El 9 de abril de 1948 se produjo en Colombia el asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, lo que provocó un estallido de protestas, incendios y una verdadera insurrección popular que fue duramente reprimida por el gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez.
Unas 2.500 personas perdieron la vida durante las tres jornadas dramáticas del episodio conocido como El Bogotazo.
Por esos días se reunía en Bogotá la Novena Conferencia Panamericana de la que participaban 21 Estados y que daría nacimiento a la Carta de la Organización de los Estados Americanos (OEA). La inauguración se hizo en un elegante salón con una cena de gala, un banquete para casi medio millar de personas aunque, al día siguiente, debido a los desórdenes callejeros la conferencia sería trasladada más al norte de la ciudad, al Gimnasio Moderno.
Pero en la noche del banquete, cuando los comensales recién atacaban el plato principal, se escucharon explosiones en el exterior y saltaron los vidrios de algunas ventanas, mientras disparos de ametralladoras impactaban en las paredes del salón. En ese instante se produjo un apagón.
En medio del pánico, diplomáticos e invitados, hombres y mujeres permanecieron tirados en el piso, intentando hallar un precario refugio mientras, para hacer más dramática la situación, el lugar quedaba apenas iluminado por el resplandor de los incendios que podían verse a través de los grandes ventanales.
Por un instante se produjo una breve calma y todo quedó casi silencioso y fue justo en ese momento cuando se escuchó una voz clara que brotó de debajo de una de las mesas y comenzó a entonar un tango: “Si se salva el pibe, si el pibe se salva, vas a ver la farra que vamos a dar…”
Entonces, desde las penumbras surgió otra voz de tono firme que interumpió al cantor. Era el vicecanciller y jefe de la delegación argentina, un circunspecto conservador, quien se identificó y sin levantarse del suelo proclamó: «El irrespetuoso funcionario de mi representación que se ha puesto a cantar en momentos tan dramáticos para Colombia y América latina queda desde este mismo momento exonerado».
Hubo un corto silencio y volvió a escucharse la voz primera que respondió: «Al irrespetuoso funcionario exonerado se le importa un carajo; soy uruguayo».
Aquel cantor irreverente, un diplomático joven que hacía su primera salida al exterior, se llamaba Francisco Bustillo y pasados los años sería representante uruguayo justamente ante la OEA y tendría un hijo, Francisco Bustillo Bonasso, quien seguiría su misma carrera y entre 2005 y 2010 sería el embajador de Uruguay en Buenos Aires.
INTELIGENCIA MILITAR
En la tarde del jueves 1º de abril de 1982, un día antes del desembarco argentino en las Islas Malvinas, Roberto García Moritán, entonces un joven diplomático de 32 años y uno de los secretarios del canciller Nicanor Costa Méndez, recibió de su jefe la orden de ir inmediatamente a la Casa Rosada donde oficiaría de intérprete en una conversación telefónica entre el dictador Leopoldo Galtieri y el presidente estadounidense Ronald Reagan, quien desde hacía al menos 24 horas intentaba comunicarse con él. El propio Boby García Moritán relataría en 2012 en declaraciones a Eduardo Anguita, en Radio Nacional de Buenos Aires, que cuando entró al despacho donde estaban Galtieri y algunos de sus colaboradores, se encontró con que en el lugar había un solo teléfono, uno de aquellos antiguos aparatos negros. Para hacer su trabajo tuvo que poner su cabeza junto a la del presidente de facto y colocar el teléfono en el medio de los dos de modo que ambos pudieran escuchar al interlocutor.
Antes de hacer la llamada, el general Galtieri convocó a un oficial de inteligencia militar, un mayor del ejército que conectó un grabador de cinta abierta para registrar la conversación, lo puso a andar y se retiró de la sala.
Durante el diálogo, Reagan le dijo a Galtieri que tenía noticias de que se aprestaba a realizar una acción bélica en las islas Malvinas y desaconsejó esa operación. Según el diplomático, la conversación fue una “larga letanía” del presidente norteamericano en la que incluso advirtió que su gobierno respaldaría a su aliado, Gran Bretaña. En un momento el dictador le gritó a García Moritán “no dijo eso”, desconfiando de lo que había traducido. Al finalizar la charla, Galtieri llamó al oficial de inteligencia para escuchar atentamente el diálogo grabado, ya que tenía dudas de lo que realmente le había dicho Reagan.
El mayor ingresó al salón presidencial, apretó el “play” del grabador, pero solo se escuchó un largo soplido. Revisó el aparato, reintentó hacerlo funcionar pero no lo logró. Por alguna falla en la conexión, la máquina no había registrado absolutamente nada de aquella histórica conversación.
Muy irritado, Galtieri expulsó de su despacho al mayor de forma descomedida y le ordenó que se retirara haciendo “saltos de rana”. Y así se fue el oficial, con su grabador en brazos y brincando con las piernas flexionadas. Al día siguiente se produjo el desembarco en Malvinas y luego sobrevendría la guerra con el resultado conocido y las lamentables muertes de 649 argentinos, 255 británicos y 3 kelpers isleños.
Pocos años después, García Moritán fue nuevamente convocado a la oficina presidencial de la Casa Rosada para oficiar de traductor en otra importante conversación, ya en tiempos de la democracia. El mandatario de entonces era Raúl Alfonsín, quien iba a comunicarse también con Ronald Reagan. Alfonsín llamó a un oficial de inteligencia para que registrara el diálogo y, ante la sorpresa de García
Moritán, ingresó al despacho su viejo conocido, ahora con el grado de teniente coronel y con un grabador más moderno.
Otra vez se produjo el diálogo de los dos presidentes con la traducción del diplomático y, al terminar la comunicación, Alfonsín quiso volver a escucharla y llamó al militar para que pusiera en marcha el grabador.
“Y aunque parezca increíble, la historia se repitió, porque tampoco esta vez el aparato grabó una sola palabra de aquella conversación”, contó García Moritán. También Alfonsín expulsó con enojo de su despacho al oficial de inteligencia aunque, esta vez, el militar pudo retirarse caminando, sin tener que hacer aquellos acrobáticos “saltos de rana”.
Por William Puente
Periodista
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