“Adiós al lenguaje”, desafío a la frivolidad

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El radical antagonismo entre el lenguaje como construcción humana de impronta intelectual y emocional con los códigos de la banalización contemporánea de lo efímero, es la ambiciosa propuesta temática de “Adiós al lenguaje”, la obra maestra del cineasta francés Jean Luc Godard.

Este film, que es la última realización del octogenario director franco-suizo, es una suerte de legado artístico que confronta las teorías cinematográficas que siempre ha cultivado el autor con las estéticas de esta decadente posmodernidad.

Empero, para reconstruir su recurrente discurso desafiante al statu quo creativo contemporáneo, este auténtico revolucionario de la imagen que se atrevió hace más de cincuenta años a filmar con cámara en mano y en plano secuencia, rueda en esta oportunidad en formato 3D.

Como si de tratara de una deliberada paradoja, Godard filma con las revolucionarias tecnologías del presente, lo cual, por supuesto, potencia su intrínseca genialidad creativa.

ADIOS AL LENGUAJE (2)No en vano toda la carrera de más de medio siglo de este creador filo-maoísta ha sido una permanente experimentación con la imagen y los lenguajes visuales, en una suerte de desafiante rebelión cultural al servicio de nuevos paradigmas artísticos y expresivos.

Obviamente, el periplo artístico de Godard tuvo su correspondiente correlato en la militancia política y en el mensaje ideológico. En efecto, fue un referente del emblemático Mayo Francés de 1968, una suerte de insurrección juvenil que cuestionó el dominante statu quo hegemónico de la época.

“Aquellos que carecen de imaginación se refugian en la realidad”, es la contundente definición del acápite de esta obra intransferiblemente personal.
Esa sentencia anticipa el curso de un relato de impronta cuasi documental y minimalista, en el cual la palabra es bastante más importante que el propio relato.

En ese contexto, abundan las permanentes referencias cinéfilas y literarias y los simbolismos que desafían a esta era líquida licuada por la frivolidad, sin discursos, sin voz, sin alma ni sentimientos.

El relato, que más que una mera historia pretende ser la historia en sí misma, corrobora que las claves del lenguaje no están en las pulsiones fragmentarias de la lectura fácil, veloz y epidérmica, sino en la profunda explotación de los libros que atesoran los saberes universales y los grandes dilemas de una humanidad agobiada por la soledad y el miedo.

En ese contexto, el cineasta parangona la génesis de la televisión, en 1933, con el ascenso de Adolfo Hitler al poder, en una suerte de extrapolación entre el autoritarismo de las armas y la invasiva dictadura de la imagen vacía de contenidos y conceptual encarnadura.

Según el autor, todo se disuelve y nada se transforma, en este presente colmado de incertidumbres, tensiones, dramáticos conflictos y recurrentes perplejidades.

Hay un contundente alegato sobre el poder en su versión más exacerbada y dominante, sobre el Estado que lo hace todo y, cuando algo sale mal, es el responsable de ese fracaso. El corolario es nuestra propia molicie y falta de compromiso con las inexorables mutaciones civilizatorias.

En el discurso de los personajes subyacen críticas a la violencia, a la guerra, al desempleo, a la desesperanza y a las miserias humanas, en una suerte de manifiesto si se quiere nihilista que desafía claramente a la resignación.

Poco importan el argumento y la construcción narrativa de esta película de impronta surrealista, porque todo funciona como un mero pretexto para instalar una mirada radicalmente pesimista sobre una realidad no menos deprimente.
En ese contexto, una mujer casada y un hombre soltero se encuentran, se aman y se pelean, mientras un perro vaga entre la vorágine ciudadana y un subyugante y bucólico paisaje. En su elocuente irracionalidad, el propio cánido es protagonista y también una metáfora.

“No son los animales los que son ciegos. El hombre cegado por la conciencia es incapaz de ver el mundo. El perro es la única criatura sobreviviente que te ama más de lo que se ama”, sostiene una voz en off que sugiere que sólo una mirada exterior puede decodificar el hoy y el ahora.

Una pareja reflexiona sentada en un inodoro, en lo que también es una potente imagen tal vez con reminiscencias hasta escatológicas, acorde con las excrecencias contraculturales que nos colonizan en el presente.

Todo el film – a la sazón una obra maestra- es de un extremo despojamiento y radicalidad, que denuncia la trágica vacuidad contemporánea de la cultura en tanto mero objeto industrial, condensada por la genial paleta artística del autor de “Sin aliento”.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

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