El vértigo con que suele vivirse ha llevado a que muchos individuos, en particular quienes tienen sobre sus hombros importantes gestiones burocráticas, pierdan su contacto con la comunidad, por vía de atender, casi que in extremis, su agenda oficial.
Poco a poco estos individuos van escindiéndose de su entorno y perdiendo la espontaneidad, junto con la apertura, “no teniendo tiempo” para atender, en el sentido de prestar escucha, a lo que fuere que no integre su ecosistema burocrático.
Ciertamente buscan ser eficientes y no se niega que, en su ámbito, lo sean. Pero van perdiendo aquello que llevó a otros a distinguirles con los cargos que hoy ostentan: su idiosincrasia, su identidad, junto con aquel plus personal en el trato, en la afabilidad y en la apertura al otro, tomando por tal al diferente, al ciudadano común, por ejemplo.
Se transforman, la mayoría de las veces de manera inconsciente, en funcionarios estadísticos, presos de sus agendas y la persecución de metas y objetivos a los que muchas veces ni siquiera rozarán justamente por haber perdido rasgos típicos, como los arriba apuntados, que les hubieran podido aportar un modo más humano y abierto de arribar a soluciones realmente trascendentes en sus esferas públicas de acción.
De algún modo el sistema va operando en ellos de un modo kafkiano al transformarles – en su desesperación por abocarse “sólo” a lo estrictamente profesional y burocrático – en seres metamorfoseados con pérdida severa, como apuntábamos antes, de su propia identidad.
Se alienan, pues, de aquello para lo que fueron llamados en un sentido superior: servir a su sociedad.
Y si esto pasa en el campo de la cultura, de la educación o toda otra área en donde lo central es la gente, su crecimiento espiritual, intelectual y por qué no material, peor; mucho peor.
Se han convertido en máscaras de papel maché tras las cuales hay una agenda y ya no una persona con ideas propias, sino un ser que cogobierna y así se subsume en el anonimato en busca de un mínimo común múltiplo.
Pobres funcionarios alienados, y pobres de nosotros los ciudadanos de a pie que sufrimos su refracción. Pero más pobre aun nuestra sociedad que había puesto en ellos la esperanza en la humanización de funciones sensibles y elevadas, destinadas a lograr la mejora de lo humano en el hombre.
Ellos han alcanzado justamente su anatema: deshumanizarse en mérito de la función, desde la concepción de la misma como un andarivel, con su agenda, de la que no deben salirse para bien de un pobre plan de acción.
Por: Héctor Valle
Historiador y geopolítico uruguayo
La ONDA digital Nº 725 (Síganos en Twitter y facebook)
(Síganos en Twitter y Facebook)
INGRESE AQUÍ POR MÁS CONTENIDOS EN PORTADA
Las notas aquí firmadas reflejan exclusivamente la opinión de los autores.