A mediados del siglo pasado, Guichón era un pueblo pequeño, en el seno de un país muy joven.
Junto a la Estación de Ferrocarril prohijaron su crecimiento las actividades ganaderas y agrícolas por la instalación de comercios y servicios para esas actividades simultáneamente a la implantación de viviendas de gentes venidas de muy distintos lugares. Se afincaron funcionarios de las consecutivamente instaladas reparticiones del Estado y al agregarse los centros de enseñanza básica, también los estancieros establecieron viviendas alternativas para sus hijos. Cuando nací, habíase consolidado una comunidad alrededor de rutinas del producción cuyos ciclos naturales_ los de la actividad agropecuaria_ mantenían continuidad con patrones similares a la de otros pueblos del interior del País.
En todo ese tiempo, coincidente algunos años con mi niñez y adolescencia, acontecieron una serie de hechos protagonizados por personajes muy conocidos en la vida pueblerina. Estas “esnautas” como allí les llamamos, no pretenden representar la singularidad del pueblo. Son apenas un ínfima parte de las crónicas circulantes entre amistades y familias por generaciones. Son historia creada desde el futuro, desde una subjetividad teñida por los afectos, retrotraída a los contextos de los eventos que se relatan. Componentes de mi crónica vital, cumplo en relatarlas como un tributo a la creación colectiva.
La Dieta Sana
En los años de mi niñez nadie quedaba sin comer en Guichón. Las cercanas colonias de agricultores traían en sus carros de madera chatos, todos los vegetales y frutas de estación. Llegaban a regalarlos para no volver con ellos al campo. Las tres carnicerías abastecían carne vacuna y ovina fresca de los establecimientos de cría y engorde. Y las panaderías pioneras elaboraban pan y galletas, una de las cuales, la redonda de Juan Ramón Pereira podía durar meses apta para ser comida con sólo calentarla un poco. Así que la gente, aún con poco dinero, podía elegir su dieta.
Serapio Arévalo es un guichonense apegado al pueblo. Hace muchos años logré convencerlo de trabajar en mi empresa pero cometí el error de no esperarlo en la Estación Central para introducirlo en la urbe. Su estadía en la capital duró el tiempo que tardó en subir al primer transporte que lo llevó de regreso. Buen compañero, siempre estuvo vinculado amistosamente a jugadores de Nacional, el club de sus amores. En las innumerables reuniones de alimentación y “beberaje” siempre estaba dispuesto a comer lo que había, demostrando afán de participación más que de apetito. Claro que en eso de comer de todo no era el único pues competía con otros conocidos como el “Colda” Santana. Él pasaba por la provisión de Fariña y se tragaba a media mañana un pan flauta con una “butifarra” entera cortada en dos. Si no les parece mucho, les recuerdo que la butifarra, del tamaño de un chorizo, es pura grasa de cerdo.
En una de esas largas noches veraniegas, jugaban al truco en la sede del Club Serapio y el “Coneja” Urruty contra otra pareja de amigos. El artefacto que los iluminaba atraía numerosos cascarudos voladores, comunes en la temporada, que chocaban contra el mismo y se precipitaban aturdidos sobre la mesa. Al cabo de una hora de juego, estaban hartos de sacar y manotear al aire los bichos, que para colmo, confundían y alteraban el movimiento de los porotos usados para el tanteador. Entonces, sin decir palabra, Serapio separó los tantos, juntó los cascarudos con el brazo en el cuenco de una mano y se la llevó a la boca. Empezó a masticarlos dejando oír un crujido similar a una picadora. Mientras tragaba, dejando correr una repugnante pasta negra desde las comisuras, como dando una explicación, exclama: ¡pura proteína!
La delantera
Desde que era muy niño, Nacional fue el equipo de mis amores, en el cual jugaban tíos y primos y donde siempre estuve al margen por mi condición de “patadura”. Los motes o sobrenombres derivados de los rasgos físicos eran un acervo del pueblo que naturalmente se trasladaba al futbol, tanto en el aliento de las hinchadas como las indicaciones de los directores técnicos al borde del campo de juego. Recuerdo que a mi tío Diego Garcia por su gran porte físico le apodaban “el vaca” .Y a mi primo Eduardo, por gordito y redondo, el “chorizo”. River Plate, uno de los pocos equipos- dada la pequeñez del pueblo y su Liga de Futbol- tenía una seguidora parcialidad en la que sobresalían las hermanas Bonino, las familias Saste, Terzano, Lopez y Facchin y sobre todo, Berta Portela .En la delantera alineaba Rodriguez, un entreala pesado pero efectivo_ al que por sus enormes muslos, bamboleantes en la carrera sobre la línea, le llamaban “cuarto flojo” . El flaco y alto centrodelantero era “palito” Grandes. Era costumbre reiterada la “instrucción” a viva voz de Berta, despertando algarabía entre espectadores y familias apostados con mate y bizcochos bajo los árboles fuera de la cancha sin tribunas: ¡abrite Cuarto, entrá Palito!
Por el Arquitecto Luis Fabre
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