Los hechos que se suceden a un ritmo frenético en el hermano país norteño nos hablan de una realidad cruelmente dura para la gente de a pie y de un futuro que, por lo menos, será igual al presente aunque todo tienda a indicar, dependiendo de qué datos se empleen y de qué lado del espectro político se esté, que habrá de empeorar.
Esta tormenta perfecta del Brasil tiene varios protagonistas con responsabilidades compartidas. Y ella no ocurre en medio de nuestro continente, por ende, nos comprende.
Comencemos.
En lo que respecta a su Presidente, la señora Roussef tiene ciertamente cualidades técnicas y de comando sobresalientes pero, pero, a la par de estas corre su casi absoluta ausencia de voluntad negociadora bien como de un sustento político propio que le permita nadar en aguas tan turbulentas.
Asimismo, la oposición, desde sus máximos líderes, el ex presidente Cardoso y el candidato Aécio Neves, jamás aceptaron la derrota electoral y están haciendo todo lo posible, o así lo parece, para llevarse por delante a la Primera Mandataria, al punto de no parecer importarles las consecuencias societarias de tamaña acción.
En un lado para nada alejado de responsabilidades se encuentra el Congreso brasileño que si no fuera tan venal daría pena de sí mismo, por la ausencia más absoluta de coherencia con su pueblo y electorado.
El panorama ciertamente es negativo aunque tampoco tan negativo (tipo apocalíptico) como algunos desean presentarlo. Ya de por sí es lo suficiente malo para que algunos intenten “mejorarlo”.
La sociedad civil brasileña se ha hecho presente en manifestaciones y diversas reivindicaciones públicas a lo largo de los dos últimos años buscando un cambio en lo político sin contar con liderazgos u organizaciones que respalden y conduzcan estas aspiraciones. Al comienzo y durante un buen tiempo tuvieron el “respaldo” de grupos desestabilizadores, vernáculos y foráneos. Hoy prosiguen manifestándose por cuestiones básicas que no encuentran eco en el sistema político, sumido como está en sus propias y nauseabundas componendas entre tiros y troyanos.
En el medio de todo este proceso hay algo a destacar y que es ejemplo para la inmensa mayoría de países de nuestro continente y por qué no decirlo, del mundo entero: su Justicia y su Policía que, más allá de las alimañas que pueblan todos los nichos del poder, avanza, profundizando su accionar, en plena democracia, teniendo en el Gobierno un respaldo y nunca un obstáculo. Esto, naturalmente, merece ser destacado.
Desde la Justicia, también hay excepciones. Por ejemplo, de algún ministro obsesionado por el odio, obcecado por destruir. Sin embargo, el Brasil con el paso del tiempo, medido en siglos, va mostrándose a sí mismo, como al mundo entero, su apego a las estructuras y, ahora, desde fines del siglo XX y lo que va del XXI, también a la democracia participativa.
Respecto del momento actual, vale decirlo, nos abruman las cifras, nos conmueven diversos datos, pero que hoy y aquí no trasladaremos. Nos parece más claro y certero dar nuestra opinión, respaldada en los hechos, pasados y presentes, que intentar hacer un collage que sólo conseguiría salir como galimatías de una realidad dura como de a puño, que sufren los hombres y las mujeres de a pie.
Esta dura realidad, que conmueve al Brasil, a nosotros y al mundo entero, se da en virtud de una plutocracia, y sus cachorros, para la cual parece ser más importante el lucro y el supuesto equilibrio (desde el cual levantar el escenario para que la ruleta financiera siga reportándoles cuantiosos dividendos en el reino de la mentira pintada en el que viven) que enaltecer con dignidad la vida de las gentes, de nuestras gentes.
En esa ausencia de dignidad están los responsables de esta caída terca, honda y duradera en la que se encuentra el Brasil, nuestra América del Sur y el mundo entero.
El Uruguay, se sabe, está ciertamente incluido. Aquí como allá, en todas partes, ha sido y sigue siendo más importante el hacer bien los deberes de la macroeconomía, simulando bienestar, cuando tenemos una cruel, injusta e indigna inflación en dólares estadounidenses. En cada país hay un funcionario de alto nivel afín a las políticas implementadas o sugeridas desde el nodo central.
Aquí se llama Danilo Astori, allá se llama Joaquim Levy. A ambos los sostienen el mundo financiero internacional. A ambos los sufren los de a pie. Si salen ellos vendrán otros con distinto nombre pero igual función. Hasta que no nos atrevamos a cambiar nuestros sistemas políticos, de verdad, todo este tinglado continuará ad nauseam.
Aquí, como allá, suelen aparecer los filósofos de la nada, los que llevan el verbo fácil y el ego hinchado, los Cardoso y los Mujica de un mundo carnavalesco, por lo burlesco y retardatario que es. Esta gran farsa, que no sólo es sudamericana, pero que por nuestra la colocamos en primer lugar, va camino a una pendiente y a un golpazo.
Los que procuran realizar su tarea, se llamen Roussef o Vázquez, por ejemplo, aun con errores, pero asumiendo la función, con seriedad, son hostigados al punto tal de verse envueltos en contiendas de egos seniles que sólo tienen en sus fauces la baba de la rabia de no poder ser más, de no estar más en el candelero. Contiendas de las que otras alimañas se aprovechan y buscan hacer su agosto.
Esto ya lo hemos vivido. Es una versión más del eterno cambalache de la vida vivida sin dignidad, en tanto se olvidan de los más, de los que no tienen cómo protegerse de sus iniquidades y saltos al vacío. Y para esto, repito, no se precisan datos, estadísticas, que unos y otros sobran y están a la vista para quien realmente los quiera ver. Se precisa conciencia. Y bien activa.
Ojalá que un día las mezquinas disputas por el poder, y por la primacía de tristes egos, dé paso a la vergüenza y a la responsabilidad para con el otro, esos dos atributos que, en gran parte, nuestros representantes políticos han perdido. Y esto no se arregla con reajustes, sino con despertares.
Que despierte el Soberano; que despierte, por favor. Y que se encause, siempre en democracia, rumbo hacia el contralor de lo público, eso que para algunos es privado.
Por: Héctor Valle
Historiador y geopolítico uruguayo
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