedimientos de cosificación, medición y evaluación que no son aplicables a la ciudadanía ni a la psiquis de los trabajadores.

Lo que es más importante, la opinión pública es pasible de interpretación y no reclama una rendición de cuentas. En cambio, la ciudadanía o los trabajadores organizados exigen la ineludible rendición de cuentas por parte de los científicos o los artesanos, el esclarecimiento de los “sesgos de confirmación”, los prejuicios que son claramente ideológicos aunque se intente ocultarlos bajo la asepsia técnica o encubrirlos en una neutralidad inexistente.

Finalmente, al romper el contacto con quienes les confrontan, los autores de los pronósticos errados, suelen extender cortinas de humo y al amparo de las mismas dirigir sus naves maltrechas hacia un puerto de abrigo. La experiencia internacional demuestra que estos puertos son generalmente los códigos de ética. Se trata de enunciaciones de deberes y derechos levantadas por quienes suministran determinados servicios que suelen tener como fin primordial amparar a los prestadores de las demandas por mala práctica.

La clave para considerar la eficacia real de estas propuestas radica en la forma como se generan estos códigos, la participación principal y directa de la ciudadanía y/o de quienes se someten a las prácticas reguladas, para asegurar los derechos cívicos y no para limitarlos o para proporcionar garantías de inmunidad a los prestadores desprolijos, los negadores contumaces o los charlatanes que navegan en todos los mares, en todas las profesiones.

Lic. Fernando Britos V.

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